La fe y la razón

Me crié en el seno de la iglesia y cada vez que regreso a Pittsburgh (Pensilvania), la ciudad de mi infancia, una de mis paradas obligadas es el templo de Homewood African Methodist Episcopal Zion. No vuelvo a la iglesia de mi madre a rezar, sino para recordar, para integrarme y conectar nuevamente con la gente trabajadora normal que continúa manteniéndose con dignidad y elegancia, a pesar de la pobreza, del racismo y de las dificultades que nos acosan a todos en la vida.

Estas personas constituyen mi desarrollo y mi historia. Sus rostros, sus caricias y voces liberan el tiempo, que pasa de ser una fosa sin fondo que todo lo engulle y se transforma en un flujo de instantes concretos recordados y olvidados, de estaciones que se suceden, de días de fiesta, de nacimientos, de muertes que incluyen y anuncian mi propia desaparición. Esta pequeña iglesia de feligreses envejecidos y vidas que comienzan me ofrece perspectiva y mesura en medio de una inmensidad que, de lo contrario, resultaría abrumadora.

Recurro a las disciplinas de la iglesia, a sus salmos, sus testimonios, para guiar mi vida y construir los ámbitos imaginarios de mis obras de ficción. Recurro a los rituales de la iglesia, a las canciones religiosas, al porte de los miembros de la parroquia: las espaldas rectas de hombres vestidos de negro, la rigidez de cuellos y puños almidonados, los vestidos imaginativos y económicos de las mujeres que trasforman sus cuerpos, independientemente de su talla, edad o forma, en afirmaciones de feminidad, de la capacidad de su género de expresar orgullo sin presentarse en exceso seductoras, ni asexuales.

La iglesia y yo somos personajes entrelazados en una historia sencilla de afectos e intercambios respetuosos que ha durado toda la vida. Pero esto es demasiado simple. El toma y daca entre la iglesia de mi madre y yo, entre su fe y la falta de fe a la que he llegado, entre su creer y mi no creer en Dios y en la religión, está lleno de contradicciones.

Me siento atrapado en medio de una red mundial de guerras que me ahoga. La competencia y la demanda de alimento, tierra y energía engendra estas guerras. Pero la creciente crueldad e intransigencia de estos conflictos se ve también alimentada por la religión. Cada vez hay más sangrientas batallas por la religión y entre religiones, luchas empecinadas por causa de algún libro sagrado o de la versión del bien y del mal de algún profeta. Las personas inteligentes que profesan un credo, o aquéllas que no lo hacen, las víctimas del caos de las consecuencias políticas de la religión, ponen en duda el lugar de las creencias religiosas, su legitimidad, su destino.

Me pongo del lado de quienes sostienen que la religión es una adaptación evolutiva, cuyos costes son hoy en día drásticamente mayores que sus beneficios. El reto de la religión a la autoridad laica, su retrógrada tendencia a privilegiar la irracionalidad y la superstición, su división de las personas en clases y jerarquías, de la misma manera que lo hace el racismo... todo ello impide el lentísimo proceso, ya de por sí precario, de recuperarnos, de reunir nuestros recursos y movilizarnos con el objetivo de alcanzar la paz a través de la distribución equitativa de los recursos del planeta.

Pero a pesar de lo minuciosa y negativa que sea mi crítica de la religión, me quedo, al final, con mi madre, con el ejemplo de su vida y de su fe, y con el miedo de perderla.

El pasado 24 de diciembre mi madre tuvo que ingresar en el hospital. Llevaba dos días con vómitos y escalofríos. Tiene 85 años, está en silla de ruedas y vive en una residencia de ancianos. Padece diabetes, inflamación del corazón y dolores intensos y constantes a causa de la artrosis. Ha sobrevivido a un cáncer de colon, así como a varios ataques al corazón, derrames cerebrales y caídas. Lo último que me dijo aquel 24 de diciembre fue: «No te preocupes, cariño; estoy bien».

Sus palabras no eran tanto un comentario sobre su triste estado de salud como un mantra de tranquilidad que expresaba la preocupación por su hijo, el hijo pequeño que siempre seré ante sus ojos, a pesar de los 65 años que llevo en este planeta. Y, aunque parezca mentira, por un instante dejé de preocuparme. Cuando escucho su voz, vuelvo a ser niño.

¿Qué otra cosa puedo ser cuando considero mi capacidad para hacer frente a las peores adversidades y a continuación comparo mis fuerzas con las de mi madre? Ella no cree que la religión consiga que este mundo peligroso sea más seguro. Para ella, más bien levanta arcos de consuelo temporal en este valle de lágrimas. Tiemblo de sólo pensar en perderla. La respeto más que a nadie. Valoro su sentido de la justicia y su compasión más que en ninguna otra persona. Aprecio su incomparable inteligencia ética. Para mí también está claro que lo que más valoro de ella está entrelazado con su fe.

¿Quién sería sin su religión? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir sin su capacidad de adormecer la razón y las dudas para entregarse a lo desconocido, ámbito sobre el que, según su fe, preside su Dios? «Hágase su voluntad».

Precisamente aquí, en esta coyuntura y en la mezcla de las cualidades que amo y de las reservas que no puedo silenciar, mi madre se convierte en un modelo que no puedo seguir. Escucho la voz de mi padre, veo cómo solía asentir a lo que decía mi madre, desconcertado, un poco impaciente, quizá con un poco de envidia, pero obviamente en desacuerdo.

«Es una buena obra, si es que puedes llevarla a cabo», decía sonriendo. Mi padre nunca rechazó del todo la fe ilimitada de su esposa calificándola de irrelevante ante los asuntos de la vida real, aunque de todos modos siempre se mostró crítico. Le enfurecía la costumbre de mi madre de, según él, confundir el mundo tal como es con el mundo que ella deseaba. Mi padre creía en Dios, pero contaba principalmente con sus propios hombros para seguir empujando la piedra de todos los días hasta la cima de la montaña.

El abismo entre lo conocido y lo desconocido se abre en su inmensidad incalculable, aterrador, implacable. La fe y la razón, la ciencia y la religión, ofrecen un guión para negociar esta travesía. Pero el cruce no tiene fin. Lo desconocido, como categoría lógica, se relaciona con lo conocido como la vida se relaciona con la muerte, como se relacionan las posiciones de encendido y apagado en los circuitos de un ordenador. No se puede tener una cosa sin la otra.

Y esta reciprocidad y este ciclo infinitos crean algo nuevo y emergente, que no es exactamente ninguno de sus extremos, aunque participa de ambos. La imaginación es la facultad mental que he cultivado con el fin de aprehender las paradojas. Si se retiran las prerrogativas de la imaginación, su licencia para invalidar, rechazar, invertir y reflexionar simultáneamente dos proposiciones excluyentes, entonces desaparecerá el peculiar poder que tiene nuestra mente de integrar y sintetizar lo conocido con lo desconocido.

El futuro será una y otra vez lo que ya ha sucedido. Lo extraño de esta formulación no es sólo la juguetona perversidad del tiempo, la emperrada opacidad que muestra cuando intento traducir la sensación de su paso en palabras, sino la persistencia de lo desconocido, el misterio irresoluble de nuestra vida, única, inagotable, a pesar de lo larga, lúcida y exhaustivamente que examinemos el pasado o la vida de otros.

Una vez que la moneda lanzada al aire comienza a trazar el arco de su vuelo, se desconoce si el resultado será cara o cruz. Esta incertidumbre no impide que alucinantes tecnologías y métodos de cálculo puedan llevar gente a la Luna y conseguir traerla de vuelta. Pero lo desconocido persiste, como un puño que sujeta cualquier empresa humana, de manera que el resultado de una moneda lanzada al aire, del despegue de una nave espacial, la suerte de mi próximo aliento, sigue siendo indefinido hasta que el puño se abre y revela lo próximo que va a acontecer.

Aunque resulta difícil, es necesario imaginar el futuro de la Humanidad sin religión. A menos que demos este salto de fe en nuestro interior, empobreceremos nuestro futuro, limitaremos las probabilidades de perpetuar nuestra especie. La imaginación debe tener libertad para concebir mundos sin religión, todo tipo de mundos, o de lo contrario enjaularemos la imaginación, atrofiaremos la capacidad de la mente de reflexionar sobre sí misma al mismo tiempo que vuelve a concebir y a modificar su razón de ser.

En el momento en que dejamos de cuestionarnos todo, lo desconocido se cosifica, se polariza detrás del muro que levantamos para protegernos de aquello que nos negamos a conocer. Inevitablemente, una explosión abrirá una brecha en el muro. La falsa paz será destruida por las brujas, los demonios, los terroristas, fantasmas que nuestros más profundos miedos biológicos a la vulnerabilidad y la extinción hacen que adquieran cuerpo y fuerza.

Lo desconocido no puede borrarse, pero intento llegar a un acuerdo inteligente con él, a través de ensayos y errores, intento minarlo, buscar opciones en lugar de dogmas, cuestionando, luchando para acumular un saber demostrable, lógico, razonable, aplicable a todos, en todos los lugares, que pueda ponerse a prueba, un saber que yo pueda aceptar o no, sin verme amenazado por la excomunión, el fuego del infierno, el exilio, la tortura o la muerte.

Cuando confieso que no puedo imaginar un mundo sin mi madre, sin su fe y su amor como contrapuntos de la pizarra blanca de la razón, también digo a la vez, por supuesto, que me imagino un mundo sin ella. Al prepararme para su ausencia a regañadientes, intento -si bien con reparos- reconciliarme con lo impensable, con lo que en cierto sentido entiendo y en otro sentido no entiendo. Reconozco lo desconocido, lo sobrellevo porque debo hacerlo, porque lo desconocido está de camino, siempre, en todo lo que vemos y no vemos venir.

John Edgar Wideman, novelista y profesor de Brown University (EEUU). Ha ganado en dos ocasiones del premio PEN/Faulkner por sus novelas. Su último libro es God's Gym.