La filosofía en tiempos de crisis

Ya sabemos que la crisis no es solo económica. Junto con la economía están fallando la política, la moral pública y ciertas instituciones, cuya función es sostener y consolidar la estructura del Estado. Y en medio de este descontento generalizado y profunda decepción hay otras cosas que, aunque pudieran parecer asuntos menores, son en realidad muy graves, sobre todo por las consecuencias a corto y medio plazo. El Ministerio de Educación parece decidido a sacar adelante un proyecto de ley que, entre otras cosas, dejaría reducida a una presencia simbólica la filosofía en la enseñanza no universitaria. Con ello desaparecerían además una gran parte de las facultades de Filosofía por la consiguiente disminución del alumnado, que iba a ver especialmente dificultada su salida profesional.

Me pregunto a qué se puede deber ese propósito y no encuentro respuesta alguna razonable. Tal vez tenga que ver con el hecho de que nunca faltan en la Administración personajes inclinados a destruir lo que está a su alcance, independientemente de su valor. En las últimas décadas se ha conseguido, con no poco esfuerzo y con una voluntad sostenida, colocar la filosofía en España a la altura que se le puede y se le debe exigir, dadas las circunstancias. Apenas hay campo de investigación que no esté dignamente representado ni corriente filosófica que no se dé a conocer con solvencia y método. Si se hiciera un balance riguroso de todo lo que se ha hecho en estos años, habría motivos suficientes, no solo para un justo reconocimiento, sino para la simple admiración. ¿Y todo eso se va a venir abajo? Ortega nos advirtió que los mayores éxitos del conocimiento pueden desaparecer de pronto, si deja de haber quien los cultive. ¿Y se va a cercenar el esfuerzo y la ilusión de tantos antiguos alumnos que en las diferentes comunidades, aparte de cumplir con sus obligaciones, han creado asociaciones, organizado congresos y publicado incluso interesantes colaboraciones? «Estamos preocupados», me dicen. Una forma discreta de reconocer que no pueden con la desesperación.

A tenor de la actitud que dejan entrever, parece que a los responsables de la educación esto de la formación intelectual no les interesa. Se echa de ver también en la superficialidad con que resuelven la docencia cuando van quedando vacantes determinadas cátedras en la Universidad. Lo que importa, parecen pensar, es resolver los problemas de la crisis económica, hacer cosas útiles, rentables y desentenderse de otras que, como la filosofía, no producen efectos económicos. Les falta decir que no estamos para leer el Quijote o interesarnos por la pintura de Velázquez.

La filosofía, y con ella la ciencia, nació en momentos de aguda y profunda crisis para resolver problemas que son suscitados por ella. Fue así en Grecia y el fenómeno se repitió, en una época ya próxima a nosotros, en Alemania, el segundo gran centro de creación filosófica. Y el pensamiento filosófico más importante durante la época contemporánea surge en medio de duras y violentas crisis. De las ideas que se han ido forjando seguimos viviendo. Por eso no se puede prescindir, por ejemplo, de la Historia de la Filosofía en cualquier formación sólida.

No hace falta mucha información para saber que las ideas que forman el soporte de nuestra cultura son fruto de la filosofía. Nos son tan familiares que las utilizamos a diario, incluso sin darnos cuenta. Sin ellas no podríamos pensar ni tampoco hablar con sentido. Bien o mal, verdadero o falso, sentido o sinsentido, libertad o esclavitud, ser o no ser..., en torno a estos conceptos y contraconceptos se estructura nuestra vida. Pero es preciso volver sobre ellos y actualizar su significado una y otra vez, porque de no ser así existe el riesgo de caer en una confusión trágica en la que no se distinga el bien del mal, la verdad de la falsedad o la libertad de la barbarie. La historia nos muestra que eso ha ocurrido reiteradamente. Pueblos enteros han vivido durante un tiempo en el espejismo de transitar por el verdadero camino y de pronto se han visto en el abismo. El paso de un periodo de esplendor y progreso a otro de decadencia y ruina ha dependido con frecuencia de no saber bien lo que se debe hacer en un momento dado.

La pregunta que con frecuencia se nos hace: ¿para qué la filosofía? encubre a veces el supuesto de que lo normal es no ocuparse de la cuestión. Si lo que subyace es la convicción de que, al margen de lo que es útil, nada merece la pena, entonces la situación ya no tiene remedio y está abandonada al azar. Y si la pregunta se hace desde la presunción de que las cosas de la filosofía ya se saben y por tanto no hay por qué dedicarse a ellas, el peligro puede ser más grave. Sobre conceptos como la verdad o la libertad hay que pensar siempre de nuevo, porque las dificultades, los problemas, las exigencias que nos llevan a ello poseen en cada caso un aspecto diferente, que ha de tomarse en consideración. Tienen algo especial esos y otros conceptos básicos. Si no los replanteamos, si no los cultivamos, terminan por diluirse o perder su rigor y carácter normativo.

¿Para qué la filosofía? Muy sencillo. Para orientarnos en la vida, para saber a qué atenernos cuando de pronto nada es lo que parece, para guiarnos por normas que son siempre diferentes de lo que el simple comportamiento empírico parece dictar, para recapacitar cuando las cosas van mal y buscar la raíz de la desorientación, tal como hoy nos está ocurriendo.

Se dirá que todo esto ya se sabe. No es cierto. Los individuos, como los pueblos, necesitan volver sobre sí permanentemente para al menos evitar vivir de falsos sueños. La filosofía nos conmina a pensar y por lo tanto a hacernos cuestión de lo que somos y de lo que hacemos, de lo que parece ir bien y sin embargo pudiera llevarnos por un camino equivocado; para esto no basta el sentido común, al que tanto se apela. El contorno de lo que debemos hacer en el futuro no nos está nunca dado previamente. Hace falta entrar en la raíz de lo que nos está pasando, tanto más cuanto que tendemos a dejarnos llevar por la simple costumbre y a pensar que el mañana está ya escrito. Hace poco más de dos siglos, Hölderlin denunció la deshumanización que había iniciado la cultura. Nunca sin embargo habría podido imaginar las tragedias que como consecuencia de esa enfermedad se iban a abatir sobre Europa. Para enfrentarnos a ese mal, que de nuevo nos amenaza, se requiere en esta hora la presencia vigilante de la filosofía.

Mariano Álvarez Gómez es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales.

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