La falsa solución del cuatro por ciento

Hace ya tiempo que hay preocupación por que los bancos centrales se “hayan quedado sin balas”. Al haber bajado sus tipos de interés oficiales hasta casi cero, han adoptado medidas cada vez más extravagantes, como, por ejemplo, la “relajación cuantitativa” y la “orientación sobre las perspectivas.” En vista de la confusión sobre la actividad económica real provocada por la crisis financiera, resulta difícil ofrecer una evaluación definitiva de hasta qué punto han funcionado bien o mal esas medidas, pero está claro que debe haber una forma mejor de hacer las cosas.

Ya no hay razón alguna para dejar que el límite cero de los tipos de interés nominales siga obstaculizando la política monetaria. Una solución sencilla y elegante es la de adoptar gradualmente una moneda totalmente electrónica, con la que el pago de intereses, positivos o negativos, requiera sólo pulsar un botón y, como el papel moneda –en particular los billetes de denominaciones grandes– probablemente sea más negativo que positivo, hace mucho que se debería haber hecho la modernización monetaria. Con una moneda electrónica, los bancos centrales podrían seguir estabilizando la inflación exactamente como ahora. (El economista jefe del Citigroup, Willem Buiter, ha propuesto numerosas formas de abordar la limitación de la moneda de papel, pero la más fácil es la de eliminarla.)

Otra idea, menos elegante, es la de que los bancos centrales aumenten sus metas para la tasa de inflación del dos por ciento actual a otra mayor, pero aún moderada, del cuatro por ciento. La propuesta de aumentar permanentemente las metas de inflación al cuatro por ciento apareció por primera vez en un estudio interesante y revelador dirigido por el economista jefe del FMI, Olivier Blanchard, y ha sido respaldada por otros miembros del mundo académico, incluido Paul Krugman, el más reciente. Lamentablemente, el problema de la transición, que debería ser convincente y nada problemática, tal vez sea insuperable.

Cuando Blanchard propuso su idea por primera vez, yo sentí curiosidad, pero también escepticismo. Por cierto, que dos años antes, al comienzo de la crisis financiera, yo propuse que se aumentara la inflación al cuatro por ciento o más durante unos años para deflacionar el endeudamiento excesivo y acelerar el ajuste de los salarios, pero entre aumentar la inflación temporalmente para abordar una crisis y alterar las perspectivas a largo plazo va una gran diferencia.

Después de dos decenios de decir al público que el dos por ciento de inflación es el nirvana, si los banqueros centrales anunciaran que habían cambiado de idea. lo desconcertarían... y no en un sentido de menor importancia, sino completamente. Recuérdese la “rabieta” que hubo en mayo de 2013, cuando el entonces Presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, propuso un giro mucho más moderado en la política monetaria. El público podría perfectamente preguntar por qué, si los banqueros centrales pueden cambiar su meta a largo plazo del dos por ciento por la del cuatro por ciento, no iban a poder más adelante decidir que debería ser el cinco o el seis por ciento.

Como es probable que el público estuviera confuso y se mostrara desconfiado, resulta difícil encontrar razones válidas para fijar la meta del cuatro por ciento. Al menos la meta actual del dos por ciento de inflación representa algo, porque los banqueros centrales pueden presentarla como el equivalente moral de cero. (La mayoría de los expertos creen que un índice de precios basado en el bienestar revelaría una inflación muy inferior de lo que indican las estadísticas de inflación gubernamentales, porque los datos oficiales no comprenden los beneficios de la corriente constante de nuevos bienes que entran en la economía.)

Hay una analogía con los problemas que los países afrontaron cuando intentaron restablecer el patrón oro después de la primera guerra mundial. Hasta la guerra, el dinero estaba respaldado por el oro y se podía canjear con un tipo fijo. Aunque el sistema era muy vulnerable ante las retiradas de depósitos en masa y había poco margen para una política de estabilización monetaria, la confianza del público en el sistema le permitió estabilizar las perspectivas.

Lamentablemente, el sistema se desplomó totalmente después de que estallara la guerra en agosto de 1914. Los combatientes, que necesitaban ingresos urgentemente, se vieron obligados a financiarse mediante la inflación. No podían depreciar la moneda y al mismo tiempo respaldarla con oro a un tipo fijo.

Después de la guerra, cuando se estabilizó la situación, los gobiernos intentaron volver al oro, en parte como símbolo de un regreso a la normalidad, pero el reavivado patrón oro del período de entreguerras acabó desmoronándose, en no pequeña medida porque fue imposible restablecer la confianza pública. La iniciativa por parte de los bancos centrales de fijar una meta del cuatro por ciento para la inflación a largo plazo entrañaría el riesgo de desencadenar la misma dinámica.

Afortunadamente, existe un método mucho mejor. La adopción de una moneda electrónica oficial no requeriría un cambio desestabilizador en la meta de inflación. Se podrían solventar  fácilmente las cuestiones técnicas de menor importancia. Por ejemplo, se podrían permitir a los ciudadanos de a pie balances de transacciones de interés cero (hasta cierto limite). Es de suponer que los tipos de interés nominales pasarían a ser negativos sólo como reacción a una profunda crisis deflacionaria.

Pero, cuando ocurriera semejante crisis, los bancos centrales podrían salir de ella mucho más rápidamente que en la actualidad y, como he sostenido en otro lugar, durante mucho tiempo los gobiernos han gastado a manos llenas y escatimado en nimiedades al facilitar billetes de denominaciones grandes, en vista de que una gran parte de ellos se usan en la economía sumergida y para financiar actividades ilegales. Al pasar a un sistema monetario del siglo XXI, resultaría mucho más sencillo también el paso a un régimen de banca central del siglo XXI.

Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. His most recent book, co-authored with Carmen M. Reinhart, is This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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