La extensión de la mentira

Cuando en El proceso su protagonista, K., duda ante las contradicciones del guardián, el sacerdote le replica lapidariamente: «No hay que considerar que todo es verdadero, sólo hay que considerarlo como necesario». Lo cual parece a K. en su fuero interno –y no sin razón– «una sombría opinión». Y acto seguido añade Kafka una de las más desoladoras palabras del siglo XX que anticiparon el final de tantas realidades valiosas: «Y de este modo la mentira se convierte en orden universal».

El descubrimiento de K. es desde luego el fin de la política en su uso mínimamente democrático que siempre implica un «afán de verdad». No es de extrañar que, al poco, la concepción totalitaria anidase en el corazón de Europa y tras los Urales, llegando a ser el propio partido quien fabrique la verdad –esto es, lo tenido por real– hasta el punto de acabar, como decía Hannah Arendt, «mintiendo la verdad misma».

Imaginemos ahora que el ciudadano K. nos visitara como testigo en ese otro proceso de degradación que está sufriendo nuestro país en relación con la mentira y la derrota de la veracidad. Creo que volvería a sentir esa misma «perversión epistemológica» que le oprimía durante el relato kafkiano, al contemplar cómo la mentira –no el error, sino la voluntad de mentir– ha ido tejiendo por los repliegues de nuestra política nacional, autonómica y local las mismas telarañas que carcomían el olmo machadiano. Tanto que al director de este periódico no le ha quedado otro remedio que pedir formalmente una Comisión para la Verdad y la Regeneración. Y a una colaboradora como Elisa de la Nuez, proponer una Comisión Nolan en el Parlamento.

Y es que esta frecuencia tan intensa del mentir en nuestra vida política, ya irrespirable, no significa otra cosa que los dos grandes partidos nacionales han reavivado aquella fórmula que hace años acuñó Julián Marías: «Vivir contra la verdad». En tanto que los partidos nacionalistas parecen desde su origen mismo instalados en ella. Basta atender al caso Bárcenas como al caso ERE Andalucía y la embestida prevista en Cataluña ante el tricentenario de la Diada para hacernos cargo del amplio espectro del engaño, bien por ocultamiento, bien por falsificación y falso testimonio, bien- en la forma más refinada de mendacidad- por determinados «silencios elocuentes».

Hubo dos experiencias previas que catalizaron el descaro de la mentira en que nos hallamos. Una fue la negación de la crisis económica y la campaña electoral de 2007 del PSOE cuyo slogan fue «por el pleno empleo», –lo que era rigurosamente mentira–, y, por otro, la réplica posterior de la campaña del PP en 2011, basada en promesas fiscales y económicas que también se sabían escrupulosamente falsas. Habrá que estudiar un día la formalización metódica y refinada del mentir que ambos comicios supusieron en la historia política española.

Ahora bien, el elemento a mi juicio más novedoso de la exaltación de la mentira en nuestra política ha sido sin duda la abdicación de la veracidad por parte de nuestro partido conservador, como revelan los ejemplos Gürtel-Bárcenas y la campaña del 2011. Para ello hay que tener presente que, por un lado, la mentira propia de nuestro partido socialista tiene su explicación en el concepto de realidad que anima la ideología misma de la izquierda. Su falta de respeto a la verdad viene dada en origen por su discrepancia con el concepto clásico de esta como «adecuación a la realidad». La acción política no será tanto supeditarse a lo real como transformarlo. De ahí su carácter mesiánico y utópico. La verdad no es ya propiedad de la inteligencia sino de la imaginación: la acción política genuina –«verdadera»– consiste, al fin y al cabo, en transformación. Por eso hablaba muy en serio Rodríguez Zapatero cuando declaró siendo presidente que «la verdad no nos hacía libres, sino que la libertad nos hacía verdaderos». La veracidad quedaba desplazaba por la autenticidad y la mentira no era ya una cuestión moral y mucho menos una de las más grandes cuestiones, personal y colectivamente.

Contrariamente a ello, el pensamiento liberal-conservador descansaba a modo de dique en un ajuste a lo real, a lo verdadero en su sentido clásico. La inteligencia política suponía un gran dosis del orteguiano «estar a las cosas», a ras de tierra, donde el mentir no estaba bien considerado.

Precisamente porque en el ámbito de lo irreal todo es posible, incluso la revolución o el aniquilamiento de la democracia, fomentar la irrealidad era ciertamente irresponsable. En cierta manera, ser conservador o liberal es poner un cierto freno a la imaginación, en pro del ser de las cosas. Además, si la realidad se inventa –o se desprecia u oculta– sobreviene en la vida colectiva algo francamente peligroso: la desafección de la democracia, precisamente por «no democrática». Por eso una de las motivaciones centrales del votante clásico de nuestro centroderecha era precisamente ese refugio en la presunta veracidad de su partido frente a la mendacidad más o menos connatural del partido socialista.

Y es a esta tradición a lo que renunció el Partido Popular en el 2011, en una decisión ciertamente histórica. La tentación era bien grande, difícilmente resistible: combatir la entonces vigente impostura del partido socialista con otra campaña igualmente falaz, por grave razón de estado. O dicho con otras palabras: refutar la mentira, mintiendo. Borges diría aquello de terminar con los caníbales comiéndonoslos. Además, ya se había sentado un precedente fatal años atrás con el caso Gürtel que alentaba el camino de lo falso del poema de Parménides. (Y Gürtel, no lo olvidemos, está íntimamente ligado al caso Noos.)

Pero caer en aquella tentación tuvo un precio siniestro: una vez que se ha mentido tan a sabiendas, tan deliberada y fríamente el dios de la mentira –que es tremendamente celoso– te atrapa exigiéndote cada día mayores sacrificios de la verdad. Tanto la actitud del partido ante el juez Ruz –y los casos que se avecinan– como los ocultamientos e imposturas continuas del Ejecutivo no son sino hitos de ese «vivir contra la verdad» de que hablábamos.

Y esta revolución copernicana sucedida en el PP –no atenerse a la verdad, sino crearla– es lo que ha acabado de sumir la vida política nuestra en una situación bien crítica, manca ya de una reserva de lo veraz. Y provocado en un gran número de sus votantes –especialmente en la franja de edad superior a los 60 años– una amarga decepción, como es siempre el despertar de una falsa ilusión. En este caso que «nosotros también mentimos». Pero los despertares de una ilusión son ciertamente crueles como Freud sabía muy bien: especialmente para quienes la hayan inducido, y si no al tiempo, tanto de las elecciones como de los jueces.

En 1931 Ortega impulsó la Agrupación al Servicio de la República. Uno se conformaría hoy –al hilo de la propuesta del director– con que hubiera una Agrupación al Servicio de la Verdad, que seguro no quedaría huérfana de votos. Y no encuentro mejor lema para ella que aquella bella expresión de Camus, ya centenario, de la cual tanto hablaba y vivía: la «verdad transparente».

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.

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