La felicidad es una canción de verano

Cuando defiendo ante los maestros que no hay sustituto tecnológico a los codos, no es raro que alguno me objete con firmeza que el único propósito noble de la educación es hacer felices a los niños. Ya no me sorprende el convencimiento dogmático con que me lo dicen y me limito a responder que es más sabio educar en el aprecio del sabor agridulce de la vida que en la aspiración edulcorada a una felicidad que, si se concibe como huida de la habitual inquietud acaba conduciéndonos a atajos aún más inquietantes (en estos tiempos la felicidad es accesible en las farmacias) y si se concibe como búsqueda, resulta que no se encuentra, sino que es algo que la memoria descubre como ya vivido. Por algún lugar he leído que Joaquín Calvo-Sotelo comenzó así su último artículo: «Nunca le perdonaré a la felicidad no haberme hecho saber que era feliz cuando lo era...». Es cierto que a veces nos encontramos conscientemente en el dulce estar estando de la satisfacción, pero lo sorprendente es que suele bastarnos muy poca cosa. Pienso en el final de una comedia de Aristófanes, La paz. Un campesino ve caer mansamente la lluvia desde su casa y siente que no hay nada mejor que este espectáculo. No puede ni podar, ni cavar la viña porque la tierra está empapada, así que llamará a sus vecinos. Su mujer tostará habichuelas y granos de trigo y cubrirá la mesa de higos secos. Unos traerán tordos y pinzones y otros, calostro y algún pedazo de liebre y todos disfrutarán mientras llueve, porque «estas horas son bellas» ya que «el cielo trabaja por nosotros y favorece nuestros campos».

La felicidad es una canción de veranoCreo entender a esos maestros imbuidos de pedagogía New Age. En nuestro tiempo se ha extendido la idea de que la felicidad es un derecho que alguien tiene el deber de garantizarnos, por lo que resulta cada vez más arduo defender la vida como la aventura de armarse del zurrón y la escopeta de caña y salir, como animaba Pla, a la caza de las melodías del mundo. Es habitual encontrarse con gente que repite inconscientemente lo que aquel monstruo hecho de retazos de esperanza le recriminaba a su creador, el doctor Frankenstein: «Si no soy feliz, ¿cómo voy a ser virtuoso?»

Los que tenemos una cierta edad aprendimos con Palito Ortega, mucho antes de la aparición del Prozac, que la felicidad es una canción de verano. Por eso asistimos perplejos a la creación del Viceministerio para la Suprema Felicidad Social en Venezuela en octubre del 2013, hecho que convirtió a Maduro en un personaje escapado de un cuento de Felisberto Hernández. Dadas las condiciones del país, la imaginación nos forzaba a pensar en aquel Ministerio de la Abundancia de Orwell, que tenía la misión de repartir cartillas de racionamiento. Orwell, por cierto, fue quien nos enseñó que la libertad y la felicidad circulan en direcciones opuestas. Los corifeos del chavismo alegaron que si Coca-Cola puede anunciarse como una bebida que proporciona felicidad y McDonals da a uno de sus menús el nombre de Happy Meal, con más razón Maduro podía crear el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social. Pero Maduro no era original. En 1972 Jigme Singye Wangchuck, cuarto rey de Bután, se sacó de la chistera el concepto de Felicidad Nacional Bruta (FNB), intentando superar espiritualmente el materialista Producto Interior Bruto (PIB) de Occidente.

En el 2005, Lord Layard of Highate, economista del ala aristocrática del laborismo, publicó Happiness: Lessons from a New Science. Dos años después, el Govern de la Generalitat de Cataluña quiso medir la felicidad de los catalanes. Finalmente, en el 2011, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la resolución conocida como Happiness: Towards a Holistic Definition of Development, que dio lugar a diferentes fórmulas matemáticas de la felicidad que andan por ahí como gallinas sin cabeza, pero haciendo perfectamente inteligible lo que Baudelaire le escribió a un conocido: «Dice usted que es un hombre feliz. Me da pena, señor, por ser tan fácilmente feliz». Si algo nos ha demostrado la búsqueda de la fórmula matemática de la felicidad es que para su resolución exacta ayuda mucho ser tonto y tener trabajo. Para que la felicidad colectiva quepa en una fórmula, la inteligencia individual estorba.

Me produce un gran desasosiego la posibilidad de un Gobierno empeñado en hacerme feliz, porque eso sólo es posible estabulando las almas y nivelando aspiraciones para que sea fácilmente llevadero esto de ser un hombre. Así que estoy dispuesto a defender mi infelicidad a cualquier coste, porque es lo más mío, como aquel buitre pensamiento que atormentaba a Unamuno.

A los gobernantes que planifican la estabulación emocional les diría lo que aquella buena señora le contestó con firmeza a su hijo, presidente de Argentina, cuando le preguntó qué podía hacer por ella: «Con que no me jodas, ya basta». Pero no estoy seguro de cuál sería el resultado de un referéndum que nos animara a elegir entre una estabulación satisfecha, como una sinecura, y una vida libre, pero a la intemperie. Maeztu creía que «el primero de los deberes de todo hombre que se dirige al pueblo para prometerle una sociedad mejor, es el de prevenirle que tampoco será feliz en ella». ¿Qué futuro tendría un político así entre nosotros?

La finitud humana no tiene cura y quien pretenda sanarla con medios políticos, pretende curar nuestra humanidad. Una felicidad que ignore la finitud no deja de ser una siesta de la razón. Si el hombre hubiera nacido preprogramado para ser feliz, no hubiera nacido programado para la muerte. Quizás no haya otra manera de acercarse a la felicidad posible que la de una cierta compasión con nuestra finitud y con la belleza que florece tenaz y efímera entre las cosas que la muerte ha tocado, acompañada de la reivindicación de cuanto nos ayuda provisionalmente a remontar el curso del tiempo, como la fidelidad a la palabra dada y el perdón. Aquello que no lleva la huella de la muerte puede ser bonito, pero dudo que pueda ser cabalmente bello. Con razón, a medida que nos vamos acercando al encuentro con la muerte, le exigimos menos a la felicidad a la hora de abrirle de par en par la puerta de casa.

Somos mortales y no estamos especialmente bien diseñados para resistir las inclemencias de la vida, pero precisamente por eso estamos abiertos, al mismo tiempo, a la seducción de lo efímero y de lo eterno. Freud nos animaba a perseguir lo segundo en la escala de los bienes. Si, a su parecer, la salud, la educación y el buen gobierno eran cosas imposibles, deberíamos ensayar la convivencia entre lo que somos y lo que razonablemente podemos llegar a ser. ¿Pero es acaso posible negarle al hombre la imaginación de lo irrealizable en su añoranza de lo absoluto? ¿No forma este empeño parte esencial de su destino?

Si se es feliz cuando no se sienten vacíos en el alma, admitamos que tenemos un alma llena de agujeros, un alma de Gruyère. ¿Se puede ser feliz si carecemos de los bienes que son fuentes inevitables de dolor? Es decir, ¿se pude ser feliz si carecemos de bienes caducables como la belleza, la salud, el bienestar, la buena compañía, la buena reputación y cosas semejantes? ¿Quién está dispuesto a renunciar a todo esto? ¿Y se puede ser feliz intentando proteger su caducidad de la erosión del tiempo? Algunos se han empeñado en confeccionar listas de lo imprescindible para ser feliz. Valoran una larga vida, un claro entendimiento, ciencia, hermosura, salud, robustez, bienes de la fortuna, tranquilidad de espíritu, una conciencia limpia de culpa... Es decir, un conjunto de cualidades imposibles de encontrar en un solo hombre.

Termino con lo que escribió proféticamente Aldous Huxley en el prólogo de 1946 para Un mundo feliz: «Los más importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de lograr que la gente ame su servidumbre». Es decir, su estabulación emocional.

Gregorio Luri es profesor de Filosofía y autor de La escuela contra el mundo, El valor del esfuerzo o Mejor educados. El arte de educar con sentido común, entre otros libros.

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