La feria de los visionarios

Por Fernando García de Cortázar, historiador. Acaba de publicar Los Perdedores de la Historia de España (EL MUNDO, 03/04/06):

Lo primero que me viene a la cabeza un día como hoy, ya pasado un tiempo desde que el alto el fuego emitido por la banda terrorista ETA convirtiera su debilidad acorralada, su aliento de dragón moribundo, en serpentina, es una imagen: un paisaje envuelto en niebla, en el que apenas se divisan parcialmente las formas desvencijadas y fantásticas de enormes molinos cuyas aspas van dando vueltas y más vueltas, inútilmente, irremisiblemente, incorregiblemente haciendo un solo y fatigoso ruido: ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!

Lo segundo es la constatación de que aún vivimos en plenos Episodios nacionales, de que en pensamiento y acción aún respiramos con los pulmones de los seres inventados por Benito Pérez Galdós.Cuánto de lo escrito y declarado durante estos días ha traído a mi memoria las páginas de La corte de Carlos IV. ¿Recuerdan? La noticia del avance de Napoleón se esparce por Madrid donde Gabriel Araceli se va encontrando con distintas personas que le manifiestan, como si lo supieran de la fuente más segura, que el emperador francés avanza con el propósito de librar a España de todos sus pesares. Cada quien expresa y sostiene una opinión, desata sus pasiones, manifiesta su verdad según le iba en la feria. Un conocido le confía a Araceli que Napoleón ha emprendido la conquista de Portugal para regalárselo a España, país al que adora, y, sobre todo, para quitar de en medio a Godoy.Un sacerdote está seguro de que Napoleón ha dado ese paso para castigar los desmanes de Godoy contra la Iglesia y concluye que pondrá a Fernando VII en el trono para restaurar los maltratados derechos eclesiásticos. Un dramaturgo jura que Napoleón se acerca para acabar con Godoy, a quien podrían perdonársele todos los pecados pero nunca su protección a los malos poetas.

Todos estos personajes hablan, evidentemente, por la herida.Todos estos visionarios, como muchos de los que ahora saltan a nuestra escena política después de que los terroristas etarras hayan dado a entender -aquí y ahora; lástima que no lo fuese allí y antes- que no quieren continuar siendo de raíz y de tumba, que no quieren continuar dando pasos de sangre caliente y tiritando de explosivos, hablan bajo la embriaguez del rumor colectivo.Hablan -hablamos- hasta que de los hechos no quedan sino palabras poco inteligibles de tanto rumiadas, verdades a medias o a cuartos, muecas en claroscuro. Hasta que el tiempo, como la Historia, nos deja huérfanos de nosotros mismos. Visionarios, pero ciegos.

Tras el día del pathos formal, el día de los gestos ceremoniosos, quienes hemos dedicado horas y horas a leer los periódicos, llevamos en los ojos un mismo esqueleto de la película. Sombras distorsionadas, como Gabriel Araceli cuando se asoma a la corte de Carlos IV. Cada vez algunos de los supuestos protagonistas o mayordomos palaciegos nos sorprenden con una escena nueva que añadir a la representación. Pero apenas si es un esbozo. Como si en Moncloa existiera temor a enfrentarnos con la realidad que hay detrás del decorado. Como si la verdad fuera demasiado cruel para la ciudadanía. Como si se pensara que no está preparada para afrontar el temerario «sangre, sudor y lágrimas» de Winston Churchill.

O lo que es lo mismo, tenemos que aprender a descifrar miradas, adivinar intenciones en lo que son simples gestos, imperceptibles temblores, confusos ademanes. ¿Se puede describir con la palabra azar, por ejemplo, que la declaración de los terroristas se haya producido pocas horas después de que el Congreso aceptara el reconocimiento de Cataluña como nación? ¿La reunión entre Rajoy y Zapatero significa que los dos partidos mayoritarios son capaces de superar sus recelos mutuos para responder juntos, desde el sentido de Estado, sin místicas ni partidismos, a un proceso de desvertebración de España en el que los nacionalistas quieren marcar el lenguaje y los terroristas se convierten en esos personajes amenazadores que nunca aparecen pero a los que todo el mundo se refiere? ¿Cabe temer que ETA haya hablado de tener las armas calladas sólo a cambio de una negociación política y que, si esto es así, conforme van las cosas, el futuro jurídico y político de Euskadi pueda estar escrito por quienes han sido y son sus raptores? Sobre las cabezas, al alcance, como los frutos de Tántalo, se ciernen los secretos -¿con quién se ha hablado?, ¿de qué se ha hablado?, ¿se ha hablado de autodeterminación, de territorialidad sobre Navarra, de un nuevo Estatuto?-, pero cuando se piden explicaciones, todo se esfuma y convierte en fantasmagoría. Sospechas. Humo.

Porque si algo ha quedado claro los últimos días es que las mismas funciones de representación y el mismo vaivén entre el ser y el parecer que marea a los cómicos sobre las tablas se repite hoy en nuestro ruedo político tal y como se repetía en los palacios de Carlos IV, donde damas y caballeros, confesores y sirvientes, intrigaban y actuaban según las reglas del disimulo. El teatro como mundo y el mundo como teatro son una y la misma cosa. Todos -nos dicen algunos analistas- son ahora buenos, demócratas y grandes estadistas, incluso sin quererlo, como los lúgubres encapuchados del vídeo etarra que no parecían arrepentidos de su bodega de muertos. Hagiografías sólo pensables gracias a nuestra tradición tridentina, acostumbrada a recomponer la vida del santo dándole a cada gesto y decisión, por muy banales que fueran, una dimensión histórica.

En esta atmósfera histriónica y extravagante, los personajes galdosianos se multiplican. Un subvencionado mediador en el conflicto de Irlanda del Norte y en la pesadilla del País Vasco declara que el espíritu de Dios está en el espíritu del diálogo, que siempre hay una solución para todos los conflictos y que los españoles debemos dar las gracias a Otegi y a Usabiaga. Colmado de júbilo, un conocido socialista vasco, cuyas conversaciones con dirigentes de Batasuna han sido «muy útiles» para «llegar donde se ha llegado», confiesa que al conocer la gran noticia se puso a cantar en silencio una canción de Pablo Milanés. Un temperamental e irascible jerifalte de ERC se incorpora de golpe, como si saliese por un escotillón y pretendiera sorprender, para reconocer -ahora sí- que valió la pena salir del Gobierno de la Generalitat tras la reunión en Perpiñán con representantes de ETA. También el lehendakari Ibarretxe, que cuando habla de paz es como si citara el espíritu del presidente Wilson, ha levantado dos dedos para recalcar con acento prusiano la palabra «deber» y recordarnos, apresuradamente, que la dignidad del timonel le corresponde tanto, o más, a él, como Moisés de todos los vascos, que a Zapatero.

Tipismo. Género chico Con el Galdós de los Episodios nacionales, creo mucho en los hechos, un poco en los políticos, menos en las palabras. Tal vez por esta razón, porque en política y en historia quien se rige por lo que se dice yerra lamentablemente, pienso que lo más significativo de la representación a la que asistimos con los cuellos estirados y las bocas abiertas, quizá también lo más dañino para esa democracia de la que todos se enorgullecen y que todos dicen defender, sea que amplios sectores de opinión hayan aceptado implícitamente la idea de que no son tiempos para afrontar la verdad sino para ocultarla.

Todo el mundo habla con el nuevo diccionario de la paz en la mano y este diccionario, siguiendo la máxima germánica -«si ha salido bien, todo ha estado bien»- da por bueno el engaño, la impenetrabilidad, la falta de transparencia, pues, como se nos repite hasta la cursilería, la paz es un sueño largo y difícil, un sueño del que surgirán no pocas espinas y que levantará varios vendavales y hasta algún terremoto. Hace falta saber qué se entiende por vendaval, terremoto, salir bien, si el tan entusiasta horizonte que se nos promete se está convirtiendo o no en un tratado de cómo escamotear la política a la sociedad, privando al pueblo español de su soberanía y de su referente legitimador de cualquier cambio legal según marca la Constitución. Hace falta saber si en la mente de Zapatero, cuyo lenguaje, repleto de metáforas y subterfugios, carece de claridad, está que sólo él y sus corifeos -sin un consenso con la oposición, que es tan importante como el proceso mismo- pueden construirnos el mundo paradisíaco que ingenua y ciegamente profetizaba Gandhi con su «no hay camino para la paz, la paz es el camino».