La felicidad no es cosa de los gobiernos

Gran parte de los políticos, llegados de repente y por primera vez a un cargo, sienten la irresistible seducción de pensar que están allí para hacer felices a los ciudadanos, lo cual en sí ya no es bueno, pero lo peor comienza en el momento en que empiezan a tomar iniciativas. Si los filósofos todavía no han logrado definir algo tan inaprensible y subjetivo como es la felicidad, imaginemos lo que puede hacer un político, con ese entusiasmo que puede empedrar el camino hacia el infierno. El político, además, está preso de sus prejuicios ideológicos. La sociedad avanza, el respeto hacia la libertad del individuo gana prestigio, pero los prejuicios ideológicos y/o religiosos son difíciles de ahuyentar, porque los dogmas suelen interpretarse de maneras que pueden llegar a la extravagancia. Lo más parecido a un predicador obsesionado con el ateísmo, es un predicador comunista ofuscado por los males del capitalismo. En un concurso de pelmazos sería muy difícil distinguir al más cargante, pero tengo ya comprobado que un leninista en plan evangélico es capaz de agotar los cerebros más lúcidos y reducirlos por cansancio.

A algunos conservadores es difícil quitarles el prejuicio de que no todos los ciudadanos de rentas bajas son revolucionarios potenciales que todavía no han entrado en acción, y a los izquierdistas es muy difíciles extraerles la convicción de que lo que llaman clases medias, no sólo pueden ser votantes suyos, sino que de su seno han salido siempre los grandes provocadores, y de las clases medias proceden la inmensa mayoría de personajes que han alborotado e innovado la ciencia, la filosofía, la política y la economía, la cultura en suma. De no ser por la burguesía puede que todavía estuviéramos en la monarquía absolutista, a pesar de que el término burgués va acompañado de un sentido peyorativo tan injusto como inapropiado.

De pronto, a los ayuntamientos han llegado unos políticos dispuestos a hacer todo lo posible para que llevemos una vida sana y agradable y, en muchas ciudades españolas, están empeñados en que nos traslademos en bicicleta. Como el público, en general, es reacio a ser feliz siguiendo las indicaciones del político de turno, y las docenas de millones de euros gastados en la construcción de carriles para bicicletas tampoco han generado un entusiasmo prodigioso, se ha pasado a la segunda fase: la coerción, una coerción con rostro civilizado, que son las peores, y se quitan carriles en las calles, se peatonalizan otras, se suprimen plazas de aparcamiento, es decir, se chantajea al contribuyente para que se traslade en bicicleta o en autobús. Desde luego, la contaminación es un problema grave que debe abordarse, pero pensar que yendo en bicicleta unos cuantos miles de esforzados ciudadanos va a arreglarse es como creer que prohibiendo las calderas de la calefacción del 5% de los edificios tendremos una atmósfera más limpia. (Y no se olvide que, en invierno, la calefacción contamina mucho más que la combustión de los automóviles).

Lo que sí se está logrando, de momento, es que muchos ciclistas suban las rampas de algunas empinadas calles españolas, haciendo un gran esfuerzo físico, que les reclama mayor cantidad de oxígeno para los pulmones, un oxígeno contaminado por los autobuses, camiones y coches que circulan por esas mismas calles. Yo no sé si las bicicletas son para el verano, pero para pedalear entre motores que están quemando hidrocarburos no son lo más apropiado. Sería preferible lo de las matrículas pares e impares que acortar la vida de esos ciclistas ingenuos, que pueden tener razón de ser en vías de escasa circulación, pero que en avenidas atestadas de motores son algo así como introducir a una prima ballerina, ataviada con tutú, en una concentración de moteros.

Desde la izquierda siempre se ha albergado la sospecha de que quien posee un automóvil es un peligroso capitalista que disfruta contaminando la atmósfera y es enemigo acérrimo de la ecología. Todo el mundo sabe que el fontanero, el obrero de la construcción, la funcionaria y el profesor de matemáticas usan el automóvil para sus desplazamientos, y pueden ser indiferentes o amantes de la ecología, pero estas reducciones simples nos llevan a las soluciones simplistas, como la de hacernos felices a través del pedaleo.

Desde Aristóteles, que en su «Ética a Demónico» advertía que la felicidad estaba en la virtud, hasta Ortega y Gasset que pensaba que la felicidad venía a ser una especie de coincidencia entre la vida proyectada y la vida real, su definición nunca puede ser precisa y universal, porque eso que los griegos llamaban la eudaimonia depende de la sensibilidad, saberes y certezas de cada individuo. El más pesimista de todos, Schopenhauer, que escribió un agudo ensayo sobre la felicidad y la desdicha, no sólo desconfiaba de que el hombre pudiera alcanzar la felicidad, sino que estaba convencido de que, al lograrlo, no se enteraría de ello, y por eso nos dijo que la felicidad es algo que se recuerda.

Veinticuatro siglos antes de que llegara la sociedad de consumo, Platón, como Arístoteles, ya advertía que la adquisición de bienes y cosas materiales no proporciona la felicidad, y debe estar próxima a la mística y a la armonía interior. Ignoro los vericuetos intelectuales por los que han ido desarrollando la idea de que la felicidad consiste en ir en bicicleta, o en llevar a los niños a la escuela pública, o en votar todas las tardes en asamblea para ver lo que vamos hacer al día siguiente. Entiendo la buena voluntad que anima a estas gentes, pero no recuerdo ningún momento de esos en los que fui feliz, que lo asocie a quién era el alcalde de la ciudad o quién estaba al frente del Ministerio de Agricultura. Ese encargo profesional que perseguías, y que un día te lo dan, no tiene nada que ver con quién ocupe la concejalía de Urbanismo o quién sea el presidente autonómico. Esa aceptación de la persona con la que vas a compartir el resto de tu vida, y que te llenó de felicidad, fue ajeno por completo a quien ostentara la dirección general de tráfico en ese instante. La felicidad es una satisfacción íntima de acuerdo con valores personales y circunstancias imposibles de proyectar a los demás. Ya sabemos que cada vez tendremos que pagar más impuestos, porque los misioneros dispuestos a hacernos felices parecen estar convencidos de que no deben ahorrar en el presupuesto y lo mejor es endeudarse. No les pido que dejen de derrochar. Pero, por favor, déjennos esa parcela privada a la que tenemos derecho, y no intenten imponernos sus prejuicios. La felicidad no es cosa de los gobiernos. Y dudo mucho que dependa del aumento de personas que se trasladan peligrosamente por las ciudades, montadas en una bicicleta.

Luis del Val, escritor.

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