En la campaña de las elecciones de 1980, que le llevaron a la presidencia, Ronald Reagan dijo: "La economía de Estados Unidos no funciona porque los ricos no son suficientemente ricos y los pobres no son suficientemente pobres". Esta desnuda afirmación era la traducción política de unas doctrinas económicas que años antes la Escuela de Chicago y otros economistas habían puesto en circulación.
Treinta años después, la publicación del autocrítico informe del FMI sobre las políticas económicas vigentes en los primeros años del siglo XXI es una invitación directa para analizar cuál ha sido la traducción a la española de unas formas de hacer que algunos llaman el consenso de Washington. La invitación se hace más directa cuando, sin obviar que esos años dirigía el Fondo Monetario Internacional quien había sido ministro de Economía de los Gobiernos de Aznar, se oye al señor Rajoy proclamar que el PP, con "rumbo claro", es capaz de sacar a España de crisis como la de 1996. ¿Dónde está la claridad? A diferencia de Reagan, nadie sabe qué se propone hacer el PP, en caso de ganar. Si lo que insinúa es repetir las políticas de los entornos de 2000, Dios nos libre.
Urge, pues, en esta tesitura, ver cuáles fueron los parámetros centrales que impuso desde 1996 la derecha española en su vuelta al poder en democracia, "sin complejos", una vez olvidado su pasado non sancto. Tarea tanto más urgente cuanto que los bustos parlantes encargados de repetir eslóganes que nos aburren en los telediarios, no cesan de decir que el Partido Popular es la solución a la crisis económica. Introducen una ecuación según la cual Gobierno del PP sería sinónimo de prosperidad. Se pide el voto no ya criticando el quehacer del Gobierno en la gestión de la crisis, sino proclamando una vuelta a las políticas de finales de los noventa, que son justamente las que han metido a España en la penosa crisis económica que soportamos.
El marco conceptual más explicativo fue el abandono por el PP de las pautas de la derecha continental europea para echarse en manos del mundo conservador anglosajón. Al Partido Popular de Aznar la derecha republicana francesa y la democracia cristiana alemana no le gustaban. Son de otra cadena genética. Nada de capitalismo "renano". Y, menos aún, nada que huela a Revolución Francesa.
El Partido Popular apostaba por el liberalismo conservadorde las zonas más duras del Partido Republicano norteamericano. Aquellas donde converge el liberalismo extremo con el fundamentalismo religioso. Eran las épocas en que Rumsfeld hablaba de la vieja Europa, y Robert Kagan escribía sobre una despreciable Europa "kantiana". La inolvidable foto de las Azores no fue solo una foto político-militar. Era también una foto socio-económica.
En ese marco no sorprenden los parámetros económicos que se impusieron. El primero fue el abandono del capitalismo industrial para echarse en manos del capitalismo financiero. Desde 1996, la industria comenzó a perder peso en el PIB español, como también lo hizo en Estados Unidos o Reino Unido. La industria es lenta, trabajosa, rinde muy tasadamente y depende demasiado de los obreros. Menudos líos tenía González con la reconversión industrial. Los "amos del universo", en expresión de Tom Wolfe, se movían mejor en la especulación financiera. Nada más lucrativo que una burbuja. Ya en la crisis de las punto.com se apuntaron maneras. Con Terra y las stock options muchos hicieron su agosto, y otros muchos perdieron su patrimonio.
Segundo, como sustituto de la industria, la construcción. Desde 1997, el peso de la construcción en el PIB inició su camino ascendente. La construcción permite aunar en un pack la ganancia rápida del pelotazo con la extensión del "capitalismo popular" a crédito propugnado por Margaret Thatcher. Un mundo ideal para la burbuja. Todos con sensación de más riqueza a base de endeudamiento. Este territorio, al depender de regulaciones y leyes, es un predio especialmente querido por una parte de la derecha patria experta, desde hace siglos, en la sinecura y la prebenda. Tras liberalizar a fondo el uso del suelo con la ley de 1998, acompañamos al Reino Unido, Estados Unidos e Irlanda en una burbuja inmobiliaria financiada con capital exterior. Dinero no faltaba. Greenspan y Trichet, desoyendo a su antecesor McChesney Martin, y cada uno por sus motivos, servían el ponche para que la fiesta continuara. Salir de la trampa sin moneda propia que devaluar exige ahora una devaluación interna, duros ajustes de rentas donde los paganos no siempre coinciden con los otrora beneficiarios.
Tercero, ligado a los dos parámetros anteriores, un inevitable y galopante déficit por cuenta corriente. Si todos somos más ricos y no producimos para ello, alguien nos lo está prestando. Las casas no se exportan. También en esto hemos acompañado, con creces porque les hemos doblado, los déficits en las balanzas por cuenta corriente de Estados Unidos y Reino Unido. Los tres países han vivido consumiendo por encima de sus posibilidades hasta que han comenzado a llegar las facturas. Facturas generadas mayoritariamente en los sectores privados de la economía, que ahora se pasan al sector público, cuando el déficit por cuenta corriente se traduce en déficit público.
Cuarto, en esta situación, los servicios de bajo valor añadido ligados al consumo se han multiplicado, efectuando, junto con la construcción, un fuerte efecto llamada sobre la inmigración y sobre la propia juventud española, que teniendo trabajo de baja cualificación al alcance de la mano y bien pagado, abandonaba su formación. Mucho empleo, sí; pero con una productividad en claro retroceso y con la competitividad de la economía española a la baja. Ahora, ambos contingentes, emigrantes y jóvenes con poca cualificación, son el núcleo del paro insoportable que registra nuestra economía. Entre ambos, y enfrentándolos, se desliza a menudo un discurso del PP que, a ratos, roza la xenofobia.
Quinto, España fue derivando hacia un modelo de sociedad a crédito, más desigual internamente y menos consistente externamente. Nos hemos endeudado hasta las cejas y, aunque este endeudamiento en los sectores privados ha computado como inversión, en realidad no lo era. Era vivienda, y a través de la vivienda, mayoritariamente consumo. Como toda burbuja, la nuestra también ha afectado al sistema financiero y, en especial, a las cajas de ahorro. Felizmente, las prácticas incorporadas a la banca española durante el "felipismo" nos han librado de lo peor. No obstante, la factura ya está a la vista.
Ciertamente, a lomos de este modelo, el Gobierno socialista ha cabalgado durante demasiado tiempo. En su descargo caben al menos varias cosas. Una, siempre dijo que era un mal modelo de crecimiento y apostó por la economía productiva cargada de I+D+i. Dos, aprovechó la alta recaudación para poner las cuentas públicas en superávit. Tres, cambió la Ley de Suelo del PP buscando, entre otras cosas, detener la marea constructora. Cuatro, redistribuyó mejor la renta y apoyó la inversión productiva. Cinco, está por llegar un Gobierno capaz de pinchar una burbuja evolucionada si, además, no dispone de política monetaria propia. Y seis, una vez desatada la crisis, tras reaccionar con medidas clásicas de activación de la demanda, como todos, vista la profundidad de la crisis y la limitación estructural de pertenecer al euro, ha afrontado un duro ajuste de rentas con el único objetivo del interés nacional.
Aunque mejor sería el consenso, no deja de ser normal que estas medidas sean objeto de discusión política.
Lo que constituye un sarcasmo es que, quienes incubaron y desarrollaron un nefasto modelo económico, intenten endosar la totalidad de la factura al Gobierno socialista reclamando para sí la falsa prosperidad que lo acompañó. Fueron aquellos polvos los que han traído estos lodos.
Justo Zambrana, economista.