La fatiga democrática

Las personas cansadas mantienen, todavía, una dosis de energía. Su cansancio es temporal. Las fatigadas, por el contrario, han agotado las reservas que les impiden reaccionar o mantener un esfuerzo continuado. La fatiga tiende a ser crónica y es una respuesta física y psicológica al esfuerzo, al estrés emocional, al aburrimiento o a la falta de sueño. Y no se recupera solo con descanso. El cansancio, sí. ¿Puede la fatiga afectar también a las sociedades? ¿Puede ser colectiva? Y si es así, ¿qué consecuencias sociales —políticas y democráticas— puede tener? ¿Está nuestra democracia, también, fatigada?

El comité de emergencia de la Organización Mundial de la Salud (OMS) se reunió el 31 de julio y, después de seis horas, llamó a los Gobiernos a una “orientación pragmática y matizada para reducir el riesgo de fatiga de respuesta en el contexto de la presión socioeconómica”. La OMS advierte sobre lo que cada día parece más compartido y evidente: no estábamos preparados para una pandemia así, ni tampoco para una resistencia resiliente tan larga, continuada y desgastante, además de trágica. Los Gobiernos empiezan a ver cómo su capacidad de condicionar comportamientos para garantizar la salud pública empieza a menguar y el cumplimiento de las medidas más efectivas como la distancia social, las mascarillas y la higiene personal decrece en todo el mundo. Por el contrario, las protestas, el rechazo y el incumplimiento aumentan alimentados por los bulos y la desconfianza hacia la eficacia de las políticas públicas. La fatiga y la impaciencia, junto con el desánimo y el miedo al futuro, se extienden como otra y nueva capa pandémica: la emocional.

Una encuesta publicada por la Fundación Bertelsmann en 2019 con el título El poder del pasado reveló que dos tercios de los ciudadanos europeos piensan que el mundo era mejor antes. Los más nostálgicos son los italianos, los franceses y los españoles. El estudio dibuja un perfil del europeo nostálgico: hombre, adulto —de hecho, aumenta con la edad—, trabajador amenazado o desempleado, residente en zona rural y con bajo nivel de educación. La nostalgia es un sentimiento que se dispara con el miedo, la ansiedad y el malhumor. El futuro ha dejado de ser un destino prometedor y superador.

Acaba de salir un oportuno libro, Twilight of Democracy (El crepúsculo de la democracia), el último de Anne Applebaum, donde nos advierte que el mundo democrático está “envejecido, frío y cansado” y que esta atmósfera ha abierto la puerta a un fundamentalismo de derecha. Y la Unidad de Inteligencia de The Economist viene destacando, en sus últimos informes, un deterioro progresivo en la percepción de la democracia. En su último índice de democracia, la salud democrática global llegó a los 5,44 puntos (sobre un total de 10), algunas décimas por debajo del resultado del año anterior.

Esta tendencia a la baja es lo que ha motivado que muchos analistas, como el politólogo Larry Diamond, hablen de “recesión democrática” además de la recesión económica. Y desde hace algunos años, los datos de la Encuesta Mundial de Valores concluyen que los europeos y norteamericanos cada vez creen menos importante vivir en una democracia. La indiferencia democrática y la fatiga social respecto a la política son un poderoso explosivo. La pandemia puede estar acelerando esta decantación perversa. La covid-19 evidencia que solo los comportamientos colectivos pueden ser efectivos. Que no podemos externalizar, en nuestros agotados y exhaustos sistemas de salud —y en la tan esperada como lejana vacuna—, nuestra responsabilidad personal. Y que no hay salida si no es colectiva, comunitaria y solidaria. La política se enfrenta, en esta situación, a un reto más inspirador que coercitivo, más ejemplar que regulador, más motivador que imperativo. ¿Estamos preparados?

La fatiga es peligrosa. Puede hacer ineficaces las políticas públicas cuando estas no son aceptadas, respetadas y compartidas. Este hastío, esta posible derrota psicológica de la sociedad, puede dar al traste con todos los esfuerzos económicos y políticos que se están activando. El BOE no entiende el corazón de los fatigados. Hay que rearmarse con fuertes conocimientos de psicología social y psicología del comportamiento. No va de marketing ni de persuasión. Se necesita neurociencia y empatía.

Ya en abril de este año, la OMS publicó una herramienta europea para la comprensión del comportamiento, en la que recomendaba que “comprender los niveles de confianza del público, las percepciones de las personas sobre el riesgo y los obstáculos que pueden encontrar para seguir las medidas recomendadas es fundamental para la eficacia y el éxito de las medidas de respuesta a la pandemia”. Y proseguía: “Nuestro éxito en la lucha contra el nuevo coronavirus depende de que las personas estén informadas, dispuestas y capacitadas para adoptar las medidas de salud pública adecuadas”.

La fatiga sanitaria contagia y se traslada a otra fatiga: la política y democrática. Podemos vencer al virus, pero podemos sucumbir a la infección antidemocrática si no entendemos bien a lo que nos enfrentamos: un virus peligroso y, también, una fatiga contagiosa. Ambas afectan a la salud: la pública y la democrática. Son inseparables.

Antoni Gutiérrez-Rubí es asesor de comunicación.

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