La forja de una conciencia ciudadana global

"Al mundo musulmán: buscamos un nuevo camino hacia adelante, basado en intereses mutuos y mutuo respeto". El inusual llamamiento realizado por Barack Obama en su discurso inaugural del pasado 20 de enero, acontecimiento que el nuevo presidente sabía perfectamente que iba a ser seguido al detalle por cientos de millones de personas en todo el planeta, subrayó la importancia crucial que han alcanzado las relaciones entre el islam y el mundo occidental en el sistema internacional del siglo XXI. El anterior presidente, George W. Bush, había preferido, tras la trágica mañana del 11 de septiembre de 2001, confundir a todo el mundo musulmán con los asesinos de Nueva York y emprender una guerra de "civilizaciones" cuyas consecuencias fueron devastadoras para todas las fuerzas de paz y de diálogo tanto en Occidente como en Oriente.

Otros países también adquirieron conciencia de ese foso que estaba separando, con las trágicas consecuencias vividas en Nueva York, Madrid, Londres o Bali, al mundo musulmán del occidental, pero su respuesta se basó en el diálogo y el respeto. La propuesta de la Alianza de Civilizaciones, patrocinada inicialmente por España y Turquía y asumida después por la Organización de Naciones Unidas, pretendía específicamente ofrecer otra respuesta, además de subrayar el compromiso de sus impulsores con la legalidad internacional, y propugnar de forma indiscutible el multilateralismo, el pleno respeto a los derechos humanos y el conocimiento y respeto del otro.

Los próximos 6 y 7 de abril se reunirá en Estambul el II Foro de dicha Alianza de Civilizaciones (el primero se celebró en Madrid en enero de 2008); probablemente será una buena oportunidad para hacer balance de lo conseguido y de lo que aún queda por hacer para seguir avanzando en la lógica del diálogo y el encuentro. Entre lo logrado habría que destacar, en primer lugar, la institucionalización de la iniciativa y su asunción por la ONU. Tres años después de que el presidente Rodríguez Zapatero presentara la propuesta (septiembre de 2005), la Alianza es ya una iniciativa del secretario general de Naciones Unidas, cuenta con un grupo que reúne a un centenar de países y organizaciones internacionales de los cinco continentes (entre ellos Francia, Reino Unido, Alemania, Japón, China y Brasil) y su Alto Representante es Jorge Sampaio, ex presidente de Portugal de 1996 a 2006. La confirmación de que Brasil acogerá el III Foro en 2010 pone de manifiesto el interés que la Alianza suscita en el continente americano, que sin duda tiene mucho que aportar a una iniciativa centrada hasta ahora casi exclusivamente en el binomio islam-mundo occidental.

Es preciso seguir trabajando en otras cuestiones: entre ellas, la necesidad de profundizar en el significado del diálogo dentro del terreno de la interculturalidad y en sus consecuencias en materia de identidad. Porque la labor política y diplomática que ha prevalecido hasta el momento sitúa el diálogo, sobre todo, en el plano de las relaciones entre Estados. Y es necesaria. Pero es evidente que hace falta ir más allá para ahondar en esta visión de las relaciones internacionales. El proyecto de la Alianza de Civilizaciones debe evitar conformarse con un vago consenso o con la politización de la cuestión de las identidades. El diálogo entre Estados, muchas veces, está sometido a la preocupación por mantener los equilibrios y las alianzas con fines que, en última instancia, remiten siempre a los intereses ya conocidos de cada uno.

Sin embargo, para tener fruto, el debate debe llevarse a cabo ante las sociedades civiles, que son el crisol en el que se forma una opinión pública libre, exigente y universalizante. Porque el diálogo sólo interesa si está basado en la confrontación franca, a veces dura pero siempre abierta, de las ideas y los valores.

¿Cuál debe ser el objetivo de ese diálogo? En primer lugar, la búsqueda de la solidaridad universal, fundamento de una alianza de culturas que se apoye en valores comunes; ello significa ponerse de acuerdo para poner en tela de juicio los principios pretendidamente universalistas de cada cultura, incluida la nuestra. Porque el universalismo siempre está agitado por el particularismo.

En realidad, las dificultades del proceso de occidentalización del mundo nos enseñan que la universalidad reside más en la relación entre las culturas, en las desviaciones que traza, en las diferencias que exhibe, que en las semejanzas que descubre. No es la identidad formal, sino la diversidad, lo que genera la universalidad. Por consiguiente, el diálogo entre culturas debe trabajar, sobre todo, en las mediaciones que permitan comprender esas desviaciones y diferencias.

Por ese motivo, si queremos salvar la buena idea de la alianza de culturas y civilizaciones, debemos ponerla en manos de las propias sociedades. Es la única manera de centrar el debate sobre las cuestiones que permiten la posibilidad de elaborar un Universal común de toda la humanidad, es decir, una Alianza consciente, racional, no impuesta, basada en valores comunes, en el espacio de la ciudadanía.

Entre los ámbitos de reflexión por parte de Occidente (un concepto relativo) y el resto del mundo, hay algunos indiscutibles: el carácter sagrado de la vida, que la noción occidental de los "derechos humanos" limita a menudo a su propia visión del mundo; la igualdad de hecho y de derecho entre hombres y mujeres, que desafía la visión de algunas sociedades musulmanas; la libertad política como fundamento de la soberanía, que se convierte, de ahora en adelante, en una reivindicación universal; el derecho al reparto de la riqueza frente a las concentraciones de bienes y capitales en manos de las minorías dominantes...

Son ideas que hay que incluir en el diálogo y sobre las que hay que involucrar a las sociedades, a través de los individuos, las asociaciones, las instituciones constructoras de la identidad colectiva (medios de comunicación, universidades, empresas).

Veamos, por ejemplo, la cuestión de la igualdad de género. En todas las grandes culturas del mundo, la disposición del hombre corresponde a la secuencia derechos-deberes, mientras que la de la mujer corresponde a deberes-derechos. Esta asimetría está vinculada seguramente a la revelación de la Palabra en un hombre (ninguna religión la encarna en una mujer).

Ahora bien, la sociedad occidental ha evolucionado hacia la simetría entre los dos sexos, mientras que en otros lugares ésta continúa bloqueada. ¿Debe renunciar Occidente a defender su concepción, con el pretexto de que, en la sociedad musulmana, la cuestión de los derechos del individuo (sea hombre o mujer) no se plantea más que dentro del respeto a los principios de la comunidad? El problema es que, en la práctica, renunciar a plantear la cuestión de la igualdad equivale a renunciar a la solidaridad con la lucha de las mujeres en la propia sociedad musulmana. ¿Es posible constituir un Universal común sin tener en cuenta esa solidaridad?

Es una pregunta que los Estados no pueden abordar desde la política, porque incurren en conflictos de intereses. La profundización de las relaciones entre las sociedades, a través del intercambio cultural, es lo único que puede permitir crear una conciencia sobre este asunto. Si Marruecos ha modificado hace poco su muddawana, es decir, el código del estatuto personal relativo a los derechos de la mujer, es porque la sociedad marroquí -en las clases intelectuales modernas, pero también en su estructura profunda- se encuentra ya en pleno diálogo con las sociedades europeas.

Y la situación, por supuesto, no evoluciona en un solo sentido. Occidente no está tampoco, ni mucho menos, libre de problemas en su seno, que debe resolver: las democracias son con frecuencia imperialistas, a veces inundadas de racismo y antisemitismo, y fácilmente demagógicas en el ejercicio de las libertades. Por consiguiente, si queremos que la alianza de civilizaciones pase de ser una buena idea diplomática a ser un elemento enraizado en la realidad histórica, es obligatorio que se someta al juicio de las propias sociedades.

Sami Naïr, profesor de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Enrique Ojeda es diplomático. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia