La expropiación de YPF culmina el fracaso de la política energética argentina

Tema: El intento de la presidente Fernández de ocultar el fracaso de su política energética expropiando YPF supone, precisamente, la culminación de ese fracaso: la renuncia definitiva a gestionar el sector energético argentino con principios de legalidad y racionalidad económica en vez de con criterios de oportunismo político.

Resumen: Argentina posee el 0,2% de las reservas probadas mundiales de crudo y un porcentaje similar de las de gas natural. En 2010 el país representaba un 0,8% de la producción mundial de crudo y un 1,3% de la de gas. Estas cifras hacen de Argentina el principal productor de gas de América del Sur (siendo también su mayor consumidor) y un importante productor de crudo. Además, cuenta con las terceras reservas de gas no convencional del mundo y reservas importantes de petróleo no convencional. Sin embargo, las deficiencias de una política energética incoherente y politizada, marcada por el intervencionismo estatal, la fragmentación de competencias, las distorsiones de precios, los subsidios al consumo y la restricción de las exportaciones han limitado las inversiones en exploración y producción. Estos elementos han consolidado dos tendencias funestas: el declive de la producción de hidrocarburos y el fuerte aumento de la demanda energética, reduciendo las exportaciones de crudo y aumentando las importaciones de productos refinados y la dependencia de las importaciones de gas.

Análisis

Un declive anunciado

Las reservas probadas argentinas de gas y petróleo se encuentran en declive desde 2000 (Gráficos 1 y 2), por lo que en 2010 las ratios reservas/producción se situaron por debajo de nueve años para el gas y de 11 años para el petróleo, casi la mitad que la década precedente. En el caso del gas, la producción superó al consumo entre 1999 y 2007, pero la caída de la producción desde ese año y una demanda sostenida han obligado a aumentar las importaciones para cubrir la brecha generada (Gráfico 3). Argentina importa la mayor parte del gas de Bolivia, pero desde 2008 ha iniciado una estrategia de abastecimiento por Gas Natural Licuado (GNL) desde Trinidad y Tobago y, en menor medida, de Qatar. Argentina también exporta gas a Chile y, marginalmente, a Uruguay. Buena parte de las esperanzas argentinas de revertir el declive de la producción de gas y volver a alcanzar una posición exportadora neta se basan en las expectativas levantadas por el gas no convencional. El país cuenta con las terceras mayores reservas mundiales de gas no convencional, y las mayores de América Latina, triplicando las de Brasil.

Gráfico 1. Argentina: reservas probadas de petróleo (miles de millones de barriles)
Gráfico 1. Argentina: reservas probadas de petróleo (miles de millones de barriles)
Gráfico 2. Argentina: reservas probadas de gas natural (billones de m3)
Gráfico 2. Argentina: reservas probadas de gas natural (billones de m3)
Gráfico 3. Argentina: producción y consumo de gas natural (miles de millones de m3)
Gráfico 3. Argentina: producción y consumo de gas natural (miles de millones de m3)
Gráfico 4. Argentina: producción y consumo de petróleo (miles de barriles/día)
Gráfico 4. Argentina: producción y consumo de petróleo (miles de barriles/día)

Respecto al crudo, a diferencia de lo que ocurre con el gas, el balance entre producción y consumo sigue siendo favorable al país (Gráfico 4). No obstante, el declive de la producción ha reducido el excedente de unos 400.000 barriles/día a finales de la década de 1990 a menos de 100.000 en 2010, destinados en su mayor parte a EEUU, Chile y China (alrededor de un 30% cada uno). La falta de capacidad de refino para satisfacer la demanda interna obliga a importar productos refinados, reduciendo la aportación potencial del sector a la economía. Argentina es también uno de los mayores productores mundiales de biodiesel (unos 23.000 barriles/día en 2009 obtenidos a partir de soja), la mayor parte de la cual se venía exportando a la UE. El consumo doméstico sólo ha aumentado desde la entrada en vigor en 2010 de nuevas exigencias de contenido en biodiesel para el diesel (7%), lo que marca en cierta medida el límite de su contribución. Aunque la atención internacional se ha centrado sobre los ingentes recursos de gas no convencional (tight y shale), debe recordarse que Argentina cuenta también con reservas importantes de crudo no convencional.

Una política energética disfuncional y politizada

La decepcionante realidad descrita en los párrafos anteriores es básicamente el fruto de una política energética errática e incoherente, tanto por el lado de la demanda como por el de la oferta. En vez de convertirse en exportador neto de gas, Argentina ha aumentado su dependencia; y no sólo no ha sido capaz de mantener un cómodo excedente petrolero, sino que casi lo ha liquidado. Argentina supone un ejemplo de los errores y servidumbres políticas que nunca deberían contaminar a las políticas energéticas, pero que suelen sucederse en ciclos que siguen en gran medida los precios de los hidrocarburos.

El factor más claro es una pésima gestión de la demanda energética debido una política de precios inconsistente con las limitaciones de la oferta. A título comparativo, Argentina consumió en 2010 más gas que la suma de España y Portugal. Tras el colapso del régimen de convertibilidad y la devaluación del peso con la crisis de 2001-2002, los precios energéticos se congelaron y mantuvieron muy por debajo de los imperantes en los países vecinos, lo que acompañado de la recuperación económica impulsó con fuerza la demanda. A mediados de la década de 2000, ese pecado original de la política energética argentina provocó interrupciones en el suministro eléctrico (en sus dos terceras partes generado a partir de gas natural) con apagones ocasionales en el propio Buenos Aires y el consiguiente coste político para el entonces presidente Kirchner. Chile también se vio afectado cuando Argentina restringió sus exportaciones de gas, incumpliendo su contrato de abastecimiento para evitar las interrupciones y reducir las importaciones. Argentina hubo de recurrir precipitada y crecientemente a las importaciones de gas boliviano y de electricidad de Brasil y Uruguay, sin que mediase la más mínima planificación.

En la actualidad, los subsidios a los combustibles fósiles están entre los más elevados de América del Sur, con una tasa del 22%, sólo por detrás de Venezuela y Ecuador. En 2010 supusieron alrededor de 7.000 millones de dólares, casi el 2% del PIB y más de 150 dólares per cápita.[1] Se concentran en el gas natural y la electricidad y además de las distorsiones que generan son insostenibles fiscalmente. Son subsidios regresivos que no discriminan por renta y benefician sobre todo a las clases medias. Su objetivo es básicamente político, intentando compensar (de manera ineficiente y distorsionadora) la pérdida de poder adquisitivo que conlleva una elevada inflación. Los esfuerzos, sobre todo declarativos, para reducir los subsidios se acabaron en 2011, con la subida de los precios internacionales del crudo y la voluntad política de aislar a los consumidores argentinos del impacto en año electoral. La caída en la popularidad de la actual presidente y la desaceleración de la economía argentina plantean numerosas dudas sobre la posibilidad de que este problema se encauce en el futuro inmediato.

Abundando en la incoherencia, el gobierno argentino subsidia las importaciones de gas con ingresos fiscales, al tiempo que impide a los productores nacionales repercutir el precio real del gas en los consumidores. Además de una discriminación con los productores locales, esto supone una transferencia de renta de los contribuyentes a los consumidores y una opción claramente sub-óptima frente a la de permitirles que paguen por el coste real del gas (o la electricidad) y dedicar la recaudación impositiva a partidas más rentables socialmente (pero quizás con menores réditos políticos). El hostigamiento regulatorio padecido por el sector adquiere además una nueva dimensión cuando se concibe como una herramienta para reducir la valoración bursátil de las operadoras y reducir el coste financiero de la nacionalización, lo que enlaza las políticas de precios con la seguridad jurídica.

Por el lado de la oferta, la política energética ha sido igualmente disfuncional. La política de precios aplicada no sólo ha impulsado la demanda más allá de lo razonable, sino que también ha erosionado los incentivos a la inversión en exploración y producción (y en otras etapas de la cadena energética, como el transporte, almacenamiento, refino, distribución…). La renuencia a repercutir los costes energéticos sobre los consumidores se plasma en tarifas insuficientes para movilizar inversiones, lo que a su vez hace comparativamente más atractivas las exportaciones, que ofrecen precios más remuneradores. En Chile y Brasil los precios del gas a pie de pozo son más del triple de los argentinos, pero las diferencias en los precios al consumidor son aún mayores.

En vez de afrontar directamente las distorsiones de precios, que son las que más afectan a la producción, el gobierno ha recurrido a medidas claramente sub-óptimas como restringir las exportaciones. Además de las restricciones cuantitativas, como las que afectaron a Chile, el gobierno aplica las denominadas “retenciones”, en realidad impuestos sobre las exportaciones. En principio, las retenciones tratan de evitar que el aumento de los precios internacionales de determinados productos (como la soja o los hidrocarburos) se transmita a los consumidores argentinos, e incluso parte de los ingresos se destinan a subsidiar productos como el diesel. Estos instrumentos son aceptados para lidiar con aumentos súbitos de precios en productos básicos de manera temporal. Pero en la práctica se han convertido en un impuesto a la exportación perpetuo que desincentiva la producción.

Otra cuestión es la fragmentación de la formulación de la política energética en 2006, especialmente (pero no sólo) de la política de concesiones en la extracción de hidrocarburos, entre el gobierno federal y las provincias. Éstas han actuado como pequeños emiratos, sin coordinación, prorrogando o cancelando contratos, renunciando a fiscalizar y supervisar en un clima de desconcierto legal. Esta situación genera inconsistencias adicionales. A título de ejemplo, las concesiones offshore dependen del gobierno federal, pero no así las continentales, que están en manos de las provincias. Lejos de responder al principio de subsidiariedad, el reparto de competencias obedece más bien a criterios políticos de distribución de las rentas de los hidrocarburos. El equilibrio entre la multiplicidad de actores que ello entraña supone un desincentivo más a la inversión, lo que se aprecia –por ejemplo– en las escasas prospecciones offshore bajo tutela estatal. La compañía nacional ENARSA (Energía Argentina), encargada de replicar los éxitos alcanzados en el offshore brasileño, ha sido incapaz de aportar descubrimientos significativos.

Una dimensión diferente es la de la seguridad jurídica y calidad regulatoria del país. Argentina figura en el número 113 del ranking Doing Business del Banco Mundial. Los males institucionales de la política energética argentina abarcan infra-especificación y la ausencia de planificación, fiscalización y supervisión y regulación independientes, es decir, de una política energética digna de tal nombre. Respecto a la corrupción, el país comparte la posición número 100 en el ranking de percepción de la corrupción de Transparency International 2011 con países como Benín, Burkina Faso, Yibuti, Gabón y México, con una puntuación de 3 sobre una escala de 0-10. Debe recordarse que miembros destacados del gobierno se encuentran actualmente involucrados en escándalos de corrupción y que una elevada intervención estatal con tintes cercanos a la hostilidad regulatoria es un caldo de cultivo para la corrupción en un sector como el energético. Ese riesgo se dispara ante la gestión pública de una empresa nacionalizada con capacidad de redistribuir rentas importantes, siquiera a corto plazo y a expensas de su viabilidad futura. Los problemas de ENARSA prefiguran lo que podría aportar de nuevo la gestión pública en el sector energético argentino.

Conclusión

Una expropiación (mal) calculada

Junto a los desincentivos relacionados con la regulación de precios, tarifas y exportaciones, Argentina venía dando otros pasos preocupantes en los últimos meses. Los gobernadores, a instancias de la presidente Fernández, iniciaron la revocación de concesiones, en su mayor parte a Repsol-YPF (algunos de sus mayores campos), pero también a Petrobras y a la chilena ENAP. En febrero arreciaron los rumores sobre la inminente nacionalización de YPF, y su expropiación final constituye sin duda un paso cualitativo de difícil retorno en el deterioro institucional del país y en su respeto por los derechos de propiedad. La expropiación de la principal compañía del país y su primer contribuyente manda una señal más clara a los inversores que cualquier descenso en los rankings internacionales. Las primeras señales emitidas por el gobierno argentino sobre la indemnización a Repsol empeoran si cabe esa percepción.

La presidente Fernández ha alegado que el declive de las reservas de hidrocarburos del país y el aumento de las importaciones de gas se debe a la falta de inversión de Repsol-YPF. Esa acusación implica una negativa a asumir las propias responsabilidades de una política energética fallida, y además no se sostiene. Entre 1999 y 2011 Repsol-YPF triplico sus inversiones, de unos 1.000 a 3.000 millones de dólares anuales. Sus tasas de incorporación de reservas de gas y petróleo fueron superiores a las de las restantes compañías. Su producción de petróleo (35% del total) viene declinando a tasas similares a las del conjunto del país, conforme se van agotando los campos maduros, y hay operadores con tasas de declive muy superiores. De hecho, YPF ha sido uno de los pocos productores que han aumentado sus reservas de crudo en los últimos años. Respecto al gas natural, el declive de la producción de YPF ha sido menor que la de otros operadores, y sus reservas también se han reducido en menor medida. Por aportar sólo una estadística, YPF contaba en 2011 con 553 pozos perforados, sobre un total de 1.297 en el país; de ellos, 15 eran pozos de exploración de petróleo (sobre 46) y 24 de exploración avanzada (sobre 55).[2]

El elemento crucial de la expropiación parece haber sido el descubrimiento del yacimiento de Vaca Muerta por parte de Repsol-YPF, uno de los mayores yacimientos de gas y petróleo no convencional descubiertos en los últimos años. El dominio de YPF contiene casi 23.000 millones de barriles equivalentes de petróleo de hidrocarburos no convencionales, valorados en cerca de 14.000 millones de dólares. Acusar a una empresa de no invertir para después expropiarla mejor cuando hace un descubrimiento de tal magnitud es un ejercicio de incoherencia económica y oportunismo político. Pero sobre todo constituye el error definitivo. Paradójicamente, o quizá no tanto, Vaca Muerta puede dar la puntilla a las esperanzas de reforma de la política energética argentina con criterios de optimalidad económica.

Este cortoplacismo de la presidente Fernández y su recurso a la política energética para alcanzar objetivos de otra índole tendrán un claro coste económico en el largo plazo. Será la economía argentina, y con ella sus ciudadanos, la que más se resienta de una política energética al servicio de intereses políticos y no del crecimiento y la competitividad del país. Argentina ya es en la actualidad uno de los países latinoamericanos que menos inversiones extranjeras recibe (apenas el 1,4% del PIB en 2011), siendo uno de los más necesitados al tener dificultades de acceso a los mercados financieros internacionales tras el default de hace una década. La expropiación de YPF envía un claro mensaje a los inversores de todos los sectores económicos acerca de la naturaleza del marco legal imperante en Argentina. Pero esta situación se agrava en la exploración y producción de hidrocarburos.

Los recursos argentinos son, bien campos maduros que precisan de técnicas de recuperación mejorada, bien campos de gas y petróleo no convencional. Ambos requieren grandes inversiones y tecnologías avanzadas con las que Argentina no cuenta. Los pobres resultados de ENARSA hacen que las pretensiones del gobierno de emular el modelo Petrobras no parezcan realistas, pues la comparación no se sostiene. La petrolera brasileña cuenta con participación pública mayoritaria, pero sobre todo es la mayor empresa latinoamericana, opera en todo el mundo y tiene la tecnología para tratar los hidrocarburos no convencionales. Las carencias de fondos y tecnología en el país implicarían recurrir, tarde o temprano, a compañías internacionales y, dado que los recursos no convencionales entrañan mayores costes hundidos que los convencionales, ofrecer garantías legales claras o resignarse a pagar por unos servicios caros y complejos de monitorizar.

Estas consideraciones no las hacen sólo las compañías occidentales, y no sólo ellas padecen el riesgo regulatorio y los obstáculos para aumentar su producción que plantea la (no) política energética del país. Al margen de que pueda ser más o menos complejo políticamente expropiar YPF con argumentos basados en el nacionalismo de los recursos para luego transferirla a otra empresa extranjera, incluso los candidatos (si los hubiere) con menor aversión al riesgo cuidarán las condiciones. Las grandes compañías energéticas están ahora mismo reajustando sus valoraciones de riesgos, pero hay algo que desde la expropiación de YPF nunca obviarán: la certeza de que si descubren recursos importantes en Argentina pueden ser expropiadas sin garantías suficientes de indemnización.

Gonzalo Escribano, director del Programa de Energía, Real Instituto Elcano.

[1] Subsidios al consumo de combustibles fósiles en porcentaje del coste total de abastecimiento. Datos para 2010 de la Agencia Internacional de la Energía, World Energy Outlook 2011, y Fossil Fuel Subsidy Database.

[2] Datos del Instituto Argentino del Petróleo y el Gas.

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