La fiesta comienza ahora

La autoridad de una publicación como The Economist, una de las más influyentes del mundo, debería hacernos prestar especial atención al extenso reportaje que publicó recientemente sobre España. Una visión inteligente y bien documentada desde el exterior tendría que sernos útil para pensar sobre nosotros mismos y nuestro futuro, en un momento clave en la modernización de España, en el que deberíamos replantearnos algunos cambios profundos, algunas reformas difíciles pero fundamentales, capaces de proporcionarnos el empuje necesario para llevarlo a cabo. Sin olvidar que este diálogo es lo que nos conviene desarrollar cada vez más para sentirnos más Europa y construirla también desde el sur.

Quizá ha valido la pena el esfuerzo por tener presencia en la reunión del G-20 solo para salir en la foto mediática internacional. La fiesta a la que hace referencia el título de Se acabó la fiesta, es la que el historiador y catedrático de Oxford John Elliot eleva a la era de oro de la historia española, el período comprendido entre 1975 y 2000, con bastante estabilidad política por primera vez, y que ha sido modelo internacional de transición pacífica.

Una economía potente que ha crecido, aunque desequilibradamente, a un ritmo de un 4% durante una década, uno de los más altos de Europa, que ha sido capaz de hacer una buena reducción del paro y que cuenta con dos de los 20 mayores bancos mundiales. Pero, pese a ser el país que más ayudas ha obtenido de la UE, también saca malas notas: escasa presencia internacional, en parte causada por el poco viajado Zapatero, no muy lejos del español medio, que no habla inglés y poco francés. Ahora convienen reformas estructurales profundas que no serán nada fáciles de poner en marcha. Por lo que respecta al mercado de trabajo, debemos enfrentarnos a la pérdida de competitividad, tanto en el sector público como en el privado, a las deficiencias en la selección de personal, a la burocracia, uno de los mayores lastres que arrastramos de antaño, sin olvidar la educación, a todos los niveles, especialmente el universitario. Ninguna universidad española se encuentra entre las 150 mejores del mundo.

El rotativo culpa al sistema autonómico que, pese a las diferencias, ya empezó de forma desconcertante con el "café para todos". Lo cierto es que gran parte de nuestros problemas actuales se deben a la estructura del Estado, que en algunos casos ha causado provincianismo e insatisfacciones, ha acabado fomentando desencuentros y, en ciertos momentos, incluso odios entre pueblos de España, como el desafortunado episodio del cava catalán. Los vascos están estancados sin poder celebrar su referendo con el absurdo argumento de que es inconstitucional, cuando otra región europea como Escocia, por ejemplo, no tuvo ningún problema para celebrarlo recientemente. Catalunya, con graves problemas económicos, con deficientes infraestructuras de transporte, desorientada sobre su rol en España, alejada de la política, como muestra la poca participación electoral, y obsesionada por la lengua, está perdiendo competitividad y, encima, debe estar pendiente del Tribunal Constitucional.

Tal como sugiere el reportaje, conviene redefinir qué es y qué quiere España, y los catalanes tenemos que pintar mucho en esta nueva definición tan importante para la construcción de un nuevo Estado multicultural, en el que las naciones históricas se sientan cómodas, respetadas, protagonistas y compartan intereses comunes que a la vez empujen hacia el bien común.

Seguramente habría sido más fácil si, como dice The Economist, se hubiera optado por el modelo federal ya en 1978. Pues, empecemos ya. En primer lugar, tendrían que verse esfuerzos de descentralización del Estado, que algunos organismos gubernamentales abandonaran Madrid y algún ministerio pasara a tener sede en Barcelona, para que empezáramos a sentirnos, todos, más Estado, más centrales, para abandonar así la periferia para siempre. Estos cambios pasan, obviamente, por la revisión de la Constitución que debería citar cada una de las partes que la forman, sus lenguas, los contenidos del Estatut, nuestra pertenencia a la Unión Europea, y solucionar el tema referente a la sucesión de la Corona.

Así, la Constitución podrá ser reconocida y valorada también por catalanes y vascos, como también debería serlo por otra institución, la monarquía, por la que la gente catalana, hasta la fecha, siente indiferencia y tiende a ignorar. Precisamente, estas reformas complejas precisan la participación de todas las partes, también de las más altas. La implicación del Rey sería de gran ayuda para la creación de este nuevo Estado y el fomento de una política de reconciliación nacional interna, reuniendo a los principales protagonistas de la política española para ir juntos hacia la creación de un Estado moderno, sin complejos ni resentimientos, seguro de sí mismo. Si el Rey intervino en un momento crucial de la transición como fue el 23-F, los importantes cambios de revisión de la Constitución y de paso a la construcción de un Estado federal necesitan también su implicación directa.

De no ser así, seguiremos en la incertidumbre y la ambigüedad y los periféricos podemos caer, fácilmente, en el abandono. Solo con la participación de las más altas esferas políticas el proceso puede tener éxito. Como véis, la fiesta no ha terminado, más bien acaba de empezar.

Irene Boada, periodista y filóloga.