La frsutración transferida

Hablan los agrimensores del alma, o sea, los psicólogos, de la llamada «transferencia emocional». Consiste en la proyección al prójimo de nuestro estado emocional, de tal manera que, si nos encontramos en la situación de enamorados correspondidos cualquier prójimo nos parece un ser digno de afecto, y, en cambio, si hemos constatado que los discípulos de Montoro actúan sobre nuestras cuentas corrientes con la crueldad de una estricta gobernanta, tendemos a pensar que cada persona con la que nos cruzamos por la calle ha salido con el fin de molestarnos. En muchas otras ocasiones nuestra transferencia emocional no se debe a ningún asunto trascendente, sino a una desatención del empleado del banco, o del funcionario, o uno de esos empujones, que nos parecen tanto más alevosos, cuanto el causante se marcha como si se hubiera rozado con un matojo, y esa asunción de matojo es mucho más hiriente que el empujón propiamente dicho.

En una noche lejana, me contaba un taxista que las propinas más escandalosas que había recibido en su vida procedían del jugador del casino que ha ganado, y que las carreras más terribles eran las del perdedor, amustiado, arrepentido, con esos deseos de hacer partícipe a los demás en la desgracia, incluido el anuncio del remediable suicidio, y digo remediable porque bastan unas palabras de consuelo, la constatación de que se ha captado la atención de los demás

Existe otra transferencia muy interesante de la que hablan menos los psicólogos, y que yo he denominado con osadía y, seguramente, con error «la frustración transferida». Se trata de desplazar la responsabilidad individual hacia circunstancias colectivas. Si algo no me sale bien, si he fracasado en mis objetivos, no se trata, por supuesto, de mi falta de constancia, de mi ausencia de preparación o de escasez de inteligencia, sino de los elementos que hicieron naufragar a la mal llamada «Armada Invencible»: no era bueno el momento, tuve mala suerte o las circunstancias conspiraron en mi contra. No se trata de un asunto tan grave como la manía persecutoria, que posee raíces paranoicas, sino de un afán por evadir nuestra responsabilidad o, como se dice en el lenguaje cotidiano, sacudirnos el muerto.

Esta transferencia de la frustración es más frecuente y cotidiana en los países mediterráneos que en los anglosajones, donde el sentido de la responsabilidad individual es un signo de madurez. En Italia, en España, y no digamos en Grecia, lo primero que aprendemos a decir en la escuela es «yo no he sido», y la llamada madurez intelectual, como le respondí con absoluta sinceridad, hace poco, en un coloquio celebrado en Logroño, a una amable lectora, en los hombres españoles se alarga, en algunos casos, hasta los 52 años, e incluso hay varones que se mueren tan ancianos como adolescentes. (Esa desigualdad de madurez entre hombres y mujeres, desde mucho antes de la adolescencia, es la etiología de diferencias que han nutrido y nutrirán gran parte de la Literatura).

Un aspecto en el que podemos intuir y vislumbrar el inmaduro es la referencia a la suerte. La suerte es un factor fundamental en la vida de cualquier persona, y existen personas con buena y mala estrella, pero achacar todos los fracasos al azar es una manera de no salir del infantilismo. En cierta ocasión, una señora la le hacía la impertinente observación a Santiago Ramón y Cajal de que el premio Nobel había sido debido a la casualidad y a la buena suerte. «Sí, es cierto, totalmente cierto –respondió el sabio– pero la suerte me sorprendió trabajando en el laboratorio». Es probable que tengamos mala suerte en la entrevista laboral, en el examen, en las relaciones sentimentales, y es normal. Pero, en muchas ocasiones, lo que denominamos mala suerte no es otra cosa que descuido, olvido, pereza, aplazamientos, falta de esfuerzo y, en no pocas ocasiones, irresponsabilidad.

Por todo ello, el banderín de enganche del nacionalismo tiene la clientela asegurada. Si alguien me propone que el fracaso en mis negocios, el mal resultado académico en los estudios, mi escaso éxito contando chistes, incluso mis pobres resultados amatorios son culpa, no de mí, sino de un tercero, de una conspiración oscura que habita en Madrid, seré un imbécil o un tipo responsable y maduro, si no me apunto al invento.

La frustración transferida nos instala, de manera celérea, en la cómoda aceptación de cómo somos, sin autocensuras posibles. Yo mismo, cuando se me cae algo al suelo, he de evitar la tentación de echarle la culpa al que colocó el objeto en el borde de la mesa. Casi todos los ejecutivos de empresa, y no digamos los grandes responsables políticos buscan con denuedo, y la inteligencia que antes se les olvidó, hallar al chivo expiatorio de sus equivocaciones. Y, si carecemos de madurez intelectual, nos pasaremos la vida echándole la culpa a los demás de nuestros fracasos. El nacionalismo es una pirámide. En la cúpula hay unos pocos tipos avisados o cínicos que se postulan como vengadores de las decepciones de la mayoría. Y la mayoría, compuesta por un alto porcentaje de mediocres e ingenuos, son entusiastas de la idea, no por la idea nacionalista en sí, sino porque les restaña sus íntimas derrotas. Por eso, me produce una enorme decepción escuchar soluciones que se basan en el dinero. Hemos llegado a un punto en que ya no es cuestión de dinero. Y sólo los adalides del nacionalismo aparecen como los únicos capaces de curar la inmensa, la enorme frustración de no ser perfectos, que es el padecimiento de todos los mortales, bailen la sardana, la jota o el sirtaki. Ante ese convencimiento la chequera no posee apenas efecto. Estamos en otro plano: en el de la psicología o, si el asunto es más grave, en el complicado terreno de la psiquiatría.

Luis del Val, periodista.

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