La falsificación en el Arte

La audaz aseveración «todos los cuadros son falsos mientras no se demuestre lo contrario», articulada por Manuel Vicent, es una provocación que nos hace replantearnos la certeza con la que se nos muestran las pinturas en los museos. El público acude a ellos sin reparar en la posibilidad de que algunas de éstas pudieran ser falsas o estar mal atribuidas. La autentificación aplicada al arte es una cuestión de origen, de firma, de asignación. Autentificar una obra es asegurar que ha sido creada por una personalidad dada y conocida. La pintura es el arte en el que, con más evidencia, ha sido necesario esta determinación de la autoría. No por una cuestión de índole ontológica, sino por cuestiones meramente económicas: son elevadísimas las cifras que se ponen en juego con la atribución o no de «Los jugadores de cartas» a Paul Cézanne, a Edvard Munch «El grito», los Vermeer al ingenioso falsificador holandés Han van Meegeren o los Picasso al excéntrico falsificador húngaro Elmyr de Hory.

Dentro de la noción de autenticidad habría que especificar lo auténtico distinguiéndolo de lo original. Esta matización es especialmente necesaria en las artes de lo reproducible y de lo múltiple, como es el grabado. Un grabado de Goya puede ser auténtico (hecho a partir de las planchas grabadas por el artista), pero puede no ser una tirada original. Esto es lo que se encuentra frecuentemente en el mercado: tiradas realizadas con posterioridad a la muerte del artista, pero que pasan por auténticas, aunque no son originales. Así son muchos de los grabados de Durero o Rembrandt que circulan en el mercado del arte actual. También sería necesario aclarar el fenómeno de la copia y la reproducción de las obras. Si lo hace el propio autor es una copia; si lo hace otro, con intención de que parezca hecho por el autor, se convierte en falsificación. La noción de autenticidad está llena, pues, de matices que marcan su carácter esencial y le imbrican de cierto matiz policíaco.

Las falsificaciones se dan en la actualidad, sobre todo, en pintura y obra gráfica contemporánea. Las complejas técnicas que se utilizan para comprobar la autenticidad de la pintura antigua no son válidas para la obra contemporánea, pues todos son materiales coetáneos. Como ejemplo singular, cabe destacar el de Salvador Dalí, que desarrolló un complicado montaje comercial con métodos poco ortodoxos: firmó en vida una cantidad ingente de papeles en blanco que han permitido la reproducción sin control de su obra. Fue el propio Dalí quien incitó la práctica de firmar hojas de papel litográfico en blanco a millares a partir de 1970, hasta el punto de que en 1991 se encontraron 50.000 litografías falsas. Lo que hace extraordinario este caso concreto es el hecho de que son falsificaciones con firma auténtica.

Todo lo expuesto pone de manifiesto cómo, en la medida en que el arte ha cobrado mayor importancia económica en nuestra sociedad, es más escandalosa la diatriba contra los derechos e intereses culturales de los artistas, coleccionistas o museos. Tradicionalmente, los historiadores del arte han contado con tres instrumentos para determinar la autenticidad de una obra de arte: los análisis científicos, la documentación histórica y la inspección visual por el ojo de un experto. El tercer mecanismo de apreciación va indisolublemente unido al concepto de factura. Lo dijo Aristóteles: la forma es sustancia y el estilo es accidente.

La falsificación atenta directamente contra el valor de la autenticidad, valor intrínseco a unos objetos-testimonios del pasado únicos. La realización de piezas de arte falsas enlaza directamente con la pasión por el arte. El coleccionismo y la necesidad de arte que caracteriza a nuestra era es una típica expresión del capitalismo avanzado y de una sociedad postindustrial, como claro exponente del paso de una economía de subsistencia a la reciente de opulencia. Esta demanda es la que directamente suscita el mercado ilícito de obras de arte. El mal juicio y la ambición abocan a muchos coleccionistas a caer en sus redes. Incluso en casos en que se descubre el engaño o fraude es común no denunciarlo, ya que hacerlo supondría reconocer un insulto a su inteligencia así como la pérdida del valor material de la pieza.

A modo de reflexión final, he de decir que estos hechos que he tratado de detallar y analizar son sólo el producto de la artificiosidad propia de la sociedad y su cultura en la segunda mitad del siglo XX. Podemos verla como una especie de fuga romántica ante un mundo desorientado y necesitado de valores. Se elige la vida ficticia porque, en la cultura del bienestar, la realidad no podría ser tan bella como la ficción. Pero en este momento histórico no se huye, como hicieron en su momento los románticos, de la realidad social a la naturaleza. La huida, y esto justifica el éxito de la actividad de los falsificadores, es hacia un mundo más elevado, más excelso y sublime y, sobre todo, más artificioso.

Clara Zamora Meca, profesora de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

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