La farsa bolivariana

En cualquier sistema político uno de los momentos más delicados es el de la sustitución de un gobierno por otro. Las democracias afrontan el problema desde el hecho sustancial sobre el que se constituyen: el Estado de Derecho. Mediante la ley ordenamos la participación de los ciudadanos, la geografía electoral, la mayor o menor proporcionalidad del voto emitido, los tiempos en que se organiza el proceso para transitar de una legislatura a otra. Es una ceremonia que festeja la convivencia en libertad y un rito de normalidad.

Los regímenes no democráticos no necesitan recurrir a un proceso electoral abierto al conjunto de los ciudadanos. En todo caso harán votaciones restringidas a un significativo cuerpo electoral, el de aquellos que forman parte del partido que ha patrimonializado el Estado.

Tras el derribo del Muro de Berlín y la posterior descomposición de la Unión Soviética la bandera del comunismo perdió mucho de su atractivo, como les ocurrió a las varias del fascismo tras su derrota en la II Guerra Mundial. Eso no quita para que sean muchos los enemigos de la libertad, aquellos que rechazan, odian o desprecian la democracia, porque no aceptan otro de sus fundamentos: el reconocimiento del individuo como un ser dotado de dignidad y libertad, alguien responsable de sus actos y capaz de tomar decisiones sobre su vida. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría tiempo atrás, los enemigos de la libertad se han hecho con las banderas de la democracia, y desde su hipotética defensa tratan de poner fin a su existencia.

La revolución bolivariana es un ejemplo de esta adaptación. Sus líderes no disimulaban su admiración por el castrismo cubano, pero accedieron al poder con un discurso distinto. Con la ayuda de agentes cubanos han desmontado el estado de derecho, logrando lo que mejor saben hacer: condenar a su pueblo a la pobreza y a la esclavitud. Un país dotado de formidables reservas petrolíferas y que no hace tanto tiempo gozaba de un alto nivel de vida se encuentra en la actualidad con un 90 por ciento de la población en condiciones de pobreza y en torno a seis millones han abandonado el país, el denominado «éxodo venezolano», provocando lógicos problemas en los países limítrofes. De la libertad que gozaron apenas si quedan algunos restos.

Para la dictadura bolivariana, la apariencia democrática mediante la convocatoria de elecciones tiene su razón de ser. Le permite jugar con la oposición. Con amenazas, persecuciones, encarcelamientos arbitrarios y chantaje puede dividirla fácilmente, mostrando públicamente su debilidad. Deja abierta la puerta hacia una hipotética evolución hacia la democracia, a la que amigos de la revolución de aquí y de allá se ocuparán de dar crédito. Por último, ¿qué necesidad tienen de asumir la carga de banderas de antaño cuando en la propia Unión Europea se reivindica la «democracia iliberal» o gobiernos como el social-comunista español tratan de intervenir el Poder Judicial en su propio beneficio? Siempre podrán afirmar, como sus amigos podemitas, que ellos defienden la auténtica democracia popular.

La historia de la revolución bolivariana nos muestra la voluntad de imponer una dictadura de partido y al tiempo establecer una alianza con los cárteles de la droga, de ahí la etiqueta de régimen narco-comunista. El pueblo venezolano es lo de menos. Cuantos más emigren, mejor. El modelo cubano está presente. Controlando el petróleo, la droga y el oro entre las distintas banderías que conforman el régimen es más que suficiente para dotarse de los ansiados recursos. Una política de alianzas entre lo peor del planeta les garantiza soporte diplomático y vías para sortear sanciones.

Reza el dicho popular que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Después de décadas de dictadura castrista deberíamos haber aprendido cómo gestionar diplomáticamente este tipo de relaciones. No sólo no lo hemos hecho. Frente a su firme voluntad de sobrevivir hemos escenificado cambios de criterio para, al final, salir en su defensa perdonando deudas y levantando sanciones, en la estéril esperanza de que estamos ayudando en su rectificación hacia una transición democrática. Nuestra estulticia nos hace merecedores de su constante burla. Son pocos y están empobrecidos, pero al final consiguen doblegar nuestro supuesto compromiso con la democracia. El papel de la diplomacia europea, más próxima a las posiciones del gobierno social-comunista español que a las de otros europeos, tratando de empujar a sectores de la oposición democrática a participar en unas elecciones ilegales, legitimando a la dictadura de Maduro y dividiendo a la oposición, es de los actos más bochornosos de su breve historia. Reivindicar un papel de actor internacional desde los valores característicamente europeos casa mal con maniobras de este jaez.

Los jefes bolivarianos tienen a sus espaldas tal cúmulo de delitos que es impensable que estén dispuestos a aceptar una transición cuyo final implicaría tener que enfrentarse a un tribunal. El Ejército dispone de la fuerza suficiente para resolver la situación. Precisamente por ello son el objetivo principal de los servicios de inteligencia en manos cubanas. El miedo a que, como ocurrió en España en 1936, un golpe de estado diera paso a una guerra civil en una geografía endiablada ha frenado a algunos de sus oficiales. No podemos minusvalorar el peso de la oficialidad comprometida con la revolución o con sus generosas dádivas. Hay un buen número de militares entre los cabecillas de esas banderías que rivalizan por el poder y el negocio.

Sólo las sanciones y la presión sobre las Fuerzas Armadas, respaldadas por un buen trabajo de los servicios de inteligencia, podrían alterar el curso de los acontecimientos, devolviendo a los venezolanos su condición de ciudadanos, de hacedores de su propio futuro. No hay razones para ser muy optimistas. El plan ideado y ejecutado por Washington no funcionó. La coordinación entre Estados Unidos y la Unión Europea no parece haber sido buena. La oposición está profundamente dividida. Por ahora sólo nos queda denunciar la farsa bolivariana de hacer pasar por elecciones libres una consulta ilegal y carente de las mínimas garantías.

Florentino Portero es analista internacional e investigador del Real Instituto Elcano.

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