La federalización pendiente

La propuesta de convertir el Estado de las autonomías en Estado federal sigue presente en el debate político-mediático. Pero la música federalista no suena del mismo modo según sean sus intérpretes. Para algunos y para la doctrina que les inspira, el Estado de las autonomías es ya de hecho un Estado federal al que le faltan solamente ciertos rasgos —no insignificantes, por otra parte— para su plena identificación como tal. Una más clara distribución de competencias, la reconversión del Senado en auténtica Cámara territorial, algún tratamiento singular para la lengua, la educación y la cultura en el caso de comunidades con idioma propio y una mejora no muy precisa de la financiación: estos serían los retoques básicos que desde hace años se reclaman para activar un potencial ya contenido —según esta versión— en la actual organización territorial del Estado. Bastaría un modesto empujón para culminar esta transformación “natural”. Sin embargo, la falta de progreso en esta línea ha revelado que no se estaba tan cerca de la meta federal. O que existe una realidad político-jurídica intensamente reacia a activar este presunto federalismo “latente” de nuestro Estado de las autonomías.

Una segunda opción federalista se manifiesta con menos claridad pero también está presente en el debate. Se inspira en la experiencia de algunas federaciones contemporáneas en las que destacan elementos poco o nada mencionados en la federalización “natural” de la primera opción. Son elementos que suponen un reconocimiento político mutuo y recíproco entre quienes acuerdan el pacto federal y sitúan aquel reconocimiento como piedra angular de los regímenes federales más acreditados. De dicho reconocimiento se deriva la aprobación de Constituciones propias en cada una de las unidades federadas sin que intervenga el Legislativo de la federación. A la vez, presupone la obligatoria intervención de las unidades o comunidades territoriales en cualquier reforma de la Constitución federal. Es decir, una situación inversa a la que se da en el Estado de las autonomías. Es también rasgo federal la existencia separada y coordinada de dos sistemas judiciales: uno de ámbito federal y otro de carácter territorial para cada comunidad federada. Lo mismo ocurre con la delimitación de un doble ámbito hacendístico: la Hacienda federal y la Hacienda de cada uno de los territorios o comunidades. Finalmente, suele reservar a las entidades federadas —y no a la federación— la competencia sobre sus respectivos sistemas de gobierno local o municipal.

De esta enumeración incompleta se desprende fácilmente la considerable distancia existente entre este modelo federal y el actual Estado de las autonomías. Una distancia que debilita la idea de que nuestro Estado se encuentra a pocos pasos de una federalización efectiva. Si los cambios propuestos por el federalismo light de la primera versión se han revelado difíciles de ejecutar, una distancia mucho mayor todavía debería recorrer el Estado de las autonomías para una homologación que le incorporara al club de las federaciones acreditadas.

Se requeriría, pues, un impulso político de gran calibre para hacer posible una transustanciación de nuestro Estado en Estado propiamente federal. No solo por la gran complejidad del proceso de reforma constitucional que exige el texto de 1978, sino por la fragilidad de puntos de anclaje suficientemente sólidos para construir sobre ellos el nuevo edificio.

Es innegable que el camino recorrido durante la vigencia de la Constitución de 1978 ha conducido a una distribución territorial del poder político sin precedentes en la historia contemporánea española. Mientras que a algunos les parece excesiva, a otros les parece que es relativamente poco lo que le falta para dar el salto a la federación. Pero esta interpretación ignora la persistencia de pulsiones centralizadoras muy arraigadas que responden a concepciones situadas en las antípodas de la teoría federal. Porque cabría preguntarse si la crisis actual del Estado de las autonomías proviene precisamente de haber practicado la descentralización territorial del poder sin creer demasiado en ella o, al menos, sin asumir a conciencia los principios que deberían justificarla y garantizarla.

Así lo sugieren las constantes alusiones despectivas al fatídico número 17 —el número de las comunidades autónomas— como expresión malhumorada del rechazo de fondo a la pluralidad territorial tanto en instituciones como en políticas. También lo dan a entender las invocaciones solemnes y reiteradas a la igualdad, esgrimida como freno a la posible diversidad de resultados obtenidos en cada comunidad por obra de políticas desarrolladas en uso de su autogobierno. La desconfianza hacia la descentralización se manifiesta también en la resistencia de la Administración central del Estado a desprenderse de unidades y organismos que una concepción federalizante del Estado de las autonomías hubiera suprimido o trasladado a las comunidades autónomas.

Sin computar los correspondientes a relaciones exteriores y defensa por ser materias intransferibles, el número total de secretarías de Estado, subsecretarías, secretarías generales, direcciones generales de la Administración estatal y equivalentes es prácticamente el mismo hoy que el existente en 1983, cuando apenas se habían producido transferencias a las comunidades autónomas. Ni tampoco se habían trasladado atribuciones a la Unión Europea. Teniendo en cuenta el considerable trasvase de efectivos personales y recursos materiales desde el Estado a las comunidades autónomas, cuesta entender por qué se conserva el mismo núcleo directivo estatal para ejercer muchas menos competencias y gestionar mucho menos personal y presupuesto. A no ser que subsista la desconfianza política hacia cualquier modelo de distribución territorial del poder, una gran incapacidad para adaptarse a tal modelo o la acumulación de ambos motivos.

Todo ello introduce sombras de duda —para expresarlo benévolamente— sobre la viabilidad de una transformación del Estado en clave federal, sea en su versión light, sea en su versión más genuina. Tal vez esta duda no sea motivo bastante para descartar un empeño bienintencionado. Porque todo camino debe ser explorado para salir del atasco en que nos encontramos. Pero para construir una oferta más persuasiva para los dudosos y evitar la creación de expectativas sin fundamento en los convencidos, sería necesario que los promotores de la idea federal definieran mejor su propósito, calcularan honestamente las fuerzas propias y midieran de manera realista las contrarias. De otro modo será difícil evitar que su proyecto acabe convertido en una sempiterna federalización pendiente.

Josep M. Vallès es profesor emérito de ciencia política (UAB).

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