La frontera sur de Europa

Por Enrique Arias Vega, periodista (EL PERIÓDICO, 06/10/05):

Entre lo más hermoso de Melilla figura la arquitectura modernista de Enric Nieto i Nieto, quien había colaborado con Antoni Gaudí en la Casa Milà de Barcelona. Desde su primera obra melillense --la Casa Tortosa, en 1914-- hasta la última --el Palacio de la Asamblea, en 1948--, pasando por la Casa de los Cristales, la mezquita y la sinagoga --en un ejemplo singular de tolerancia y pluralismo religioso--, son 13 los edificios del arquitecto catalán que confieren una pátina de europeísmo y modernidad a nuestra ciudad situada -­Canarias al margen-- más al sur. En eso, quiérase o no, consiste el drama de Ceuta y Melilla: ser la frontera sur de Europa. Al otro lado de la valla que derriban una noche sí y otra también centenares de subsaharianos, se encuentra para ellos El Dorado, ese paraíso donde están proscritas la miseria, la explotación y la falta de libertad. Algo tan obvio parece haberle cogido por sorpresa al Gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero, quien, en un alarde de improvisación, ha enviado a la zona de penetración unos efectivos militares carentes de preparación y de medios disuasorios, para acabar siendo corridos a pedradas y mordiscos por los desesperados asaltantes. Menos mal, dicen, que el lugar donde se preparan los asaltos y desde el que se perpetran las impunes incursiones es territorio amigo, o sea, ese Marruecos con el que se lleva de cine el actual Gobierno español. ¿Resultaría peor con un régimen sedicentemente hostil al nuestro? No parece probable. Más bien, los síntomas son los de una tolerancia culpable del país de Mohamed VI, que estaría probando así la debilidad de nuestras defensas y la inoperancia de nuestros políticos en vista a una futura anexión de unos enclaves africanos que nunca le pertenecieron.

SE PODRÁ discutir lo que se quiera sobre las razones de la hambruna africana y de nuestra falta de solidaridad para resolverla. Pero lo evidente es que la entrada masiva de ilegales por la frontera sur del continente, con la complacencia de un Marruecos que se niega a recibirlos de vuelta, no sólo no resuelve el problema, sino que lo agrava. También se podrá pensar lo que se quiera sobre la política inmigratoria del Gobierno español. Lo cierto es que el denominado efecto llamada lo amplifican las televisiones de todo el mundo, al mostrar la humanitaria y noble acogida de nuestros conciudadanos y la ineficacia policial española. Las cosas, quiérase o no, son así. El masivo asalto a Europa de masas empobrecidas y desesperadas no solucionará la penuria del continente africano, sino que puede perjudicar a todos: dificultades de empleo, marginación de los recién llegados abocados a la mendicidad o la delincuencia, crecientes brotes de xenofobia... Se trata, pues, de un problema de la Unión Europea en su conjunto, que exige una política migratoria común y no una legislación dispersa, confusa y contradictoria. Una política, además, que ayude a resolver los problemas in situ, es decir, en la propia África, en vez de importarlos a Europa. ¿Se compadece eso con el plan Marshall pedido por Mohamed VI? No parece probable. La ayuda norteamericana que bajo esa denominación recibieron los países derrotados en la segunda guerra mundial la administraron los gobiernos democráticos de Konrad Adenauer, en Alemania, y Alcide de Gasperi, en Italia. ¿Dónde está la democracia en un continente dominado hoy día por dictadores corruptos, como el guineoecuatorial Teodoro Obiang, capaces de gastarse ellos solos en una semana más que todo el presupuesto anual del país? La ayuda internacional, el flujo de inversiones, la creación de empresas, el aumento de un comercio justo y demás panoplia de medidas necesarias resultan ineficaces si sólo acaban beneficiando a tiranos venales y sin escrúpulos y no van a las infraestructuras, la industria, la educación y el desarrollo colectivo.

CLARO QUE hace falta una masiva ayuda internacional a un Tercer Mundo depauperado. Pero tenemos que encontrar --más bien, crear--los cauces adecuados y hasta ahora inexistentes: unas Naciones Unidas que fomenten la democracia entre sus miembros, unas organizaciones que controlen el uso adecuado de los fondos internacionales, unas empresas que gocen de garantías jurídicas y que no conculquen los derechos humanos en los países donde se asienten, una efectiva aportación de ese 0,7% del PIB de los países ricos (¿por qué sólo ese porcentaje y en la manera actual de aplicarlo?). Si hacemos eso, luego podemos ser exigentes en que se cumpla la ley y contundentes con quienes la conculquen. De paso, evitaremos que Ceuta y Melilla terminen por convertirse en las primeras fichas de dominó de un asalto a Europa por la débil y porosa frontera del sur. Si tal cosa llegase a suceder, todos acabaríamos por arrepentirnos de ello.