La falacia de la geoingeniería

Mientras el mundo lucha para controlar las emisiones de gases de efecto invernadero y limitar el calentamiento global, una nueva solución tecnológica presuntamente infalible gana partidarios. Se habla de la geoingeniería (la manipulación a gran escala de los sistemas naturales de la Tierra) como forma de contrarrestar los efectos negativos del cambio climático.

Los proponentes de esta ciencia alimentan la ilusión de que existe una solución técnica a la crisis climática, que permitirá cumplir los objetivos del acuerdo de París de 2015 y a la vez mantener un estilo de vida de alto consumo.

Pero esta solución no es tan sencilla como quieren hacernos creer sus proponentes. Apostar a la ingeniería climática (como póliza de seguro planetaria o como última medida desesperada para combatir el aumento de temperaturas) no sólo es arriesgado, sino que desvía la atención de la única solución que sabemos que funciona: reducir las emisiones de carbono.

Cada una de las tecnologías que se discuten conlleva riesgos e incertidumbres. Por ejemplo, el único modo de probar la eficacia de la gestión de la radiación solar (SRM por la sigla en inglés) a escala planetaria sería mediante experimentos en el medioambiente, con inyección de partículas en la estratósfera o modificación artificial de las nubes. Esas mismas pruebas, diseñadas para determinar si la reflexión de luz solar mediante SRM bastará para enfriar el planeta, pueden causar daños irreversibles. Los modelos actuales predicen que la SRM alterará los patrones de lluvia globales, dañará la capa de ozono y pondrá en riesgo los medios de vida de millones de personas.

Además de los riesgos ecológicos, los críticos advierten que, una vez llevada a escala planetaria, la SRM puede convertirse en un arma poderosa que daría a estados, corporaciones o individuos capacidad para manipular el clima con fines estratégicos (una idea irresistible incluso para Hollywood). Pero la crítica más importante puede ser política: en un mundo donde el multilateralismo está en duda, ¿quién gobernaría esas intervenciones ecológicas globales?

El otro gran grupo de tecnologías de ingeniería climática en discusión, la eliminación de dióxido de carbono (CDR), plantea dudas similares. Sus partidarios proponen eliminar el CO2 de la atmósfera y almacenarlo bajo tierra o en los océanos. Algunas técnicas de CDR ya están prohibidas, por el temor a sus posibles consecuencias ambientales. Por ejemplo, la fertilización de los océanos para estimular la producción de plancton que extraiga el carbono se prohibió en 2008 por el Protocolo de Londres sobre la contaminación de los mares, cuyos firmantes temieron el daño potencial a la vida marina.

Pero otras técnicas de CDR están ganando partidarios. Una de las más debatidas propone el uso conjunto de biomasa y técnicas de captura y almacenamiento de carbono (CCS). La idea del método, denominado “bioenergía con CCS” (BECCS), es combinar la capacidad de absorción de CO2 de las plantas de crecimiento veloz con métodos de almacenamiento subterráneo de CO2, y se sostiene que en la práctica generaría emisiones “negativas”.

Pero (como con las otras soluciones ingenieriles), la promesa es demasiado buena para ser cierta. Por ejemplo, el funcionamiento de los sistemas BECCS demandaría cantidades ingentes de energía, agua y fertilizantes, y es probable que su efecto en el uso de la tierra lleve a pérdida de especies terrestres y estimule la competencia por terrenos y el desplazamiento de poblaciones locales. Según algunas proyecciones, puede incluso ocurrir que las actividades de desmonte y construcción relacionadas con estos proyectos lleven a un aumento neto de emisiones de gases de efecto invernadero, al menos en el corto plazo.

Está también la cuestión de la escala. Para que la tecnología BECCS alcance los límites a las emisiones fijados por el acuerdo de París, se necesitarían entre 430 millones y 580 millones de hectáreas de tierra para cultivar la vegetación requerida. Eso es nada menos que la tercera parte de la superficie arable de la Tierra.

En pocas palabras: hay formas más seguras (y probadas) de retirar CO2 de la atmósfera. En vez de crear “granjas” de fijación de CO2 artificiales, los gobiernos deben concentrarse en proteger los ecosistemas naturales que ya existen y dar tiempo a los degradados para recuperarse. Las pluviselvas, los océanos y las turberas tienen una inmensa capacidad de almacenamiento de CO2, y no requieren manipulaciones tecnológicas inciertas.

Quienes promueven el uso de tecnologías no probadas como cura de todos los males del cambio climático hacen creer al mundo que se enfrenta a una elección tajante: o la geoingeniería o el desastre. Pero esto no es inocente. Detrás de los llamados al uso de la geoingeniería hay preferencias políticas, no la necesidad científica o ecológica.

Por desgracia, los debates actuales sobre la ingeniería climática no son democráticos, y están dominados por cosmovisiones tecnocráticas, perspectivas de la ingeniería y las ciencias naturales, y los intereses de las industrias de los combustibles fósiles. Es preciso dar a los países en desarrollo, los pueblos indígenas y las comunidades locales una voz prominente, para que todos los riesgos se analicen plenamente antes de probar o implementar tecnologías de geoingeniería.

¿Cómo debería ser el debate sobre geoingeniería?

Para empezar, debemos reconsiderar los modelos de gobernanza actuales. En 2010, los firmantes del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) de la ONU acordaron una moratoria internacional de facto a la geoingeniería climática. Pero hoy que poderosos defensores de estas tecnologías presionan tanto para sacarlas del laboratorio, ya no bastan restricciones informales. El mundo necesita con urgencia un debate honesto sobre la investigación, la implementación y la gobernanza de estas tecnologías, algo para lo que la CDB y el Protocolo de Londres son puntos de partida esenciales.

Algunas de las tecnologías que hay que someter a escrutinio riguroso son los proyectos de CDR que amenazan las tierras indígenas, la seguridad alimentaria y la disponibilidad de agua. Esos esquemas tecnológicos a gran escala deben regularse adecuadamente para garantizar que las soluciones al cambio climático no atenten contra el desarrollo sostenible o los derechos humanos.

Además, la prueba a cielo abierto o implementación de tecnologías SRM tiene potencial de dañar los derechos humanos, la democracia y la paz internacional, por lo que corresponde su total prohibición, bajo supervisión de un mecanismo de gobernanza global multilateral sólido y confiable.

Todavía no hay soluciones infalibles para el cambio climático. Y mientras las tecnologías de geoingeniería son casi todas meros proyectos, ya existen opciones de mitigación comprobadas que pueden y deben implementarse decididamente, por ejemplo, las energías renovables, el abandono de los combustibles fósiles (incluido el retiro anticipado de la infraestructura de combustibles fósiles actual), la extensión de la agricultura agroecológica sostenible y una mayor atención al uso de recursos y energía en la economía.

No podemos darnos el lujo de apostar con el futuro del planeta. Con un debate serio sobre formas ecológicamente sostenibles y socialmente justas de proteger el clima de la Tierra, no habrá necesidad de correr el albur de la geoingeniería.

Barbara Unmüßig is President of the Heinrich Böll Foundation. Traducción: Esteban Flamini.

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