La fuerza de trabajo no tiene derechos

Tuve recientemente la oportunidad de preguntarle a un alto responsable del Gobierno actual si no le inquietaba que la nueva reforma laboral hubiera obtenido respuestas favorables exclusivamente entre sectores empresariales, mientras que los relacionados con los trabajadores (sindicatos y otras organizaciones sociales) habían coincidido de manera unánime en su rechazo. Su respuesta no dejó de sorprenderme. A su juicio, era lógica esa respuesta porque, a fin de cuentas, son los empresarios (ahora rebautizados como emprendedores) los que crean empleo.

No me sorprendió que la respuesta coincidiera, hasta en la sintaxis, con la que suelen proporcionar periodistas y opinantes varios en tertulias de derechas. A fin de cuentas, para eso debe servir ese peculiar invento que al parecer utilizan profusamente muchos dirigentes de formaciones políticas y que se suele denominar argumentario: para ir machacando el clavo de la misma idea, aunque sea a costa de que quienes utilizan dicho catecismo aparezcan poco menos que como entes robóticos sin opinión propia. Tampoco me sorprendió que ahora dijeran tales cosas los mismos que no hace tanto se habían sentado en una mesa de negociación con los sindicatos o que, cuando todavía no tenían del todo la sartén por el mango, exhortaban a acuerdos o consensos entre los diversos sectores implicados. Por desgracia, ya nos hemos acostumbrado a tal tipo de mudanzas.

Lo que más llamó mi atención fue el convencimiento que parecía latir tras esa afirmación (que mi concreto interlocutor consideraba una obviedad aceptada ¡en todo Occidente!), y que tenía que ver con la absoluta irrelevancia que atribuía a los trabajadores, hasta el punto de que en ningún momento hablaba de ellos, cosa que, por lo demás, suelen hacer también otros políticos y comentaristas afines, quienes, en vez de referirse a los "trabajadores", prefieren sistemáticamente aludir al "empleo" o a los "puestos de trabajo". Alguien podrá pensar que se trata solo de un matiz semántico, sin mayor trascendencia, pero tiendo a pensar que hay una conexión entre ese lenguaje y el feroz recorte de derechos al que los trabajadores están siendo sometidos.

Pocos días después de la promulgación de la nueva reforma laboral, el desaparecido diario Público anunciaba en su primera página el objetivo de la siguiente ofensiva de las organizaciones empresariales: el derecho de huelga. En el supuesto de que, en efecto, dichas organizaciones —del brazo siempre del Gobierno, por descontado— emprendieran esta segunda batalla, se estaría dando una vuelta de tuerca más a la misma lógica utilizada hasta el presente, solo que añadiendo un nuevo argumento. Hasta ahora les había bastado con enfrentar a los trabajadores en activo con los desempleados para hacer calar entre la sociedad la tesis de que cualquier cosa —sin línea roja alguna: basta con recordar la actitud genuflexa de los Gobiernos autonómicos de derechas ante un magnate de los casinos norteamericano— es válida si genera ocupación ("¿qué prefiere usted,  continuar sin ingreso alguno o una oferta en estas condiciones, ciertamente mucho peores que las de antaño, pero que siempre serán mejor que nada?", es la cantinela que no deja de repetirse de manera más o menos explícita).

El planteamiento, ciertamente eficaz desde el punto de vista de la propaganda, era de un cinismo casi cruel: algunos de los que han estado enviando, en su exclusivo provecho, a las colas del INEM a un buen número de sus empleados habrían pasado a apelar a ese mismo ejército de parados para, en un solo movimiento, recortar derechos y salarios de los aún empleados, y para mostrarse -sí: ¡ellos!- como los más preocupados por el drama de tantas familias sin ingresos económicos.

La irrelevancia antes mencionada a la que sectores empresariales y gubernamentales parecen querer condenar a los trabajadores va mucho más allá de su mera invisibilización ante la opinión pública. Se diría que el objetivo de toda esta lógica es despojarlos de su condición real, material, concreta, para convertirlos en mera función, variable o vector de lo único que importa: en primer plano las empresas y, más allá, la esfera económica misma. Así las cosas, nada tiene de extraño que el empeño de determinados sectores —sindicales o sociales en general— por conservar derechos duramente alcanzados, como el de huelga, sea visto por los poderosos como una disfunción tan anacrónica como absurda. Porque, ¿acaso tiene sentido que lo que no es más que abstracción, esto es, la fuerza de trabajo, se atribuya derechos? ¿Desde cuándo —parecen decirse— una mera función, variable o vector puede pretender constituirse en sujeto de derechos?

"La lucha de clases es el motor de la historia", se nos dijo hace ya mucho, pero quien lo hizo se olvidó de especificar adónde se dirigía —si se dirigía a parte alguna— el vehículo movido por dicho motor. Un siglo después, alguien —caído en muchas desgracias— escribió que no existen sujetos de la historia, sino sujetos en la historia. También este segundo se quedó corto, a la vista del empeño de algunos en negar la condición misma de sujeto a todo un sector de la sociedad. O quizá sea que la lucha postulada por Marx ha tenido un desenlace distinto al que tantos pensamos, el proceso no ha terminado en victoria sino en derrota, y esta se ha producido, entre otros ámbitos, también en el de la identidad de clase.

Es solo un ejemplo, pero no menor: durante largo tiempo, el coqueteo de la izquierda más moderada con las llamadas clases medias fue interpretado benévolamente, incluso por los más críticos, como un mero movimiento táctico para ensanchar las propias bases electorales y recoger votos en un supuesto caladero moderado y centrista. Probablemente ese desplazamiento haya tenido mayores costos de los que sus promotores previeron y el alejamiento respecto de los más desfavorecidos ha propiciado una imagen que ha terminado por resultarles muy cara: la de no ser, en realidad, otra cosa que una derecha blanda. Haciendo un balance de la situación en términos un tanto rotundos —aunque no creo que por ello demasiado exagerados—, se podría afirmar que si con el PSOE los trabajadores se sintieron traicionados, burdamente engañados, con el PP se están sintiendo despreciados, considerados directamente como unos inexistentes.

Tal vez el único consuelo que a estos les quede sea pensar que, de la misma forma que desde un punto de vista lógico se suele decir que las inexistencias no se demuestran, así también en política las inexistencias no se decretan. Y tengo para mí que estos presuntos inexistentes no se van a conformar con la sobrevenida condición que sus viejos enemigos de clase les quieren atribuir.

Por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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