La falacia de la ley de la eutanasia

Cuando en febrero estábamos asistiendo con alborozo y alegría, en algunos sectores de nuestro país, a la aprobación en el Congreso del primer trámite de la ley orgánica sobre la eutanasia, la Covid-19 cambió abruptamente este debate y nos colocó en otro lugar. La experiencia traumática vivida, con tantas y tantas personas muertas, tantos mayores en las residencias, está transformando la sensibilidad social hacia otro paradigma. ¡Qué lejos quedan ahora aquellas proclamas en las que se enarbolaba el principio de autonomía, la libre elección de la propia muerte! El coronavirus ha dejado todo en silencio, ha arrasado sobre todo con aquellas vidas más vulnerables. Y si algo nos ha traído esta pandemia es precisamente la necesidad y la urgencia de una sociedad del cuidado que se haga cargo de la tremenda vulnerabilidad de la condición humana, de la necesidad de incorporar precisamente a los mayores a la agenda pública política desde otro lugar, desde otra reivindicación mucho más humana, que nos haga reciprocidad, solidaridad e inclusión.

Pero los trámites parlamentarios siguen su curso y, precisamente, en este momento, se está debatiendo el proyecto de ley sobre la eutanasia presentada por el Grupo Socialista, con enmiendas a la totalidad del PP y Vox. Sin embargo, ahora mismo no hay debate en los medios, hay cuestiones más importantes y urgentes en nuestro país. Y es normal; nuestra sociedad va tan rápida que lo que ayer ocupaba todo el ámbito público hoy ni se menciona en los principales medios. Pero lo que se está a punto de aprobar en nuestro Parlamento es de gran calado para la concepción de la dignidad de la persona humana y de la sociedad en la que se inserta.

En los países más avanzados de Europa se rechaza de frente, véase Francia, Alemania e Italia. Sólo está aprobada en los llamados antiguamente países del Benelux –Holanda, Bélgica y Luxemburgo–, cuyas sociedades, por otra parte, presentan unas peculiaridades muy diferentes a la nuestra (distinta tradición, diferente comprensión de las relaciones familiares, sociales, laborales, etcétera) y el proceso de despenalización ha durado décadas.

El principal motivo de su aprobación ha sido que en nuestro país hay una demanda social. Sorprende este argumento. La eutanasia sólo ha salido a la esfera pública por casos concretos, muy dramáticos y tremendos, que a todos nos han conmovido. ¿Dónde están los estudios que avalen ese clamor social a favor de la eutanasia? No hay sentencias sobre la eutanasia, ni se ha realizado ningún informe estadístico sobre cómo se muere en España, ni en qué situaciones, ni tampoco sobre la opinión de los colectivos afectados. En las encuestas del CIS no aparece la eutanasia como un problema que preocupe a la sociedad española. Y los datos que nos ofrece Metroscopia de 2017 indican que un 84% de los españoles están a favor de la eutanasia, pero lo que se pregunta no es tanto si el ciudadano quiere que le practiquen la eutanasia directamente cuanto el hecho de que se le ayude a morir en circunstancias dignas, sin dolor, con cuidados paliativos, acompañado y, a ser posible, en su domicilio, algo que entra dentro de la legalidad vigente.

Tampoco se ha consultado de un modo global a los profesionales sanitarios, cuando son ellos los que deberán aplicarla, ni tampoco a los equipos de paliativos, ni siquiera al Comité de Bioética de España, que tiene precisamente la misión de informar sobre cuestiones éticas y jurídicas que se plantean en la biomedicina. Y estas ausencias traen una intencionalidad clara. Tanto es así que el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos de España, en la Declaración de Melilla de 2018, se posicionó claramente en contra de la eutanasia y de la ayuda al suicidio, solicitando una iniciativa legislativa integral de los derechos y garantías del paciente en el proceso de morir, y, en concreto, el acceso a la sedación.

Lo más grave de esta ley (que, por cierto, en su articulado no nombra la eutanasia ni una sola vez, la sustituye por ayuda a morir) es la ampliación a otros casos que no son enfermos terminales, sino a pacientes con «enfermedad grave, crónica, invalidante y que cause sufrimiento físico o psíquico intolerables». Se está abriendo un inmenso abanico de situaciones, difíciles de determinar, sobre todo, cuando incluye el sufrimiento psíquico. ¿Dónde fijar los límites? ¿Es capaz para decidir quién padece una depresión? Aprendamos del problema que tiene ahora Países Bajos: el 0,18 % de los mayores de 55 años están solicitando al Gobierno la ampliación de la ley de la eutanasia por no querer vivir, porque padecen problemas de salud, soledad y financieros. Y es que lo que comenzó sólo para enfermos terminales, en ese país se ha extendido a personas con depresión, a enfermos mentales (sic), incluso a menores de 12 a 16 años con graves padecimientos, con consentimiento de sus padres, y la novedad introducida por el Protocolo de Gröningen en 2005, «para los bebés con un pronóstico de calidad de vida muy pobre asociado a un sufrimiento continuo y sin esperanza de mejoría, con el consentimiento de los padres».

Por otro lado, de acuerdo con la proposición de ley, el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud será el encargado de elaborar tanto el Manual de buenas prácticas para orientar la puesta en práctica de la ley, como los protocolos de actuación para evaluar la situación de incapacidad de hecho de la persona. No deja de sorprender la función de este organismo en cuestiones como la determinación de la capacidad de una persona, o el que tenga que elaborar unas indicaciones de buenas prácticas, al margen del control del Parlamento, que, tratándose de una ley orgánica es donde tendrían que haberse incluido estos extremos de importancia suma. Que el Sistema Nacional de Salud se organice para que la eutanasia sea una prestación de la cartera de servicios, constituye un excesivo poder otorgado al Estado, un poder que no le compete.

Una de las cuestiones más discutibles es que instituye un derecho. ¿Estamos ante un derecho? Es evidente que se crean nuevos derechos y así lo muestran las distintas generaciones de derechos, desde los primeros derechos civiles y políticos hasta los actuales derechos de protección del medio ambiente. Ahora bien, no todo es susceptible de ser derecho, al igual que no todos pueden ser titulares de derechos, como la creada Dirección General de los derechos de los animales (mucho mejor hubiera sido bienestar animal), porque este debate es todavía muy abierto y utilizar la palabra derechos diluye la diferencia sustancial de la persona respecto al resto de los seres vivos. Tomemos, pues, el nombre del Derecho en serio, parafraseando el título del libro Los derechos en serio del famoso filósofo del Derecho, Ronald Dworkin. El Derecho es más que una suma de mayorías, aunque sean cualificadas.

Desde la Segunda Guerra Mundial y la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), el Derecho se ha considerado unido a la moral en lo que se refiere a la protección y garantía de la dignidad humana, valor transversal a los derechos. A la vez, es cierto que no existen derechos absolutos; es más, cuando hay un conflicto entre derechos básicos de primer orden, hay que realizar un juicio preferencial. Y es que la eutanasia constituye una excepción válida al principio general de protección y garantía del derecho a la vida, pero no es un derecho civil de la ciudadanía. Esto desvirtúa en sí mismo lo que es el derecho como un bien, un factor de cohesión de libertades y de generación de posibilidades de vida mejor para la sociedad. Como muy bien estableció nuestro Tribunal Constitucional en las sentencias 120/1990 y 137/1990, con ocasión de la huelga de hambre de los presos del Grapo, el derecho a la propia muerte es un agere licere, un libre actuar, no un derecho subjetivo que implique la posibilidad de movilizar el apoyo del poder público para llevarlo a cabo.

Por último, sólo me cabe apelar a que los responsables últimos de las instituciones, en este caso del Parlamento de nuestro país, deben hacerse cargo de las situaciones que regulan, conocer a fondo el contexto real, escuchar a todos para configurar, como diría el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, una democracia deliberativa de calidad, teniendo en cuenta la sensibilidad y pluralidad que la sociedad ha mostrado desde un inicio en este debate. Y esto no se ha hecho. Al tiempo, deben reflexionar sobre las consecuencias de sus decisiones para el futuro. Lo que se establece por ley tiene una incidencia directa en la conciencia personal y social. Remover los cimientos y los valores que sustentan el ordenamiento jurídico y la conciencia social es peligroso, puede abocarnos a una falta de profundidad, de sensibilidad ante la realidad; a la postre, de nihilismo como ya vaticinara Nietzsche de nuestra época. De ahí que seamos llamados a una reflexión serena que nos empuje a afrontar el sufrimiento, la enfermedad y el final de la vida en un diálogo responsable y claro, apelando al deber ético y de justicia social de todos/as.

Ana Mª Marcos del Cano es catedrática de Filosofía del Derecho de la UNED. Editora de los libros Y de nuevo la eutanasia. Una mirada nacional e internacional (Dykinson, 2019) y En tiempos de vulnerabilidad. Una reflexión desde los derechos humanos (Dykinson, 2020).

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