La fechoría de quitar una calle a Indalecio Prieto

La fechoría de quitar una calle a Indalecio Prieto

Bajo la dictadura franquista se cumplió la profecía que en 1937 hizo el presidente Azaña: “Se tejerá una historia oficial para los vencedores, y acaso una antihistoria, no menos oficial, para los proscritos”.

Tras la reconciliación entre los españoles que supuso la Transición, fuimos un país con una sola historia, pero con al menos dos memorias muy diferentes. El “régimen del 78”, como desdeñosamente denominan los actuales comunistas en el poder al tránsito ejemplar que los españoles protagonizamos desde la dictadura hasta la libertad, despejó el camino para que la historia quedara escrita por los historiadores, y no enturbiada por intereses partidistas o electorales. A este respecto, recuerdo la opinión que el lunes 26 de abril de 2010 me trasladaba el jefe de los comunistas de aquella época, Santiago Carrillo: “En el asunto de la memoria histórica, España no es comparable con los países del Cono Sur de América, porque aquí tuvimos una Guerra Civil en la que hubo excesos por las dos partes. Hay que dejar la historia en paz”. Ajustar las cuentas al pasado suele ser síntoma de no tener proyecto para el futuro.

La búsqueda de pasto en el pasado, para alimentar confrontaciones presentes, era un riesgo del que no nos íbamos a librar. Tampoco la izquierda quedaba libre de ese riesgo, sobre todo cuando a nuestra derecha le costaba tanto condenar la dictadura y aceptar, con natural humanidad, que era una obligación moral rescatar a los asesinados de las cunetas donde yacen sus restos.

La Ley de Memoria Histórica, promovida por el presidente Zapatero, tenía sus riesgos, pero la decisión del Ayuntamiento de Madrid, que borra placas y hace desaparecer estatuas, no puede explicarse ni justificarse por dicha ley. Más bien es consecuencia de una interpretación maliciosa de la misma, que deja a la intemperie una tóxica mezcla de odio e ignorancia. Mezcla que se arropa en comparaciones odiosas y en la cómoda e ignorante conclusión de que todos los políticos fueron iguales. Y no, todos no fueron iguales.

No quiero permanecer callado ante el despropósito, que el Ayuntamiento de Madrid ha cometido, contra algunas personalidades del socialismo español, como Largo Caballero y Prieto, al intentar borrarlos de la memoria de la ciudad.

Me referiré a Indalecio Prieto, quien se definía socialista a fuer de liberal, y que ha sido estigmatizado por dos partidos (PP y Cs) que se proclaman liberales, pero que han preferido encogerse, achantarse y no molestar a la fiera que les mantiene en el Gobierno madrileño.

El imán de la extrema derecha impuso la decisión de retirar una placa, una calle y una estatua de Indalecio Prieto; el PP, al votar a favor, ha puesto de manifiesto su evanescente coherencia, ya que en 1995 fue el PP quien promovió su instalación. Sin embargo, es justo reseñar, en honor a la verdad, que el alcalde de Madrid que colocó la placa, el conservador y moderado Álvarez del Manzano, se ha distanciado con dignidad y sin remilgos de los nuevos liberales que la abaten.

Personalmente me siento más cómodo estudiando la historia en los libros y escuchando las opiniones de nuestros académicos, que leyendo editoriales de conveniencia o los tweets de la planta de oportunidades de los extremistas de Podemos o de Vox. Esta posición, que he defendido en público y privado, me costó algunas críticas internas en mi partido, especialmente cuando afirmé que si la historia cierra un libro, la política no debe abrirlo. No oculté mi desgana por volver el pasado más allá del latido del corazón individualizado de cada una de las víctimas. Quienes luchamos contra Franco vivo no tenemos que usar al dictador muerto para ganar batallas u obtener ventajas personales o electorales: concibo la política, fundamentalmente, para alumbrar el futuro.

Recuerdo como si fuera hoy, en la antesala del Consejo de Ministros, una conversación con el presidente Zapatero: “Entre tus ministros” —le dije— “hay descendientes de ambos bandos, de una guerra que tuvo lugar hace casi 70 años, y no debiera ser causa de actuaciones políticas vindicativas que nieguen la vocación de reconciliación entre los españoles. Se debe honrar la memoria de los muertos, identificar sus cadáveres y enterrarlos con toda dignidad, sin utilización electoral”, a lo que el presidente me respondió con nota manuscrita manteniendo su honesto criterio y recta intención: “Pepe, un Gobierno no puede cortar la sangre que llora de la historia”.

No olvido tampoco, sobre este particular, el interesante almuerzo en nuestra embajada de Londres, en marzo de 2009, con Hugh Thomas, John Elliott, Paul Preston y Antony Beevor, verdaderos maestros de la historia y muy notables hispanistas. Hablamos de la memoria histórica o la “caja de Pandora”, como la nombró uno de ellos. Preston, quizás el más progresista de los presentes, consideraba un error hablar de la memoria histórica, ya que “memorias hay más de una”.

Pero volvamos a Prieto. Sea cual sea la mirada por el retrovisor de la historia, solo desde el desconocimiento o desde la ignorancia flagrante se puede situar a don Indalecio en el pelotón de los malos españoles, de los matones o de los antipatriotas.

Contemplar la historia de hace casi un siglo con las gafas de ver de nuestro tiempo es tarea delicada, pero infinitas son las diferencias entre el dirigente socialista, de cuna asturiana y crianza vasca, y el militar gallego que se abrazó a la pólvora y al derramamiento de sangre entre hermanos para llegar al poder. Esto es así, aunque haya nostálgicos que lo quieran abrillantar.

Quien se haya acercado a la vida política de Prieto hasta su muerte en el exilio mexicano, llevando España “en el tuétano de mis huesos”, no puede obviar que entre los principales atributos de su actividad pública estuvo la búsqueda de la concordia.

No es baladí recordar que Prieto alzó su voz en el Congreso de los Diputados contra el suplicatorio para procesar a José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española y adversario ideológico suyo. En la maleta de José Antonio Primo de Rivera, que precisamente el propio Indalecio Prieto entregó a su familia tras su fusilamiento, apareció un manuscrito de puño y letra del líder falangista proponiendo, desde la cárcel de Alicante, un Gobierno de concertación nacional con el que disipar discordias civiles y en el que aparece el nombre de Prieto como ministro.

Prieto, en una carta fechada en 1944 y escrita desde Cuernavaca (México) al entonces secretario del Foreign Office, Anthony Eden, le pedía la devolución de Gibraltar a España: “Conservo su gesto de asombro cuando le decía que, como español, para borrar ese manchón en el mapa de mi patria no me importaba ni el régimen ni la persona que lo llevara a cabo. ¿Que me han llamado ladrón y aun cosas peores en mi patria? Y ¿ello que me importa? A mí, la grandeza de España no me importa quien la haga con tal de que España sea grande”.

Si Indalecio Prieto, en tiempos tan convulsos, se esforzó para que la ideología no fuese frontera infranqueable entre los españoles, torpes están ahora los que creen ganar algo honorable cuando propician que el odio y la ignorancia abran a diario los informativos de España. Mirar al pasado para ajustar cuentas en el presente; imponer el pensamiento único y mantener nuestras posiciones sin escuchar al adversario, no nos hace mejores ni más grandes. Nos empequeñece.

La grandeza de un estadista como Prieto contrasta con la decisión que motiva este artículo y que empequeñece a una ciudad abierta, grande, hermosa y liberal. Una fea mayoría de su Ayuntamiento ha cometido la fechoría de votar contra un genuino representante del socialismo moderado español que no es un político en activo, sino una personalidad del pasado. Prieto en las calles de Madrid honraba la historia y el presente de la capital de España. Pese al actual Ayuntamiento de Madrid, don Indalecio Prieto Tuero está presente, ahora y siempre, entre los ciudadanos que buscan la concordia y no quieren que el odio se instale en las calles de nuestras ciudades.

José Bono es expresidente del Congreso y exministro socialista.

1 comentario


  1. Un pequeño detalle del que se olvida el afable José Bono: Prieto tuvo una actuación muy activa en el golpe de Estado de 1934. Alguien que se levanta en armas solo porque la derecha había llegado al gobierno no merece una calle.

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