La extinción del antisemitismo

Bernie Sanders, candidato a la Casa Blanca, es judío, y ¿a quién le importa? Nadie lo ha mencionado durante la campaña, a los votantes les es indiferente. No habría ocurrido lo mismo hace una generación; hay que recordar que, de hecho, hasta la década de 1960, los candidatos judíos se enfrentaban en las universidades estadounidenses, a numerus clausus. En Francia, Laurent Fabius, el nuevo presidente del Consejo Constitucional, la más alta instancia jurídica, es de origen judío, pero el hecho ha pasado desapercibido. Y la nueva ministra de Cultura es judía. ¿Habría sido posible imaginar algo así en el país del caso Dreyfus y el mariscal Pétain, el colaborador más entusiasta del nazismo? En España, los descendientes de los judíos expulsados en 1492, si así lo solicitan, pueden recuperar su nacionalidad de origen. Se me objetará, sobre todo en Francia, donde la comunidad judía es originaria en su mayor parte del norte de África, que algunos judíos son víctimas de actos criminales. Estos actos, muy raros, son cometidos por jóvenes árabes que reconstruyen en sus barrios de París o Marsella el conflicto palestino-israelí. Pero no podemos confundir antisionismo y antisemitismo.

El antisionismo se basa en una situación real; los palestinos no son un mito, y sus reivindicaciones tampoco, aunque sean difíciles de satisfacer. El antisemitismo era completamente mítico: el judío no era una persona real, sino una construcción, mística y política. El exterminio de las comunidades judías, que comienza en Francia y Alemania en torno al año 1000, y en la estela de las Cruzadas, empieza casi siempre con una acusación de crimen ritual: un niño cristiano había sido degollado para utilizar su sangre en la elaboración del pan de la Pascua judía. Los últimos pogromos en Rusia, a principios del siglo XX, comienzan también con este mito. Durante mil años, en Occidente, el judío fue el chivo expiatorio de referencia que explicaba las malas cosechas, las crisis económicas, la quiebra de los bancos. Durante mil años, los judíos, supuestamente todos ricos, mientras que prácticamente todos vivían en la miseria, fueron expulsados, masacrados, despojados de todo lo que no poseían. Y el antisemitismo ordinario se basa en la acusación de «deicidio», hasta que el Concilio Vaticano II elimina esta referencia del oficio de Pascua. Este carácter mítico del antisemitismo está demostrado por la falta de relación entre el número de judíos y la virulencia del antisemitismo: cuando estalla el caso Dreyfus en Francia no llegan a 60.000 y ocupan un lugar mediocre en la sociedad. El mismo Dreyfus no es más que un modesto coronel. Cuando Hitler llega al poder en 1933, en Alemania no hay más de 100.000 judíos. En Polonia, donde aún hoy subsiste una modesta corriente antisemita con radio y periódicos, los judíos han desaparecido: el judío no es necesario para el antisemitismo.

Una nueva objeción que se oye en Francia, retomada por la prensa neoyorquina al acecho, es que cada año supuestamente emigran 7.000 judíos franceses, prueba de que en Francia la vida de un judío es insostenible. Pero esta cifra, aproximadamente el 1 por ciento de la población judía, es engañosa, porque mezcla los exiliados económicos –que no son solo judíos– con los que, por razones religiosas, desean continuar su vida en Israel.

Rindámonos a la evidencia: el judío ya no es el chivo expiatorio y apenas se diferencia de la población no judía. ¿Es porque los judíos se han integrado? Esto no es una explicación, porque los judíos siempre han dado muestras de un patriotismo asombroso dondequiera que estuvieran exiliados: en 1914, mis antepasados, judíos austriacos, luchaban en el Ejército austriaco y mis ancestros rusos en el Ejército del zar. Aún no tenía antepasados franceses, pero nadie duda que, como Dreyfus, se habrían apresurado a acudir al frente. No son los judíos los que han cambiado, sino la sociedad occidental. El descubrimiento de la Shoah (el Holocausto) en 1945, desde luego, demostró para siempre que el antisemitismo era diabólico, pero no es la única explicación del final del antisemitismo. Por otra parte, persistió en Polonia, en la Rusia estalinista y en Francia, en el periodo inmediato a la posguerra; fui testigo de ello, pues algunos de mis profesores del instituto eran antisemitas. Yo, más bien, remontaría el fin del antisemitismo al proceso Eichmann, en 1961, que demuestra la mediocridad de esta ideología. Esta «banalidad del mal», según la filósofa Hannah Arendt, hace que, después de este proceso, ningún burócrata («soy un burócrata que obedecía órdenes», se defiende Eichmann), ni ningún intelectual pueda llamarse antisemita. En Europa, el antisemitismo, que entre los intelectuales cristianos de la derecha y los anticapitalistas de la izquierda era una postura elegante, se convierte después de Eichmann en algo grotesco. A esto le siguió el ya citado Vaticano II en 1962, cuya influencia sigue siendo fundamental: la Iglesia se convirtió sinceramente en filosemita.

A aquellos que en Francia, Bélgica y Holanda me consideran demasiado optimista, debido a los atentados que mezclan antisemitismo a la vieja usanza y antisionismo contemporáneo, les replico que en 1940 la Policía francesa deportó a mi familia, pero ahora la protege. Para concluir en un tono menos optimista, es obligado admitir que, al parecer, las naciones no pueden prescindir de un chivo expiatorio. ¿No ha sustituido el árabe al judío en este trágico papel? Es factible, y nos invita a luchar contra la islamofobia sin esperar una Shoah o un caso Dreyfus. No me olvido del «radicalismo islámico», pero eso es otro asunto completamente distinto.

Guy Sorman

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