La felicidad de los hombres

El socialista Jean Jaurès fue uno de los protagonistas de la política francesa de su época. Su trayectoria tuvo un testigo de excepción que lo siguió, durante la legislatura de 1906, analizando sus gestos y desmenuzando sus palabras. Este testigo fue el gran escritor Maurice Barrès, también diputado, quien escribió de él estas palabras: “Jaurès no se preocupa más que de la felicidad de los hombres, como en el siglo XVIII, como Fenelon”. Lo que se explica si se tiene en cuenta que Jaurès respondió así, por aquellos días, a Clemenceau: “Su doctrina del individualismo absoluto es (…) la negación de los más grandes movimientos de progreso de la historia; es la negación de la misma Revolución Francesa”. Y también es lógico que, desde estos presupuestos, Jaurès se opusiese con todas sus fuerzas a la guerra en ciernes, convirtiéndose en un auténtico apóstol de la paz al apostar por el arbitraje como forma de resolver los conflictos entre estados. Lo que era compatible, en su pensamiento, con la convicción de que sólo una clase obrera fuerte puede imponer la paz y garantizar la independencia del país. Porque el pacifismo de Jaurès no impedía que prestase la máxima atención a la defensa nacional y al ejército. Razón por la que se preocupó por conocer el tema a fondo. Tanto que fue uno de los pocos hombres de su tiempo capaces de prever la guerra futura con todo su horror. Una tarde, en la plaza del Trocadero, describió a quienes le acompañaban ciudades y pueblos bajo el fuego de los cañones y de las bombas, naciones enteras devastadas, millones de soldados en harapos chapoteando en el barro y en la sangre, millones de cadáveres… “Esta es la guerra del futuro”, concluyó.

Jaurès rechazó la guerra como forma de resolución de conflictos, y concibió la misión del ejército como la última garantía de la independencia de un país. A este tema dedicó un libro -El ejército nuevo-, en el que subyace la idea de que “la Internacional recomienda a los proletarios que eviten la guerra, pero les exige preservar la independencia de las naciones”. En esta línea, cuando llegó el momento crucial de 1914, mantuvo con su fuerza y elocuencia habituales su posición de siempre, al decir -por ejemplo- que “el capitalismo no quiere la guerra, pero es demasiado anárquico para impedirla; no hay más que una gran fuerza de solidaridad y unidad: es el proletariado internacional”; por eso “es necesaria la acción convergente del proletariado mundial”. Su posición -y la del Partido Socialista Francés- quedó muy clara: “No existe ninguna contradicción en hacer el máximo esfuerzo por asegurar la paz y, si la guerra estallase a pesar nuestro, hacer también el máximo esfuerzo por asegurar, en medio de la terrible tempestad, la independencia y la integridad de la nación”. Del 14 al 19 de julio se reunió un Congreso Socialista extraordinario contra la guerra, en el que Jaurès hizo aprobar una moción preconizando la huelga general simultánea en todos los países afectados.

Pero no sirvió de nada: para la derecha era un traidor a Francia. L’Action Française habló así: “El acto del señor Jaurès en el Congreso Socialista extraordinario cuenta con cientos de precedentes similares que sólo pueden ser calificados de infames. Como todos sabemos, Jaurès es Alemania”. Su suerte estaba echada. La tarde del 31 de julio de 1914, el ministro Abel Ferry advirtió a Jaurès: “Le asesinarán en cualquier esquina”. Jaurès, al que también le habían dicho que “ya no se puede hacer nada”, sólo tenía un objetivo: denunciar a los verdaderos responsables del crimen que se estaba preparando, en un artículo que iba a escribir aquella misma noche y que había de aparecer al día siguiente. “Es lo único que puedo hacer”, concluyó. Y se dirigió a cenar, con unos compañeros de la redacción de L’Humanité, al Café del Croissant, lugar de cita de periodistas. Allí le llegaron las últimas noticias, que comentó con voz suave. Hasta que, de repente, se separaron los visillos de la ventana que daba a la calle y, en un segundo, se vio una mano armada y un relámpago y se oyeron dos disparos. “Han matado a Jaurès”, gritó una voz. Del asesino más vale ni acordarse.

Hubo un tiempo en que había socialistas que se preocupaban por la felicidad de los hombres y defendían hasta el final los grandes ideales de paz, libertad e igualdad de derechos y de oportunidades. Socialistas que, sin alardes sectarios, y sin embarcarse en proyectos demagógicos de vuelo corto y presunto rendimiento electoral largo, defendían un auténtico programa de cambio. Un programa que afectaba a la raíz del poder, sin perderse en maniobras de distracción tan fáciles en su ejecución como estériles en su resultado. La izquierda tiene hoy en la construcción europea el campo propicio para esta acción de calado. Porque tan sólo el impulso de un espacio social europeo puede hacer avanzar una unión a la que los argumentos estrictamente económicos están llevando a una vía muerta. Vale la pena recordar por ello a Jean Jaurès, socialista, internacionalista y francés.

Juan-José López Burniol

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