La fragilidad de la confianza

Si hay algo que incluso a los supuestamente competentes se les hace difícil entender, aunque no siempre lo reconozcan, son los principios sobre los que se asienta el sistema monetario y financiero. ¿Cómo es posible que aceptemos, a cambio de los bienes conseguidos con el sudor de la frente, unos papeles cuyo origen desconocemos? ¿Por qué, en lugar del viejo escondite del calcetín, estamos dispuestos a depositar en una entidad financiera de la que apenas conocemos algo más que el nombre los ahorros que tanto nos ha costado acumular, sin tener ninguna seguridad de lo que van a hacer con ellos?

"Es la confianza, estúpido", me contestaría alguno echando mano de una frase que ya se ha hecho famosa. Confianza no tanto en la honradez de los gestores de las entidades financieras como en su deseo egoísta de conservar la reputación que les permite seguir atrayendo clientes. Y confianza en la existencia de mecanismos de supervisión en manos de las instancias públicas que impiden cualquier desviación de lo que puede considerarse las normas ortodoxas de una gestión prudente.

El drama actual es que esta confianza muestra unas preocupantes fisuras a nivel mundial. Toda la superestructura financiera se tambalea y pone en peligro el mantenimiento del ritmo de la actividad económica real. Las causas de este cataclismo son diversas. Para empezar, cabe señalar la falta de fe en las medidas supervisoras sobre las instituciones financieras que ha caracterizado a la Administración de Bush, convencida de que el prurito de la reputación, más la presión de los accionistas sobre los gestores de las entidades financieras, era más que suficiente para garantizar la ortodoxia. A posteriori se comprueba el fracaso de esta visión. Son ya varios los bancos norteamericanos cuyos accionistas, por no hablar de los depositantes y clientes, han visto esfumarse el valor de sus títulos mientras los gestores se retiraban a unas mansiones dignas del mejor Hollywood con unas indemnizaciones astronómicas.

La segunda es la fe del carbonero en unas fórmulas matemáticas que, como las de la alquimia que podrían transformar cualquier metal en oro, habían de permitir evaporar hasta límites insospechados el riesgo propio de las operaciones realizadas por los bancos. La diversificación era la palabra clave que los bancos americanos esgrimían para convencer a sus colegas de allende el Atlántico de la bondad de los aparentemente rentables títulos que les ofrecían. Hasta los imperturbables y severos banqueros suizos mordieron al anzuelo, como se ha visto ahora por la magnitud de las pérdidas que han tenido que aflorar en sus balances.

En EEUU, la pérdida de confianza se ha extendido a toda la población. Ya se han dado casos de retiradas masivas de depósitos que han obligado a algunos bancos a cerrar sus puertas. Y la Administración se prepara para inyectar sumas estratosféricas con la intención de evitar la extensión de esta desconfianza a todas las entidades, cualquiera que sea su grado efectivo de salud. Es posible que la medida surta efecto, pero no es gratuita. Tarde o temprano los contribuyentes habrán de satisfacer la factura, bien en forma de mayores impuestos, bien de mayor inflación.
En Europa, y más particularmente en nuestro país, la crisis de confianza se mantiene por ahora a nivel de las instituciones, sin que los particulares hayan dudado de manera evidente de la solvencia de cualquiera de ellas. No ha habido estampida alguna ni se han formado colas en las agencias bancarias para retirar los depósitos en ellas acumulados. El Banco de España, tanto en sus estrictas exigencias de provisiones en los años de euforia como en la vigilancia sobre el sistema bancario, sigue siendo una base muy só- lida para la mayoría de los ciudadanos. El problema es que la escasa liquidez de que gozan los bancos y su prevención a utilizarla ante el temor de que la crisis se agudice significa un obstáculo para el mantenimiento de la actividad real.

Las empresas ven cómo se les deniegan sus peticiones de crédito y otro tanto ocurre con los particulares que desean renovar su automóvil o rehabilitar su casa. Y ya estamos en el círculo vicioso. Menor actividad, más paro y más subsidios, menor recaudación fiscal, más déficit público que de un modo u otro habrá que financiar, y con tensiones inflacionistas.
Vienen años de vacas flacas y todos deberemos apretarnos el cinturón, por mucho que los políticos prometan endulzar el panorama. Solo nos resta cruzar los dedos y confiar en que las medidas norteamericanas surtan su efecto y tranquilicen a sus ciudadanos evitando el efecto contagio que, de lo contrario, podría tener sobre otras economías como la nuestra. Y cruzar los dedos para que las dificultades de liquidez de alguna de nuestras entidades financieras no pasen a mayores y se empiece a cuestionar públicamente su supervivencia. Cierto que el Banco Central Europeo de manera callada aplica medidas paliativas de estas dificultades, pero seguramente no podría hacerlo en la cuantía que exigiría si se diera una pérdida generalizada de confianza como la que ha conocido Estados Unidos. Y cruzar los dedos para que, superada la crisis, se tomen las medidas oportunas para evitar su repetición.

Antoni Serra Ramoneda, presidente de Tribuna Barcelona.