La experiencia vietnamita

El presidente Obama reflexiona estos días sobre la estrategia a seguir en Afganistán, un problema crucial, entre los muchos de la política mundial, en época de crisis.

Los jefes militares reclaman 40.000 soldados más para poder controlar la situación. Si se les escucha ¿cuántos van a pedir en los meses próximos, cuando se comprenda que Afganistán es un pozo sin fondo? ¿Y cuáles son los efectos que la continuación de la guerra va a producir en los países que envíen tropas a ese sumidero cuando las bajas humanas crezcan?

Esa guerra es ya tremendamente impopular en Europa y puede llegar a serlo muy pronto en Estados Unidos, afectando al prestigio de su presidente que -no lo olvidemos- alcanzó el poder en buena parte como consecuencia de los desastres de la llamada "guerra contra el terrorismo" de George W. Bush.

Cierto que es muy difícil retirar las tropas cuando se las ha enviado a luchar a otro país, porque implica reconocer un error y aceptar un fracaso. Cierto que a los gobernantes y a los jefes militares que han tomado la decisión equivocada se les hace muy cuesta arriba asumir una situación de ese género y tienden a hundirse aún más en el error, enviando más tropas al pensar que así van a transformar el fracaso en una victoria. Y cierto que para ello disponen de un argumento que a primera vista parece sólido: ¿cómo vamos a dejar ese país y a los que en él nos han apoyado, librados a su suerte?

Frente a estos argumentos hay una experiencia que sería imperdonable olvidar: Vietnam. En aquel caso los gobernantes norteamericanos fueron enviando tropas, contingente tras contingente, hasta sumar medio millón de soldados. Envío tras envío, esperaban que cada uno de ellos les aseguraran el control, y el éxito. Murieron muchos soldados americanos, si no recuerdo mal hasta 50.000, una catástrofe que provocó la deserción de miles de jóvenes -uno de ellos Clinton, que más tarde sería elegido presidente- y la desmoralización general.

Aquella guerra se prolongó obstinadamente muchos años con pretextos como los que se aducen hoy. La principal víctima fue el pueblo vietnamita, cuyo territorio ardió bajo las oleadas de napalm, en las que murieron cientos de miles, la mayoría población civil. Al final, pese a todo, el Ejército americano tuvo que retirarse de una manera vergonzosa.

Al quedarse solos, los vietnamitas tuvieron que enfrentarse a problemas terribles. Pero los superaron y al cabo de los años llegaron a superar incluso el odio a Estados Unidos y a mantener relaciones de amistad con este país. Y lo hicieron precisamente porque recuperaron su independencia y con ella un sentido de la responsabilidad por la suerte de su país que les llevó finalmente a comprender, incluso, la necesidad de relacionarse civilizadamente con sus antiguos enemigos.

¿Por qué no se acepta de principio que un pueblo como el de Afganistán al evacuar las tropas extranjeras, va a ser capaz de encontrar en sí mismo fuerzas para organizarse y cicatrizar sus heridas, sobre todo si además recibe la ayuda material de los que le ocuparon? Y lo mismo que digo para Afganistán puede valer para Irak.

Claro que eso llevará aparejado reconocer por parte de Estados Unidos y Occidente que la guerra fue un error. Pero en este momento sería el error de Bush, sus consejeros y jefes militares. Dentro de un año, si la guerra se prolonga, la responsabilidad se transferiría a Obama, con grave daño para las esperanzas que su elección ha generado en Estados Unidos y en el resto del mundo.

Una solución positiva del problema, un real cambio de estrategia quizá ayudaría a la consolidación del régimen civil en Pakistán, hasta cuyo territorio ha llegado ya la guerra peligrosamente. Y posiblemente a aislar a Osama Bin Laden, beneficiario sin duda del mantenimiento de las hostilidades, que hoy le permiten aparecer ante algunos sectores islamistas como el inspirador de la resistencia.

Si no se procede con coraje a dar preferencia a la política, la diplomacia y la cooperación al desarrollo sobre las acciones militares, la situación puede ensombrecerse seriamente y problemas como el que hoy plantea Irán pueden intranquilizar y alarmar a las opiniones públicas de los países occidentales que no desean en absoluto más guerras.

Decidirse por una política de paz no sólo no será una prueba de debilidad de los Estados de Occidente, sino que les proporcionará una fuerza moral y un apoyo más sólido de sus opiniones públicas.

Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE, es comentarista político.

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