La fuerza de la identidad

Por Fedrico Javaloy, catedrático de Psicología Social en la UB (EL PERIÓDICO, 22/10/05):

Ocurrió en internet. Se desencadenó una tormenta de mensajes justo cuando se estaba aprobando el Estatut en el Parlament. Esta semana, decía un mensaje, en la web del diario Abc hacen una encuesta sobre si Catalunya ha de ser denominada como una nación. Por ahora el resultado es un 85% que no, pásalo a todo el mundo que conozcas para que vote, a ver si invertimos los resultados”. El texto concluía repitiendo una palabra que ya forma parte de nuestra historia más reciente: “Pásalo”.

Los mensajes se multiplicaron con la magia de la red y los resultados comenzaron a cambiar irreversiblemente de forma que pronto se cumplió el objetivo: el 80% decía que sí. La lección que se desprende es que cuando un pueblo con una identidad vigorosa no se siente reconocido, se pone en pie y hace sentir la fuerza de su identidad.

¿Qué es una nación? Según Rupert Emerson, “la afirmación más simple que puede hacerse acerca de una nación es que es un conjunto de personas que sienten que son una nación; y puede ser que, después del análisis más meticuloso, ésta sea también la afirmación definitiva”. Es decir, lo que parece una afirmación simplista e incluso tautológica en realidad tiene un carácter definitivo porque alcanza a llegar al fondo de la cuestión, a la raíz psicológica del concepto de nación, que no es otra que el sentimiento de identidad compartido por una comunidad.

Henri Tajfel generalizó esta idea afirmando que un grupo no es otra cosa que “un conjunto de personas que sienten que son un grupo”.

El concepto de nación se basa, pues, en el sentido de pertenencia a un grupo, con el que se comparte una serie de cosas: territorio, historia, cultura e instituciones políticas propias. De esta pertenencia compartida van a derivar fuertes emociones positivas tales como satisfacción y orgullo de pertenecer a ese grupo.

¿Qué es la identidad? La identidad es, ante todo, una experiencia que surge, según el psicólogo Gordon Allport, en contacto con “la zona central, íntima, cálida de nuestra vida”, con lo que puede ser considerado “el núcleo de nuestro ser”. La energía más poderosa que hay en nosotros, nuestra “energía nuclear” se condensa ahí, en nuestra identidad, de forma similar a como ocurre con la energía que hay acumulada en el corazón de la materia, en el núcleo atómico.

La identidad nos otorga un cierto sentido de la dignidad, tanto a nivel individual como a nivel grupal, y presenta algunos rasgos peculiares que fueron analizados por Jean-Paul Codol.

DE ACUERDO con este análisis, la identidad, y, en concreto, la identidad catalana consistiría en: la afirmación de nuestra diferencia con respecto a otros (otras regiones y naciones españolas); el orgullo de ser quienes somos (recuérdese la consigna som i serem); la conciencia de continuidad de nuestra existencia a través de la historia (puede decirse que hemos sufrido desde Felipe V una opresión que culminó en el franquismo); la exigencia de reafirmación de nuestras peculiaridades, comportándonos tal como somos (por ejemplo, hablando nuestra lengua) y la búsqueda del reconocimiento de nuestra fisonomía cómo grupo (la nación catalana).

Los rasgos que hemos citado constituyen una motivación fundamental en la acción de movimientos nacionalistas que combaten, espoleados por viejas humillaciones, tanto para reafirmar la imagen que tienen de sí mismos como para exigir que ésta sea reconocida por parte de la sociedad. La importancia que da un grupo a ser considerado nación brota no sólo de su sentido de identidad, sino también, como ha notado el sociólogo Pérez-Agote, de la reclamación de cierta capacidad de legitimación política.

Aunque la identidad nacional puede estar como aletargada, ciertas situaciones tienden a producir una activación de esa identidad, como ocurre cuando se define o compara al propio grupo en relación con otros, o bien cuando surge un conflicto que amenaza a la identidad. La primera situación se produjo en el momento de la aprobación del Estatut, un texto que trataba de definir a Catalunya como nación en el marco de un Estado plurinacional. En esta ocasión solemne, los parlamentarios expresaban euforia en sus rostros y en su gesticulación, los líderes se fotografiaban levantando el pulgar y la sala parecía un reflejo de la fuerza de la identidad.

EL ACTO de afirmación catalana generó intranquilidad en algunos sectores españoles que vieron en la frase “Catalunya es una nación” una amenaza a su identidad. Es como si pensaran: “Si ellos son una nación, entonces nosotros ¿que somos?”. Desde el prisma del conflicto de identidad puede entenderse bien la crispación de cierta prensa que habló de “pesadilla hecha realidad” y “fiebre nacionalista catalana”, resaltando que la “razón de ser” de España estaba en peligro y calificando de “nacioncillas” a identidades históricas. En el largo y difícil oficio de convivir, es preciso aprender a no ver la nación o la identidad desde un punto de vista excluyente: por ejemplo, uno puede sentirse catalán, español, europeo y ciudadano del mundo. Estas pertenencias son círculos concéntricos que no tienen por qué ser excluyentes entre sí.

En un mundo cada vez más globalizado, es clara la resistencia creciente que se manifiesta contra la presión uniformadora ejercida tanto sobre países enteros como sobre minorías nacionales. Estas últimas se sienten particularmente vulnerables y luchan por mantener sus rasgos distintivos, ya que en ello está implicado el sentido de sus vidas. Tratan de defender lo único que, a fin de cuentas, el ser humano puede considerar verdaderamente suyo, algo por lo que está dispuesto a jugárselo todo: su identidad.