La fertilidad de Europa

Ningún país europeo, con la excepción de Francia, presenta una tasa de fertilidad que permita el mantenimiento del actual volumen de población, es decir, la equivalente a dos hijos por mujer. A esta se acerca bastante Irlanda también, que hasta los años noventa poseía la tasa de fertilidad más alta entre todos los países de Europa Occidental, pero que ahora se halla en fase descendente, aunque de evolución desigual, con una tasa de 1,96. La distancia respecto al umbral que asegura la estabilidad de la población, con todo, varía mucho según los países. Hay algunos, como Reino Unido y Suecia, que tienen tasas superiores a 1,8 hijos por mujer y que, sobre todo, dan muestras de estabilidad, cuando no de tendencia al aumento, en comparación con los años noventa del siglo pasado. Algo parecido puede decirse de otras naciones, como Países Bajos, con una tasa más baja, en torno al 1,7, pero también superior a la de los años noventa y a la primera década del siglo XXI. En el otro extremo están los países que los demógrafos consideran de baja fertilidad, los de menos de 1,5 hijos por mujer, entre los que se encuentran casi todos los países del Mediterráneo, con la excepción de Chipre, pero incluyendo a Italia y España, así como un buen número de países de Europa del Este, y también Alemania, por más que esta se halle próxima al umbral del 1,5.

Una población con una fecundidad por debajo del nivel de reproducción es una población que envejece inexorablemente, provocando desequilibrios en el gasto sanitario y en el de las pensiones, que pesa sobre las cada vez más reducidas generaciones jóvenes. Además, con toda la sabiduría y experiencia que podemos reconocer a los ancianos, si estos prevalecen en la población es más difícil que una sociedad sea capaz de generar innovación cultural, científica y tecnológica. Tampoco hay que olvidar que en las sociedades democráticas las decisiones relativas a la fertilidad son fruto de la libertad. Esto significa que ofrecen la posibilidad de decidir el tener o no tener hijos o la de tener el número deseado, al reducirse las restricciones materiales y culturales que limitan la libertad de elección. Sin embargo, el hecho de que en todas las sociedades europeas, y de manera más acusada en las de menor fertilidad, exista una brecha entre el número deseado de hijos y el número de hijos que efectivamente se tienen, indica que aún hay limitaciones para una libre decisión en materia de fertilidad que podrían ser alentadas por decisiones políticas. En esta perspectiva, las diferencias entre los países anteriormente señalados pueden ofrecer pistas significativas.

Las tasas de fecundidad más altas se localizan en los países en los que la tasa de empleo femenino es más alto, la posibilidad de modificación del nivel de compromiso con el trabajo resulta más fácil y reversible, y las subvenciones de los costes de los hijos a través de servicios y/o transferencias monetarias son más generosas. Por el contrario, en países como Italia, donde una baja tasa de empleo femenino viene acompañada por un apoyo estatal al coste de los hijos escaso y a menudo fragmentario y por servicios insuficientes, la fertilidad no solo es baja, sino que tiende a disminuir. Al mismo tiempo, la pobreza infantil es alta. En la medida en la que la mayor parte de las mujeres espera, y desea, incorporarse al mercado laboral e invertir en una profesión, la posibilidad de disponer de instrumentos para conciliar esta aspiración con la maternidad se convierte en crucial para las opciones de fertilidad.

Es difícil, e incluso poco oportuno, proponer una política europea en apoyo de la fertilidad. Lo que no obsta para reconocer que ciertas directrices europeas a favor de la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, así como la directiva sobre permisos de maternidad y parentales, la definición de los objetivos mínimos de cobertura para los servicios de la infancia, y más recientemente la adopción del discurso sobre la inversión social han contribuido a reformular las políticas en apoyo de la fertilidad como políticas a favor de la igualdad de oportunidades y, al mismo tiempo, de la inversión social. Pero para desarrollar estas políticas es necesario que los distintos países se muestren sensibles hacia su propio capital humano, masculino y femenino, autóctono o inmigrante, invirtiendo en él y no desperdiciándolo. Y es necesario que a los jóvenes se les ofrezcan perspectivas de vida lo suficientemente positivas. Ambas condiciones son particularmente frágiles en muchos de los países con las tasas de fertilidad más bajas.

Chiara Saraceno es escritora y socióloga italiana. Traducción de Carlos Gumpert.

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