Todos frivolizamos alguna vez. La frivolidad ante los hechos más dramáticos, las verdades más terribles o las decisiones de mayor impacto a veces funciona como un mecanismo de autodefensa. Este parece ser especialmente el caso en tiempos de inseguridad e incertidumbre como los actuales, con un aire de esperpento o tragicomedia. Por delante de nuestra pantalla del móvil, la tableta o la televisión circulan sin lógica aparente pero sobre todo sin parar imágenes dantescas de brutalidad extrema, como la decapitación en directo de víctimas del Daesh, seguidas de imágenes del absurdo más absoluto, propias de una parodia. El absurdo, pongamos, del antepenúltimo tuit viral del presidente norteamericano -decidido claramente a ser un líder mundial por lo menos en esta categoría-. En él, con un montaje de un combate televisado de lucha libre en el que, cual energúmeno, se lanzó al cuadrilátero para derribar a árbitro, finge atacar a golpes a la CNN, acusándole de publicar falsedades sobre él.
Cierta dosis de frivolidad es comprensible, y quizás sea necesaria para mantener la cordura y la distancia. Pero hay dos variantes de frivolidad política y social que deberían preocuparnos de forma particular. La primera es la ligereza con la que se toman o no toman, bajo criterios cortoplacistas, partidistas o intereses aún menos generales, decisiones trascendentales para el bienestar de nuestros países y sus ciudadanos. Va acompañada de machacones mensajes y spin político que a menudo no significan nada realmente. La segunda es la sorprendente facilidad con la que se rebasan en nuestro lenguaje político y nuestra comunicación social las fronteras entre tragedia y parodia, entre aquello de lo que uno como norma no debiera reírse o hacer mofa fácilmente, y la mofa o broma en sí. Esta última frivolidad es distinta a la sátira, pues no contiene ninguna lección aprovechable para el pensamiento crítico y la democracia.
Ambas variantes de frivolidad política crecen con el predominio de las redes sociales y un cierto declive del liderazgo. De hecho, están íntimamente relacionadas, una conexión que refuerzan determinados políticos y figuras mediáticas obsesionadas con la movilización del grupo propio mediante el abuso, insulto o burla del contrario. De nuevo, el presidente de EEUU hace gala de esta frivolidad "Premium" tanto por la forma con la que toma decisiones sobre temas clave (como la retirada de EEUU del acuerdo climático de París o el enésimo cambio del sistema sanitario de sus conciudadanos), ignorando parámetros elementales e institucionales de política pública democrática, como por la forma con la que insulta a mujeres o estigmatiza a minorías, países terceros, el islam o todo a la vez (lo que algunos, gozosos, califican erróneamente como ser "políticamente incorrecto"). Todo ello vía tuits nocturnos, memes y exabruptos varios. Pero no está solo, pues en esta forma de política frívola le siguen figuras de todo tipo, incluso de la izquierda anti-Trump. Como consecuencia de la primera forma de frivolidad, en el fragor de luchas fratricidas y de egos irresponsables, estamos perdiendo oportunidades de oro para prepararnos colectivamente ante los retos de nuestro tiempo y dejar algo mejor a los que vengan detrás. La segunda vertiente de la frivolidad, en la que todo vale y a la vez nada vale demasiado, pues nada parece lo bastante real hasta que nos afecta directamente, conlleva la erosión del código ético en el que se fundamenta nuestra convivencia, más frágil de lo que pensamos. De ese modo, nos insensibilizamos un poco más ante cuestiones sobre las que es preciso guardar cierta empatía y compostura ética, e inculcarlas en nuestras comunidades. Cuando todo termina convirtiéndose en circo y broma potencial, corremos el riesgo de degenerar colectivamente. En un periodo de polarización y ansiedad social como el que vivimos, ambas formas de frivolidad están al alza y se retroalimentan. Es una senda que no debiéramos recorrer.
Sin embargo, es precisamente por esa misma oscura senda trumpesca por la que algunos de nuestros políticos en España parecen querer arrastrarnos. Estos últimos años, incluso para los estándares contemporáneos, la política española está adquiriendo a marchas forzadas niveles desproporcionados de frivolidad. No se trata de Nueva o Vieja Política, sino de mucha política frívola, dogmática y mala, a secas, que no enriquece y pluraliza el debate, sino todo lo contrario. De hecho, la calidad de nuestro debate democrático corre el riesgo de resentirse justo cuando más necesaria es para superar divisiones. Instrumentos nuevos como las redes sociales pueden contribuir a fomentar los valores de tolerancia que hoy comparte gran parte de la sociedad española moderna. Pero, en ciertas manos, también acentúan aquellos elementos de la peor política de nuestro país que esperábamos dejar atrás, como los instintos cainitas y maniqueos.
A título de ejemplo del primer tipo de frivolidad, pensemos en la repentina decisión de la actual ejecutiva del PSOE de no apoyar el acuerdo de libre comercio de la UE con Canadá (CETA). En ella hay un elemento de frivolidad política por parte de algunos de sus responsables, tanto por las formas - el "no lo vamos a apoyar" vía tuit en respuesta al troll de turno, para conmoción general- como por el fondo, respondiendo más a cálculo electoral que a creíbles y legítimos argumentos de peso (que los puede haber) y alejando un partido de Estado del consenso europeo. Por no hablar de la desautorización a cuadros de partido que trabajaron duro, entre insultos populistas, por un acuerdo mejor.
Por otra parte, no es casualidad que los políticos que tan fácil caen en la segunda forma de frivolidad suelan ser los más dogmáticos. Pensemos, por ejemplo, en memes estos días que bromean con enviar a una persona concreta al gulag, imagen que en Europa Oriental y Rusia evoca lo que Auschwitz y Belzec para los judíos. De ese modo, banalizan el mal, pero no en la manera de que hablaba Hannah Arendt al pensar en Adolf Eichmann, sino más bien el ridiculizar cuestiones llenas de valor y sentido humano. En el fondo, para estos políticos, la frivolidad, unida a ataques panfletarios y sorna para denigrar al contrario que evitan el argumento de fondo, son más bien una máscara que esconde una mente inflexible y simpatizante de lo autoritario. Te hacen preguntarte qué valores democráticos van a transmitir y si te ríes lo haces con cierto malestar, con la sonrisa congelada en el rostro como el Joker de Batman. En el fondo, uno sabe que hay cosas que no son de risa, a pesar de la última burrada del rufián de turno, mayúsculo, a veces.
Los políticos frívolos de que hablo buscan su legitimización en el tuit, los likes, el emoticono o el hashtag de turno; en su reprobación por el odiado contrario, y, en fin, en sus bases más intolerantes. No, pues, en las bondades de la política propuesta o las maldades de la rechazada, un debate que no interesa, ni mucho menos en su capacidad de seducir a los que no piensan así. No se trata de convencer, sino de movilizar, de modo que siempre estamos en campaña, fundamento último de la reciente moción de censura. Esos políticos y figuras mediáticas contribuyen, como pirómanos en un incendio, a la inestabilidad y la segmentación de las sociedades modernas, y sus excesos frívolos tienen consecuencias para el ánimo colectivo. Aunque utilizan la retórica del insurgente político y el "cambio", tienden a menospreciar al individuo concreto y sus opiniones ponderadas y críticas pues dependen de la política de masas y las tensiones continuas. La influencia de estos frívolos disminuye en democracias plurales donde coexisten opiniones formadas y políticas consensuadas, de cesiones y compromisos, y equilibrios de poder. No obstante, gran parte de su impacto, especialmente en lo más nocivo, nos corresponde a nosotros, por caer en su juego y aceptar acríticos su forma de política.
Entramos en una nueva era que cuestiona gran parte de los códigos y normas convencionales y donde aparecen nuevas formas de comunicación, bajo un trasfondo de inseguridad y transformaciones que cambiarán nuestra forma de vida. Ello precisará políticos y líderes sociales con visión, capaces de crear comunidad, no solo de reproducir sus cámaras de eco. De gestar acuerdos entre diferentes, no solo obcecados con lograr la hegemonía de una convicción o sector coyuntural. Líderes con cierta altura ética e, idealmente, impregnados de esa vieja virtud de la gravitas. En fin, líderes de los que podamos aprender algo, no solo frívolos pegados al móvil sin apenas ver al de enfrente: empeñados en decepcionarnos, en sacar lo peor de nosotros y en enfrentarnos los unos con los otros.
Francisco de Borja Lasheras es director ECFR Madrid