La fiscal general de Guatemala encubre no solo al presidente Giammattei

En Guatemala hay una política de intimidación y persecución contra operadores de justicia independientes ejecutada por la actual fiscal general, Consuelo Porras, para impedir que avancen investigaciones clave contra la élite política, militar y empresarial del país.

En lo últimos diez días, cuatro fiscales anticorrupción, incluida Leidy Indira Santizo Rodas, una antigua investigadora de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), han sido detenidos en el país sin que el ministerio público explique con claridad los cargos en su contra. Desde mediados de 2021, diez miembros de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI) o de la Fiscalía de Derechos Humanos se han exiliado.

El lunes 14 revelé en el diario El Faro parte de lo que Porras trata de ocultar: dos antiguos colaboradores del presidente actual, Alejandro Giammattei, le acusan de haber negociado en 2019 una aportación para su campaña por 2.6 millones de dólares provenientes de sobornos.

Una de las fuentes asegura haber presenciado una conversación entre el entonces candidato y el ministro de Comunicaciones, Infraestructura y Vivienda del gobierno saliente, José Luis Benito, en la que se acordó el pago. A cambio del dinero, Benito seguiría en el cargo para mantener funcionando un sistema de adjudicación ilegal de contratos a grandes y medianas constructoras.

Según el testigo, cuya declaración forma parte de un expediente judicial, Giammattei sabía que el dinero saldría de una de esas constructoras. Es decir, antes de ganar las elecciones, ya había pactado la primera coima de su gobierno. La información no solo se basa en el testimonio, también incluye documentos de expedientes bajo reserva e información pública.

Benito estuvo prófugo durante un año y ahora está detenido y acusado de lavado de dinero porque en octubre de 2020, en una casa alquilada por él, la fiscalía halló 16 millones de dólares en efectivo en maletas. El rastreo del origen de ese dinero llevó a los investigadores hasta el testigo que habló de los 2.6 millones de Giammattei.

No es el único caso investigado por los miembros de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad que apuntaba a Giammattei. Según reveló The New York Times en octubre, otro testimonio incrimina al presidente: alguien que asegura haber entregado en casa del mandatario una alfombra enrollada que escondía en su interior paquetes de billetes, provenientes de una empresa minera rusa.

Al saber de estos testimonios, Porras desarticuló ese equipo fiscal, destituyó al jefe de la Fiscalía Especial contra la Impunidad, Juan Francisco Sandoval, y abrió un proceso en su contra.

Sandoval está exiliado desde julio de 2021. Carlos Videz, el agente fiscal que lideraba ambas investigaciones, se le unió la semana pasada. Erika Aifán, una de las juezas más respetadas del país, que instruye el caso de los 2.6 millones, también está en la mira. Ha denunciado que en las primeras siete semanas de 2022 la fiscal general ha presentado contra ella siete solicitudes de antejuicio para retirarle la inmunidad e inhabilitarla.

Es evidente que Porras protege a Giammattei. Pero está en juego mucho más que la posibilidad de que un presidente vaya a la cárcel.

Guatemala sale de una época dorada en la lucha anticorrupción y contra la impunidad. Con el apoyo de la CICIG, quienes precedieron a Porras en la Fiscalía General —Amilcar Velásquez Zárate, Claudia Paz y Paz y Thelma Aldana— aceleraron procesos por crímenes de guerra y desarticularon más de 70 redes ilícitas de favores en el Estado que incluían a legisladores, empresarios y llegaban hasta el palacio presidencial.

En 2015, en medio de multitudinarias y festivas protestas populares, el entonces presidente Otto Pérez Molina fue a la cárcel por corrupción, y en 2018 lo hizo el expresidente Álvaro Colom. El antecesor de Giammattei, Jimmy Morales, estuvo a punto de ser juzgado también. Lo impidió un amplio pacto entre partidos. Se le acusaba precisamente de financiamiento electoral ilícito.

Pero aquellas fiscalías lograron algo más: alteraron la noción de lo posible en el país. Cuando en 2014 se condenó al todopoderoso exdictador Efraín Ríos Montt por el genocidio del pueblo ixil, por un momento pareció que la justicia ya no tendría límites.

Es cierto que aquella primera sentencia fue anulada y Ríos Montt murió sin ir a la cárcel, pero también es cierto que un segundo tribunal repitió la condena y se prepara este año un tercer juicio por genocidio. En la última década el país necesitó abrir paulatinamente nuevos tribunales especiales para casos de alto nivel porque los existentes estaban saturados.

Hubo consecuencias. Tras el juicio por genocidio, las élites políticas, económicas y militares, aliadas e intocables desde la guerra civil, se sintieron por primera vez vulnerables y se propusieron recuperar el control del sistema de justicia.

Lo han logrado. Tanto Paz y Paz como Aldana tuvieron que huir del país al terminar sus respectivos mandatos. Durante el gobierno de Morales y con la complicidad de la administración del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, la CICIG fue expulsada del país en 2019.

Cuando Alejandro Giammattei llegó al poder ese año arropado por los mismos sectores económicos y militares que protegieron a Morales, la sociedad civil y organismos de derechos Humanos denunciaron de inmediato que tendría como objetivo terminar la tarea y ahogar cualquier atisbo de independencia en el sistema de justicia. El año pasado también la Corte Constitucional terminó de ser cooptada y Porras ya no encuentra límites.

En el reacomodo ha sido esencial la complicidad del sector privado, articulado en el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF), una patronal tan ajena a cambios de gobierno como la corrupción, que es desde la sombra el partido político más influyente de Guatemala.

Pero algo escapó a su control: sin respaldo institucional, desaparecida la CICIG, con la ciudadanía apagada, un trío de fiscales aislados y con pocos recursos estuvo, en menos de un año, cerca de encontrar pruebas concluyentes de corrupción contra el presidente de la República.

Por eso la represión contra fiscales y jueces en Guatemala es —y seguirá siendo en los próximos meses— brutal: porque sobrevive algo indómito en quienes, en medio de la más absoluta descomposición de las instituciones, con casi todo perdido, siguen peleando por la justicia.

Y porque lo que preocupa a las élites corruptas de Guatemala no es el futuro de Giammattei, un político en el ecuador de su mandato, profundamente impopular en la calle y no especialmente apreciado por sus aliados. Lo que temen los viejos dueños del país es que, si cae el presidente, la sociedad guatemalteca vuelva a creerse capaz de hacer que la justicia alcance a cualquiera.

José Luis Sanz es el corresponsal en Washington del periódico ‘El Faro’ de El Salvador.

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