La familia al pairo

La familia es la piedra angular de la sociedad. La suma de individualidades no hace la familia porque hay algo más y fundamental: la «affectio familiaris». Esta especialísima cohesión que da la sangre tiene tal fuerza que un notable jurista italiano, Jemolo, decía sabiamente que «la familia es una isla que el mar del derecho puede rozar, pero rozar solamente: su esencia íntima permanece más allá del Derecho». Por eso la norma jurídica es muy respetuosa con la vida dentro de la familia porque piensa, y piensa bien, que los lazos familiares pueden más que las normas legales. De ahí que si fallan esos lazos el daño es mayor que en las relaciones extrafamiliares y más dolorosas.

No es que el ordenamiento jurídico considere los intereses familiares como no dignos de protección, sino que los considera ya protegidos por los propios familiares, en virtud de razones morales y afectivas. En definitiva, por el lazo de la sangre, aunque con excepciones como son los hijos adoptivos, y hoy, en algunos países, por esa llamativa novedad de los hijos gestados en «vientres de alquiler». En este último caso, lo que acaba primando es la «afectio familiaris», el valor de la convivencia y el cuidado de esos hijos. En el ámbito laboral el trabajo familiar queda, en general, fuera de la ley, y solo se estima relación laboral (con los derechos y deberes de un trabajador normal) cuando las partes así lo quieran y se den las notas de un contrato de trabajo. A salvo de esa voluntad, el Estatuto de los Trabajadores excluye de su ámbito al cónyuge, ascendientes, descendientes, y parientes hasta el segundo grado de consanguinidad o afinidad e hijos adoptivos. Todos ellos cuando trabajen en la empresa familiar no son trabajadores.

Como dice Cicu, «antes que el Estado y más que el Estado, la familia se presenta como un agregado de formación natural». Los civilistas plantean la cuestión de si la familia es una institución de derecho público o de derecho privado. Yo me inclino por la tesis privatista, es decir, por considerar a la familia una institución natural, anterior e independiente del Estado. Ello no significa que no pueda y deba tener intervenciones normativas, sobre todo en interés de los hijos menores de edad y en todo lo relativo al derecho de sucesión patrimonial. Pero es deplorable que las instituciones públicas suplanten el papel de los padres en temas como la educación o no digamos (como caso extremo) en la regulación del número de hijos.

Nuestra Constitución, en su art. 27.3, dispone con claridad que «los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». De ahí que resulte asombroso que se quiera justificar una determinada formación impuesta por las autoridades políticas o educativas. Resultaría inconstitucional. Y creo que no es forzada la interpretación de la Carta Magna en el sentido de que es contrario a su mandato a favor de los padres el que se les imponga una educación para sus hijos en una lengua concreta, distinta del castellano, máxime cuando el castellano «es la lengua oficial del Estado… que todos tienen el deber de conocer» (art. 3.1 de la CE).

La familia, a pesar de su fuerte componente tradicional, no es inmune al paso del tiempo y al cambio de costumbres y cultura vital. Así, por ejemplo, se ha dado una notable reducción de lo que se considera familia. El civilista Puig Peña decía con rotundidad que la historia de la familia es la historia de su descomposición. Se ha ido reduciendo de modo notable, pues desde la «gens» romana a la «sippe» germánica y a nuestro «linaje» medieval, los componentes de la familia se han ido estrechando de un modo imparable. Como dato de interés, nuestras Partidas definían la familia como «el señor della, su muger, todos los que viven de él, así como los hijos e los sirvientes e los otros criados». Hoy el panorama es muy distinto. No solo en cuanto a la reducción de lo que se considera familia, sino también en cuanto a su propia estructura. Algunas cifras son tremendas. Así un 25% de los hogares españoles (4,6 millones de personas) están formados por una sola persona y en casi dos millones de dichos hogares (el 41%) su único miembro es mayor de 65 años. Además es muy frecuente el matrimonio o unión de personas del mismo sexo. Con independencia de otras consideraciones, no cabe ninguna duda de que esas familias rompen los esquemas tradicionales y tienen una problemática distinta.

En la familia actual es interesante reseñar con Víctor Pérez Díaz (en un estudio de la Fundación La Caixa) que el 78% de los padres encuestados consideran que la principal responsabilidad de los padres es la educación de sus hijos. Y es que la educación de los jóvenes es algo clave para un país. «Dadme las escuelas y me daréis la Nación», decía un viejo político. En una encuesta solvente leí que en cuanto a los valores que infunden los padres a los hijos, el 37% optaron por el «respeto a los demás»; el 18%, «tener una buena educación»; el 13%, «el valor de la familia»; el 10%, «ser honrado»; y el 9%, «ser buena persona». Es curioso, por decirlo de alguna forma, que no aparezcan como algo importante a transmitir la lealtad, el sacrificio, el emprendimiento, la patria, etc. Eso es lo que hay. Otro punto trascendente de la familia actual es la falta de comunicación y relación personal y directa con los hijos. Un factor de enorme incidencia en esa falta de comunicación (almuerzo familiar, charlas, ayuda en los problemas, etc.) es la aparición de los instrumentos tecnológicos, especialmente los teléfonos móviles y las tabletas. La tiranía del móvil (aislamiento digital) nos lleva a una incomunicación no sólo oral sino incluso visual. Algún estudio dice que miramos el móvil cada nueve minutos. Tenía mucha razón Unamuno cuando decía que «la tecnología calienta los estómagos y arruina los corazones».

Nos jugamos mucho con el desarrollo armónico de la familia. Desde el punto de vista de los gobiernos, optar por la familia hoy en día pasa por establecer medidas de orden jurídico, económico y cultural que la promuevan eficazmente a través de la estabilidad conyugal, el aumento de la tasa de natalidad y la conciliación de la vida laboral y familiar. En todas estas materias está muy extendida la regla de lo «políticamente correcto». Así la estabilidad conyugal es un claro dato positivo en la vida matrimonial, aunque sea muy respetable y comprensible la ruptura del vínculo. Y eso tiene repercusión en los hijos. A veces positiva, es cierto, pero hay que tomar las medidas para que el impacto sea mínimo. Y en esa línea yo siempre pienso que la mejor medicina es el cariño. Volcarse en el querer a los hijos, en formarlos, en ser su apoyo, aliento y estímulo. Esa es la clave. Es importante recordar con el Papa que «no hay familia perfecta… por lo que no hay matrimonio sano ni familia sana sin el ejercicio del perdón. Sin perdón, la familia enferma».

Y en todo ello el papel fundamental, sigo pensando, lo tienen los padres. Estudiamos largas carreras pero nadie nos enseña a ser padre o madre. Educamos más con el corazón que con la cabeza. En esa educación deben figurar como asignatura indispensable los valores de la persona, para que sea íntegra, y desde luego dar a manos llenas el buen ejemplo y el cariño. Eso nunca falla. Yo pienso, y así lo practico, que «sólo dos legados podemos dejar a nuestros hijos: alas y raíces; ilusiones y tradiciones».

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, académico de número de la Real de Jurisprudencia y Legislación y del Colegio Libre de Eméritos.

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