La falacia de las «Deudas Históricas»

La historia está mas viva que nunca. Pero no en la primera acepción literal y rigurosa del Diccionario de la Real Academia Española, «narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria», sino desafortunadamente en la octava, «mentira o pretexto». La confusión interesada entre la «Historia» con mayúscula y ciertas «historias», que según la séptima acepción son «narraciones inventadas», constituye una preocupante circunstancia de la actualidad. En esa supuesta identificación entre la Historia y las «historias», encuentra la avanzadilla del populismo una poderosa herramienta de corrosión institucional. Una vez fabricado un pasado a medida, cuya función es dar pábulo al resentimiento y desarmar los consensos cívicos e intergeneracionales, lo siguiente que hacen para dominar una sociedad es inventarse un lenguaje y hacerlo monocorde. Por eso les preocupa tanto el dominio total de los medios de comunicación. En su memorable libro «LTI. La lengua del Tercer Reich», el superviviente de la Alemania nazi Víctor Klemperer, de profesión filólogo, muestra la fanfarronería superlativa y empobrecedora usada para fundamentar su totalitarismo. Todo el entramado político nazi está levantado con palabras, antiguas y modernas, que son forzadas, escarnecidas, vilipendiadas. La visión del pasado se tiñe de un designio mítico, del que infieren una supuesta superioridad aria. Como nada es ingenuo, de ella deducen la existencia de «deudas históricas». Son puras justificaciones para la agresión y, muy poco después, genocidio y holocausto. Todos les deben algo y al que se oponga, le espera el martirio. Algo habrá en la actualidad europea y global que anda muy desajustado cuando este concepto arbitrario y peligroso sale de nuevo a relucir.

La falacia de las «Deudas Históricas»El ejemplo más reciente, con el Gobierno griego exigiendo supuestas reparaciones de la segunda guerra mundial a la Alemania actual, ofrece un caso «de manual». ¿Es que no hubo colaboracionistas griegos con los invasores nazis? ¿No existieron batallones de seguridad y reclutamiento para las SS entre los griegos? ¿A estos y sus descendientes, dónde se les manda la factura? Más allá de los terribles crímenes contra la Humanidad cometidos por los nazis en suelo griego, conviene dejar el pasado donde está, bien enterrado. No vaya a ser que, como en el caso de la llamada «memoria histórica», descubramos que no hay historias integrales de buenos (los nuestros) y malos (los demás), sino tristes y demasiado humanas noticias para todos. Hace falta humildad y –por qué no decirlo– mucha compasión. La Alemania actual es tan culpable de las barbaridades y crímenes de los nazis como la Grecia actual de las guerras médicas, sostenidas cinco siglos antes de Cristo entre las polis encabezadas por Atenas y el imperio persa. Porque si creemos de verdad que esta manipulación espúrea de la Historia tiene algún sentido, tendríamos que dedicarnos todos a cobrar los recibos del pasado. Los romanos –perdón, los italianos actuales– deberían mandar un cheque a Numancia, junto a Soria, por los desmanes cometidos en 133 a. C. contra sus moradores por las legiones romanas, encabezadas por Escipión «el africano». Por cierto, desde Túnez (o sea, Cartago) vino Aníbal, que dejó Sagunto arrasada en el 218 a. C., de modo que la bella localidad valenciana debería reclamar «lo suyo».

Precisamente en África, continente que por muchos siglos fue vivero (no único) de la esclavitud, se originó un interesante debate historiográfico sobre las «deudas históricas» que corresponderían a las potencias coloniales europeas, tras las independencias acontecidas en los años cincuenta y sesenta del siglo XX. Así, se pudo determinar con precisión (a base de trabajo en archivos y bibliotecas, que es como se hace historia) que la sobrecogedora trata de esclavos en el Atlántico, gestionada por portugueses, genoveses y británicos (estos los más eficientes), fue solo una parte de la esclavitud. De la intraafricana y la que tuvo por destino Arabia y el cercano oriente musulmán, se habla bastante menos. Será porque al gran cineasta de Hollywood Steven Spielberg, que en la reciente «Lincoln» nos dejó un fascinante panfleto de nacionalismo estadounidense, no le ha interesado. Si nos aproximamos además al «hecho colonial», el contexto historiográfico se complica, pues se supone que todos los imperios son culpables y sus «herederos forzosos» deben pasar por caja. Sin embargo, ¿cómo explicamos que el Raj, el imperio británico en la India, durara casi dos siglos, si los británicos no llegaban a cien mil en un subcontinente habitado por centenares de millones de personas? ¿De qué manera justificamos que el imperio español durara tres siglos –en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, casi cuatro–, si en 1800 los españoles peninsulares eran menos del 2% de la población y el ejército permanente no llegaba a 15.000 soldados, desde San Francisco en California hasta la Patagonia? ¿Podría ser –con perdón– que en aquellos imperios no se viviera tan mal y por eso duraron? Entre los revisionistas de la historia global, aficionados a los contrafactuales, ¿qué hubiera pasado si…?, se trata de una «cuestión palpitante».

En el caso de que se asuma que las pasadas masacres imperiales implican un reconocimiento de culpa y por lo tanto ameritan una indemnización, ¿cuánto deberían abonar algunos territorios ayer colonizados por lo contrario, la capacidad instalada, infraestructuras, idiomas globales como inglés y español, religión y mejora de la gastronomía? Como el esquema retributivo se podría extender hasta el infinito (en Occidente, se supone que llegaríamos a Adán y Eva), se hace preciso rechazar estas falacias y recuperar un sentido histórico crítico. La historia, cuya función cívica se relaciona con la exhibición de las opciones de libertad de los seres humanos en el pasado y por tanto en el presente, muestra que solo los totalitarismos asumen que existen culpas colectivas. Stalin hizo de este principio base de sus innumerables crímenes de Estado y no solo exterminó a sus oponentes políticos reales y supuestos, sino que asesinó y persiguió a sus familias. No existen «deudas históricas» de grupos sociales, sino individuos que han cometido crímenes y deber ser perseguidos, si es el caso hasta el final de sus días, según un debido proceso.

En 1968, la ONU estableció una convención por la cual crímenes de guerra y de lesa humanidad se declararon imprescriptibles. Por tanto, que determinadas personas asuman en nombre de sus principios morales individuales culpas «colectivas», constituye asunto privado. Katrin Himmler, autora de «Los hermanos Himmler, biografía de una familia alemana», considera que su tío abuelo Heinrich fue el «asesino del siglo». Señala que la abrumaba una «culpabilidad difusa» y no duda en afirmar: «No soy una historiadora profesional, así que tenía que ser una historia de familia». Otros Himmler no comparten sus puntos de vista. Sin duda, a su manera, existe un enorme valor personal en lo que hizo. Pero ello no cambia los términos del debate historiográfico. Por mucho nacionalismo romántico que se evoque, aunque se haga una deliberada y fraudulenta adulteración de fuentes y evidencias, la historia responde a una aproximación moral a la verdad. Del mismo modo que, en nombre de la civilización, hemos logrado pagar impuestos no como grupos sino como individuos, no se pueden adulterar las fuentes por conveniencia política. Las urgencias del presente no justifican en modo alguno la manipulación tendenciosa del pasado. La delgada línea roja entre un «pasado a la carta» y la evidencia crítica constituye el basamento de la democracia.

Manuel Lucena Giraldo, historiador e investigador del CSIC.

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