La fuerza de Madrid

Si no existieran las ciudades habría que inventarlas. Como ha señalado Edward Glaeser, economista de la Universidad de Harvard, nos hacen «más ricos, más inteligentes, más ecológicos, más sanos y más felices». Cada mes, cinco millones de personas llegan a ellas desde el campo en busca de una vida mejor. Esta circunstancia no afecta un hecho cultural vinculado a su imagen. Tienen mala prensa. Cada vez peor, debido a la histeria ecologista, entre pop y desalmada, que disimula intereses creados y operaciones especulativas dedicadas a convertirlas en inaccesibles e intransitables. De manera literal, pues no hay quién acceda ni se desplace por sus calles, desprovistas de árboles y vegetación, antes llenas de vida. Existe en España una estirpe de políticos populistas, dedicados a escribir y hablar mal, tanto de las ciudades como del campo. ¡Alto a todo lo que se mueva y produzca riqueza, poner más impuestos! parece su lema, proclamado en la trama tóxica de las infames «redes sociales».

Se trata de tipos urbanitas, privilegiados y subvencionados, carentes del mínimo conocimiento sobre aquello de lo que hablan. Instalados en suburbios de postín, viven muy bien de lo mal que están el campo y la ciudad por culpa del «capitalismo neoliberal». Esta circunstancia afecta en especial a Madrid, que posee características odiosas para ellos y sus socios. Tanto los representantes del nacionalismo periférico cateto, golpista y supremacista, como los intelectuales orgánicos que manejan con el mando a distancia un abrumador poder cultural y mediático en régimen de oligopolio, denigran a Madrid. Les molesta por española. Porque fue capital del imperio español. Porque es la capital de España. Todo son agravantes. Adquirió su condición en tiempos de Felipe II, personificación de la llamada «leyenda negra». Ha sido capaz de mantener su jerarquía simbólica europea y mundial durante siglos.

La fuerza de MadridLa globalización ha sentado bien a Madrid y el asimétrico Estado autonómico, contra todo pronóstico, la ha fortalecido. Se trata de un efecto paradójico vinculado a la «modernidad reflexiva», definida por los sociólogos Beck, Giddens y Lash. Lo que vino tras el igualador Estado centralista, que se desmontó desde 1978, ofreció posibilidades insospechadas. Algunos se frotaban las manos pensando que Madrid iba a languidecer. Por el contrario, a pesar de su retraso comparativo en imagen de marca e infraestructuras y la formidable -para algunos excesiva- contribución a la solidaridad de todos, sin fueros, deudas históricas inventadas o componendas caciquiles, posee en 2020 una sociedad civil emergente y se halla en el vértice de la globalización. Urbe de moda, un instante parece Miami en Europa, al siguiente Estocolmo y un segundo después recuerda a Shanghái. En ella todo se entrecruza. La imprevista conversión de Madrid en metrópoli global ha avanzado en la última década. En directa correspondencia con el lamentable declive autoelegido de la antes formidable Barcelona, traicionada por sus élites dirigentes (es un decir) y su clase política corrupta y neoperonista.

El problema de los populistas radicales antimadrileños y de quienes, de manera asombrosa, los votan en cualquier lugar de España, radica en que no conocen Madrid y a los madrileños más que a través de estereotipos e imágenes exóticas y colonialistas. Leyeron a los viajeros franceses del romanticismo, o vieron películas de Hollywood como las que perpetra el señor Spielberg y se las creyeron. Repasaron, si acaso, las notas de viaje, en sus palabras «peripecia» por España (breve calabozo incluido) del camarada bolchevique León Trotsky en 1916 y piensan que vio algo antes de salir corriendo para Nueva York. Acomodado junto a su familia, por supuesto, en un camarote de primera clase del vapor Montserrat. Propiedad de la Compañía Transatlántica, del patricio cántabro marqués de Comillas, que tuvo una estatua en Barcelona entre 1884 y 2018. Ironías de la historia. Sobre esa leyenda tóxica e importada de la capital española, los nacionalismos periféricos, catalán y vasco en primer término, crearon el mito del Madrid-vampiro, últimamente capital de «España nos roba». Como son inmunes a la razón, no aprenden de lo ocurrido. Madrid posee una «modernidad líquida».

Lleva en su ADN la flexibilidad y no la afecta la pesadez inmovilizante de las identidades obligatorias, que a ellos los conduce a la irrelevancia y a la miseria pública y privada. A sus vecinos les da igual si es en origen neolítica, romana, visigoda, árabe o se fundó ayer, porque Felipe II la estableció para mirar al futuro. No existen en ella graves conflictos étnicos ni lingüísticos, más allá de las multas de tráfico o constituir a veces el manifestódromo nacional. Madrid resume la cultura global de los Austrias españoles, con su corte itinerante y milagrera. No se pregunta a nadie por su pasado. Por si acaso. En una corte, todo el mundo tiene algo que ocultar. La genealogía, el origen, no es fundamental, pues importa hacia dónde vamos, no de dónde venimos.

A quienes niegan o no defienden la existencia de una nación española de ciudadanos libres e iguales y por tanto la democracia, les molesta Madrid. Porque evoca el éxito pasado, presente y también futuro de España. Esta es realidad, en lugar de mito falso y relato sesgado; razón, en vez de emoción tóxica; posibilidad, en vez de obligación; libertad y no esclavitud; esperanza, en fin, para tantos que huyen de persecuciones y muertes civiles y se refugian en sus calles y plazas. Se pueden hacer trampas en el solitario y cambiar leyes y códigos para dar satisfacción a los golpistas condenados, presentes y futuros. Se puede ceder al «se acata, pero no se cumple». O legitimar el premoderno ¿usted sabe quién soy yo? Mas la realidad es obstinada. En la guerra cultural que es la única forma de política global en la actualidad, Madrid representa un entrecruzamiento. Una puerta que lleva a cualquier parte.

La acusación habitual padecida por quienes defendemos tanto el éxito histórico de la nación española, como la calidad acogedora de Madrid, es que somos «españolistas». Lo somos, afortunadamente, en la medida en que serlo representa defender la democracia como única forma decente y deseable de gobierno. Entre la barbarie y el odio identitario por una parte y la supervivencia del Estado de derecho por el otro, no hay elección. Este debe prevalecer. Siempre. Por eso, es preciso dejar atrás complejos de inferioridad, explicaciones innecesarias o cheques al portador. No hay fondos, no queda tiempo. La globalización lo determina todo y quedará al margen todo aquello anegado, inmerso, en estos conflictos arcaicos. En el evento celebrado en el Teatro Real en junio de 2017 para inaugurar en Madrid la Fundación Norman Foster, «El futuro es ahora», el maestro de arquitectos y premio Príncipe de Asturias de las Artes 2009 señaló que halló en ella «un lugar para comenzar». Todavía es posible hacerlo.

Manuel Lucena Giraldo es miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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