El Grupo Socialista ha presentado en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley destinada a desagraviar a los descendientes actuales de los moriscos expulsados de España hace 400 años, en 1609. Los ponentes precisan que no se trata de ofrecer reparaciones económicas a los herederos de aquellas víctimas por los perjuicios de toda índole que padecieron sus antepasados, sino de un gesto simbólico y moral, algo así como una autocrítica pública del Estado español sobre un error histórico cometido hace cuatro siglos. La iniciativa tiene una apariencia bienintencionada y progresista que, en principio, sólo un cavernario retrógrado podría objetar. ¿No se repara de este modo una injusticia histórica perpetrada por la intolerancia religiosa y el prejuicio racista?
Sin embargo, analizada con la cabeza fría y de cerca, la propuesta, a mi juicio, es precipitada, inútil y, en última instancia, fuente de confusiones múltiples. El pasado histórico debe ser analizado con una perspectiva crítica en las sociedades democráticas, desde luego, pero esa función corresponde a la sociedad abierta en general, a los historiadores, investigadores y científicos independientes, no a los gobiernos ni a los políticos profesionales que carecen de la objetividad, la competencia técnica y viven y obran enfeudados a la lucha política y a la actualidad, pésimas consejeras a la hora de ponderar y explicar los hechos históricos.
Las injusticias del pasado no pueden ni deben ser seleccionadas en función de las necesidades del presente. Lo ocurrido a comienzos del siglo XVII con los moriscos fue bárbaro y brutal, sin duda alguna. ¿Lo fue menos la expulsión de los judíos de España en 1492? Llevaban tantos o acaso más siglos en la Península que aquellos y su desarraigo forzado, decidido por razones políticas y religiosas por los Reyes Católicos, acumuló todos los agravantes posibles: expropiación de sus bienes, maltratos, ser arrojados como perros sarnosos a un exilio incierto y, para muchos, mortal. ¿No merecen sus herederos un desagravio idéntico al de los moriscos? La lista de agraviados por el Estado español a lo largo de su vieja historia podría ser interminable. (Naturalmente, esto vale para todos los Estados, sin una sola excepción).
Los indios de América, por ejemplo. El próximo año comenzarán las celebraciones de los 200 años de la emancipación colonial y nacimiento de las repúblicas hispanoamericanas. La ocasión será propicia para que, encabezada por Evo Morales, quien ya ha tasado las reparaciones que debería pagar España a las "naciones indias" por las atrocidades de los conquistadores en una vertiginosa suma de billones de dólares, haya una verdadera traca, de un confín al otro de América Latina, de vituperios y condenas contra España por parte de politicastros tan oportunistas y demagógicos como el mandatario boliviano. (Se me hace agua la boca anticipando las efusiones fulminantes y las disquisiciones de Filosofía y Moral de la Historia que verterá al respecto el presidente Hugo Chávez en su programa Aló, Presidente). Si lo hace con los moriscos ¿no debería también arrepentirse, disculparse y hacer propósito de enmienda el Estado español con los indios de América?
¿Y qué de los protestantes, esos pobres luteranos, calvinistas, hugonotes, perseguidos como ratas apestosas, encarcelados y hasta quemados por no ser cristianos de buena ley? La primera víctima de la Inquisición en Lima se llamaba Mateo Salado, y, acusado, juzgado, sometido a tormento y condenado por pertenecer a "la maldita y diabólica secta luterana" fue quemado vivo en la Plaza de Armas de la Lima virreinal. ¿Cuántos pobres diablos como él sufrieron padecimientos parecidos por practicar el cristianismo reformado en todo el orbe hispánico? ¿No deberían ser también simbólicamente desagraviados por el Congreso de los Diputados? ¿Y los homosexuales? ¿Y los gitanos? ¿Y los esclavos africanos? ¿Y los brujos y brujas? ¿Y los ateos? Los días y las horas de muchos años no bastarían al Estado español para ponerse de rodillas y pedir perdón a Dios y los vivos por todas las injusticias cometidas por quienes gobernaron a lo largo de su antiquísima historia contra colectividades o individuos diversos. Y lo seguro es que nadie quedaría contento con lo que, por lo demás, no pasaría de ser una pantomima desprovista de contenido y seriedad.
La revisión crítica del pasado no es cometido del poder político sino de historiadores y estudiosos que, situando las ocurrencias del ayer en su contexto debido, y estableciendo las jerarquías y prelaciones indispensables, nos proporcionan las informaciones necesarias para poder juzgar nuestro pasado y nos ayudan a discernir, con un mínimo de objetividad, lo condenable, lo excusable, lo inevitable y lo admirable de los hechos y personajes que lo conforman. Este examen, para ser eficaz, debe ser individual, libre, independiente y plural. De más está recordar que en una sociedad abierta coexisten versiones e interpretaciones muy diversas del devenir histórico. Esa diversidad es la mejor manera de aproximarse y conseguir atrapar a esa escurridiza y protoplasmática materia que es la verdad histórica. Desde luego que semejante aproximación no excluye la crítica; por el contrario, es la única que la hace a la vez posible y justa. En cambio, cuando la verdad histórica es monopolio del poder político, como ocurre en las sociedades totalitarias, aquella posibilidad de llegar a conocer la verdad se eclipsa y torna inalcanzable, pues la reemplazan las mentiras que el dictador y la pandilla gobernante imponen por razones de propaganda, para distraer o para autojustificar sus desafueros.
En un luminoso ensayo titulado El recuerdo de nuestros muertos, Carmen Iglesias explicaba hace algún tiempo por qué no había que confundir memoria e historia y por qué era bueno y sano para una sociedad que los políticos no se entrometieran en el dominio de los historiadores. Desde luego, es imprescindible que los ciudadanos de una sociedad democrática tengan conciencia crítica y conserven vivo el recuerdo de dónde vienen, de lo bueno y lo malo que heredaron, para enfrentar con lucidez y determinación el futuro y no perseverar en el error. Pero el pasado no debe ser manipulado por razones políticas ni convertido en un comodín en el juego de malabares ideológicos en que se torna siempre la lucha por el poder. Estudiarlo, conocerlo e interpretarlo es una tarea intelectual que exige rigor, paciencia, probidad y talento, un esfuerzo sostenido a lo largo del tiempo por generaciones de investigadores de cuyo escrutinio va surgiendo una historia que nunca se está quieta, a la que los descubrimientos y análisis van todo el tiempo enriqueciendo con matices y a veces corrigiendo de manera radical.
Todos los países tienen muchas cosas que reprocharse cuando examinan su pasado. En todos hay una larguísima genealogía de víctimas. Pero semejante lastre no se borra con un decreto ley ni una moción parlamentaria, sino mediante una toma de conciencia de aquella realidad y unas instituciones, un sistema de valores, una cultura y una conducta ciudadana que sean, de por sí, una permanente corrección y superación de ese triste legado.
Ésa es la función de los museos de la memoria. No fomentar el masoquismo que suele producir una forma retorcida de placer a ciertos políticos e ideólogos cuando contemplan los horrores del pasado y tratan de explotarlos en provecho propio, sino educar a las nuevas generaciones de tal modo que todo aquello que abruma y avergüenza a una sociedad en su historia no vuelva a repetirse en el futuro. No hay mejor homenaje a esas víctimas de la intolerancia, el fanatismo, el prejuicio o la mera estupidez, que recordarlas, aprender de ellas e inculcar de este modo a la sociedad la cultura de la tolerancia, el respeto a la diversidad, al pluralismo político, religioso y cultural.
Así como la conducta humana es rara vez rectilínea y unívoca, los hechos históricos, por lo general, cambian de significado y, sobre todo, de matices según el cristal con el que se los mire. Por eso, sólo la perspectiva plural y totalizadora que permitan las sociedades abiertas autoriza un juicio crítico válido. Los matices no son excusas, sino factores que hay que tener en cuenta para entender cabalmente por qué ocurrieron las cosas como ocurrieron y menoscabarlos o prescindir de ellos puede significar a veces seguir matando a los muertos a los que aparentemente se quiere resucitar.
Mario Vargas Llosa. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2009