La farsa que nos enloquece

Es asombrosa la capacidad de España para convertir una crisis sanitaria en un conflicto ideológico, en una especie de guerra civil virtual que tendrá las mismas secuelas de odio y miseria de una real. Rojos y azules frente a frente, en una batalla sin cuartel con Madrid como epicentro del ¡No pasarán! Cuesta creer que tantos jóvenes hayan podido sucumbir al encanto de esa vieja retórica que tanto daño nos hizo en el pasado, pero esa es la realidad, por mucho que nos duela aceptarla.

Por supuesto, cada bando dice que ellos no son, que son los otros, que ellos solo están defendiendo la democracia del ataque de los otros. Porque, eso sí, lo que sobra en este conflicto es grandilocuencia y fariseísmo; todos están implicados en gestas extraordinarias para contener el avance del fascismo y del comunismo, en lucha permanente contra los destructivos bulos, los del contrario, por supuesto, porque cada bando defiende a ultranza la verdad y la auténtica España, la España sin los pijos o la España sin la escoria.

La farsa que nos enloqueceMe ha tocado contemplar este desastre mientras trabajo en un proyecto que exige mirar a la historia reciente de nuestro país, con lo que la decepción por lo ocurrido se acentúa. ¡Cómo hemos podido destruir de esta manera el esfuerzo hecho en los últimos 40 años! ¡Cómo hemos sido capaces de arruinar hasta este punto la gigantesca obra de la Transición! En la mayoría de los países de Europa todavía se rinde homenaje cada año a los hombres que combatieron en la II Guerra Mundial, la Gran Generación, llaman en Estados Unidos a aquella que entregó su vida para defender la libertad.

Nosotros también contamos con una Gran Generación en España, aún más grande si cabe porque fue capaz de conquistar la democracia sin pegar un solo tiro, al margen de los cafres de ETA o de la calle Atocha. Conquistar, sí, porque nadie se la regaló. Tuvieron que levantarse contra el despotismo y el revanchismo para defender valientemente el interés colectivo, bajo el liderazgo de políticos rectos e ilustrados que enterraron la soberbia para favorecer la unidad. ¡Qué gran generación! Pero, ¡qué rápido la hemos olvidado!, ¡cómo hemos malogrado su obra!

Hemos pasado de aquello a esta ridícula farsa en la que solo vemos fascistas y comunistas, enemigos en cada esquina. Hemos creado un país que se pasa el día señalando a traidores y disidentes, que juzga desde sus prejuicios sectarios hasta el acto más sencillo de la vida, que ha politizado las fiestas, el turismo, el lenguaje, la comida, las compras, ¡hasta la forma de sentarse en el metro!; un país que ha sido capaz de dividir entre mascarillas de derechas y mascarillas de izquierdas.

Podrá decirse que no todo el país es así, que los periodistas hablamos solo de una pequeña porción más visible, la porción de Twitter, pero que la mayoría de la sociedad cumple con sus obligaciones a diario y convive amistosamente con sus vecinos. Seguramente, pero no es un gran consuelo. Son las élites las que marcan el destino de un país y son los extremos los que conducen al enfrentamiento, por mucho que una gran masa en el centro asista impávida a lo que sucede. Más aún, si uno de los extremos está en el Gobierno.

Es inevitable la pregunta de ¿cómo hemos llegado hasta aquí? En la respuesta empieza la división, puesto que hemos sido incapaces de construir un relato común o mayoritario de nuestro pasado reciente y, por tanto, existe campo abierto para que cada cual cuente la historia que le interese. Sin capacidad para fijar el origen de nuestros males actuales, se hace aún más difícil encontrar soluciones.

Hay una fecha particularmente relevante que es la del 15 de mayo de 2011. Sería interesante analizar a fondo ese día para saber si aquel fue el momento en el que una juventud adormecida despertó a la política o en el que una generación a la que se denominó “la más educada de España” —con tanto paternalismo como desprecio a la verdadera educación, no la de los títulos, sino la del conocimiento, el respeto, la humildad, el esfuerzo— interrumpió el curso de nuestra historia, no para avanzar más rápido, sino para volver al pasado.

La siguiente interrogante obligatoria es la de ¿quién o quiénes son los responsables de que hayamos llegado hasta aquí? Y en esto ya la división se convierte en duelo a muerte. No es correcto limitar la responsabilidad a la clase política, porque, en una democracia, los ciudadanos tienen derechos, pero también deberes, entre los que están los de dotarse de la información adecuada e involucrarse en la gobernanza de sus países. Solo en las tiranías la sociedad espera dócilmente a que lleguen las órdenes desde arriba.

Pero, qué duda cabe de que la culpa principal de lo que sucede les corresponde a los dirigentes políticos, que, con irresponsabilidad mayúscula, recurren a la ideología para ocultar su falta de ideas, propuestas y talento, con lo que condenan permanentemente al país a un conflicto estéril y fratricida entre izquierda y derecha. De tal manera que, en lugar de resolver nuestros problemas, los ocultamos tras un manto doctrinario.

Limitándonos a la crisis actual, todas nuestras energías deberían estar encaminadas a decidir cuándo y cómo abrimos los colegios para frenar el enorme daño emocional y psicológico que están sufriendo los niños. Deberíamos estar discutiendo sobre cómo salvamos el turismo, del que comen millones de personas, cómo protegemos a los ancianos. Sí, deberíamos investigar por qué España presenta las peores cifras del mundo en cuanto al perjuicio causado por la pandemia. Y, sobre todo, deberíamos conocer cómo —además de esperar el rescate de Europa— vamos a hacer frente a la catástrofe económica que se nos viene encima.

Pero, en lugar de eso, la autoridad busca “una salida antifascista” a la crisis. La ideología nubla el juicio de las personas y, por tanto, ayuda a ocultar las negligencias. El Gobierno prefiere que se discuta sobre la lucha de clases a que se pregunte sobre la cifra de desempleo o de sanitarios contagiados por el virus. La oposición responde con banderas, que ocultan a su vez su impotencia para construir una alternativa.

Cualquier persona sensata sabe que la gravedad de la situación política y económica de España exige un gran pacto nacional entre las principales fuerzas políticas defensoras de nuestro sistema constitucional. No hay más opción. Esa era ya la salida más conveniente hace bastante tiempo, pero ahora es sencillamente imprescindible. Tienen que ser fuerzas constitucionales porque el único marco viable para ese pacto ha de ser la Constitución; cualquier otra cosa —como los acuerdos con independentistas catalanes o Bildu— sería un salto al vacío que acabaría por romper la estructura institucional que nos queda.

Pero, en lugar de eso, estamos en el ¡No pasarán! No hace mucho tiempo, en una manifestación de radicales, un policía que trataba de contener a una manifestante absorta en la repetición a gritos de la célebre consigna, le preguntó: “Pero, ¿qué no pasará quién?”. A este paso, la que no pasará será nuestra democracia.

Antonio Caño

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *