La financiación del Estado de bienestar en España: el debate que debería ser y no es

Con la financiación del Estado de bienestar en España pasa como con la factura de la luz. Es difícil de explicar porque difícil es de entender. Concretamente en materia de sanidad y educación resulta imposible conocer quién (Estado o Comunidades Autónomas) está pagando qué prestación, lo que resulta especialmente grave en un marco democrático en el que resulta imprescindible la rendición de cuentas y la exigencia de responsabilidades. Este es el verdadero problema de nuestro Estado autonómico.

Empezaré por lo más complejo —y también lo más absurdo—. La evolución del sistema de financiación autonómica ha supuesto básicamente un progresivo aumento del poder impositivo autonómico a través de la figura de los impuestos cedidos y una progresiva reducción en paralelo de la capacidad impositiva estatal. Pero a la vez se crea un Fondo como cierre del sistema (el Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales, FGSPF) que obliga a que el 75% de los ingresos de las Comunidades Autónomas que se les ha concedido previamente vayan a ese fondo. Lo que se les da por un lado para en teoría su libre disposición, se les quita por otro, dejando de ser de libre disposición y teniendo que dirigirse a garantizar la uniformidad mínima en sanidad o educación. En definitiva, solo el 25% de los ingresos autonómicos que les concede el sistema de financiación es de libre disposición. ¿Para qué se les ha cedido el 75% restante? Se trata esta de una de las cuestiones más confusas de nuestro sistema de financiación y que genera enormes deficiencias en la rendición de cuentas y responsabilidad de nuestro Estado autonómico. Tal y como trataré de explicar a continuación, ese 75% de los ingresos autonómicos deberían haberse quedado en el Estado para ser él el que financie los mínimos comunes del Estado de bienestar.

La Constitución de 1978 estableció la necesidad de que los españoles gozáramos de una igualdad básica en prestación sanitaria y educativa otorgando para ello sendas competencias legislativas básicas al parlamento estatal. A partir de este mínimo se concedería a las Comunidades Autónomas la posibilidad de introducir mejoras a través de leyes y sus propios recursos y, sobre todo, de gestionar las decisiones estatales. Eso fue lo establecido competencialmente en el texto constitucional.

La traducción práctica de dichas previsiones constitucionales ha sido una importante centralización normativa, en forma de leyes y reglamentos estatales, en la conformación tanto del Sistema Nacional de Salud como del sistema educativo. Es el centro el que fija los sujetos que tienen acceso al Sistema Nacional de Salud, las prestaciones cubiertas con financiación pública o el régimen estatutario del personal sanitario. También es el centro el que determina los requisitos mínimos de los centros docentes, las condiciones de los conciertos, la estructura de los niveles educativos y los contenidos mínimos de cada uno de ellos, así como las condiciones de acceso del profesorado.

Frente a esta importante centralización legislativa tanto en la prestación sanitaria como educativa, conforme con el diseño constitucional, a partir del año 2001 la financiación de estas prestaciones se hace recaer fundamentalmente en las Comunidades Autónomas. De una manera radical en materia sanitaria y no tanto en materia educativa. Comienza entonces la andadura por un laberinto inescrutable cuya salida resulta cada vez más lejana. Fue un grave error eliminar en 2001 la sanidad de los Presupuestos Generales del Estado. Fue también un grave error hacer recaer en los presupuestos autonómicos una parte importante del sueldo del profesorado no universitario. Fueron graves errores porque contradicen el diseño constitucional del sistema nacional de salud y del sistema educativo, que son únicos en todo el territorio según nuestra Constitución. Pero también fueron graves errores porque se le priva al Estado del principal instrumento de política social: el dinero. En fin, fueron graves errores porque en un momento determinado alguien confundió al diseñar la financiación autonómica decisión (que le corresponde al Estado en materia de bienestar, al margen de las mejoras autonómicas) con gestión (que le corresponde a la Comunidad Autónoma). Y nadie lo sacó del error.

Según el modelo de Estado de bienestar establecido en la Constitución de 1978, la financiación autonómica no debería estar diseñada para financiar los mínimos de nuestro Estado de bienestar. Es al Estado, y no a las Comunidades Autónomas, al que le corresponde la financiación de esos mínimos en sus Presupuestos Generales. Sería, por tanto, necesaria una reforma de la ley de financiación autonómica diseñada, no para financiar los mínimos del Estado de bienestar, sino para financiar las posibles mejoras que pudieran incorporar las autonomías respecto a esos mínimos. Eso reduciría enormemente sus necesidades financieras y conllevaría la eliminación del Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales.

Si, por el contrario, se sigue manteniendo la necesidad de que sean las autonomías las que paguen lo decidido por el Estado en materia de bienestar, la progresiva descentralización financiera —con un porcentaje cada vez mayor de participación en los impuestos estatales— podría mutar el sistema competencial diseñado constitucionalmente. Si convertimos a las autonomías en las principales financiadoras del Estado de bienestar, haremos desaparecer al Estado como garante de la uniformidad mínima exigida constitucionalmente. El problema no es, como se ha repetido reiteradamente, de insuficiencia de recursos de las autonomías para hacer frente a los gastos de educación o sanidad. El problema es que las autonomías están pagando lo que no les corresponde a través de ese absurdo Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales.

Si, además de esta reforma sustancial de la ley de financiación y la eliminación del Fondo, añadiéramos unas reglas básicas de conformidad fiscal para que los presupuestos autonómicos permitan conocer el peso exacto de lo financiado por vía del Estado o lo financiado por los propios recursos autonómicos, podríamos efectivamente alcanzar un correcto desarrollo de nuestro Estado autonómico. Tal y como se establece en la experiencia comparada, en los ámbitos prestacionales donde invierte tanto el Estado como las autonomías es necesaria una contabilidad que permita disgregar los gastos en función de su origen. Los gastos que procedan de transferencias del centro no pueden ser computados a las autonomías como actualmente se hace. En caso contrario, la rendición de cuentas es imposible.

Se trata de dos reformas sustanciales. Una que cambiaría los presupuestos de los que tiene que partir la financiación autonómica. Otra crearía unas reglas de control sobre el gasto en bienestar. Pero, uf, ¡qué pereza! Mejor seguimos discutiendo lo que no puede llevarnos a ningún sitio: si distribuimos fondos en función de la población o si lo hacemos en función del coste del servicio. Un debate estéril cuya única solución pasaría por la creación de un organismo independiente constituido por personas técnicamente preparadas sin ningún interés personal o partidista en el asunto. Seres angelicales a los que no cupiera reproche alguno. Y el debate público sobre la financiación del Estado de bienestar se quedará ahí. Los problemas de fondo que los resuelvan otros.

Eva Sáenz Royo es profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Zaragoza y colaboradora de Agenda Públic.

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