La fuerza del cinismo

Nuestro mundo está basado en la cadena de la confianza; un tejido de relaciones sociales y de creencias que no va más allá de lo inmediato, pero es lo que da solidez al trato humano. Son cosas muy sencillas, pero definitivas. Así por ejemplo, que quien me vende el pan todas las mañanas está preocupado porque el producto sea bueno y yo me sienta contento de comprárselo. Que la frutera esté orgullosa de las verduras que vende y exhiba ante los parroquianos la calidad como rasgo distintivo. Que la compañía del gas, de la electricidad, del agua, tiene unos departamentos dedicados a la atención al cliente, que se ocupan exactamente de eso y no de todo lo contrario. Que el concejal de mi distrito ejerza de preocupado conciudadano, pendiente de cualquier queja o cualquier mejora para atender a sus vecinos. Nada extraordinario porque para eso le han votado y ha salido elegido. Que cuando traspase usted el umbral de una comisaría para poner una denuncia no le ocurra como a ese ciudadano de Roquetas, en Almería, que se le ocurrió entrar al cuartel de la Guardia Civil para poner una denuncia de tráfico y encontró un personal tan bronco que salió embalado en una caja de madera, y además acusado de morirse por sobredosis. Incluso digo más, que cuando usted elige a un profesional para que se ocupe de los asuntos públicos se trate de un tipo normal, con sus defectos y alguna virtud y no de un hijo-de-la-granputa capaz de matar a quien se le ponga delante si cuestiona su ambición ilimitada.

Nuestro mundo está basado en una cadena de confianzas mutuas, o al menos así debería explicarse. Pero no es verdad. Nuestro mundo está basado en una cadena de desconfianzas mutuas. Así por ejemplo, si un banco, pongamos el BBVA, tiene suculentos beneficios y es capaz de pagarle al bueno de Francisco González 9,7 millones de euros al año y otros diez millones de dotación para su fondo de pensiones, sin contar otras regalías - un presidente de banco o de cualquier cosa no paga absolutamente nada durante todo el día, todo para él es gratis total-, pues bien, usted pensará en buena lógica de la cadena de confianzas mutuas que eso servirá para abaratar los costes usurarios a sus clientes o para mejorar el incompetente servicio.

Pues no. Hubo un tiempo en que esto se hubiera considerado una indecencia, pero hoy gracias al lenguaje políticamente correcto se llama algo éticamente discutible.La cadena de confianzas mutuas llevaba a la creencia, cándida creencia, de que todo beneficio revertía a la sociedad en forma de mejoras. Mentira. Todo beneficio suculento de un ciudadano y su familia revierte a la sociedad en forma de chiste de El Roto, es decir, a mayores ganancias más camareros y mejores campos de golf.

Observen que nuestro mundo ha pasado de aspirar a la cadena de confianzas mutuas a las preguntas impertinentes sin respuesta. Trataré de aportar algunos ejemplos para corroborar la tesis general. Don Juan Antonio Roca fue asesor de urbanismo del Ayuntamiento de Marbella durante un montón de años, casi tantos como los que ejerció de delincuente profesional y personaje intocable dentro de la mafia marbellí. Acabamos de enterarnos que al habilidoso asesor de urbanismo le tocaron todos los premios de la lotería, uno detrás de otro, hasta llegar a ocho. Y en el plazo de seis meses. ¡Ocho premios en seis meses! Entre la lotería nacional, la quiniela, la bonoloto y la ONCE, a este afortunadísimo caballero le tocaba todo. Y la pregunta del millón es si a nadie le llamó la atención tanta fortuna de corrido. Al parecer no. Le bastaba con tener a un cuñado en una sucursal de La Caixa en Murcia dedicado a la tarea de ir adjudicando números ganadores a la familia del asesor del Ayuntamiento.

La cadena de confianzas está basada en la credulidad de los ciudadanos. De no ser así cómo íbamos a pensar que hasta los gordos de la lotería tenían su trampa. La primera vez que conocí a un afortunado por el gordo de la lotería fue en Bilbao. Hacia 1980. Se trataba de un sindicalista vinculado a la UGT y al PSOE. Aseguraban que le había tocado el gordo, y la verdad es que se le notaba. Se marchó de Euskadi, por supuesto. Cuando me informaron de que le había tocado por segunda vez, me di cuenta de que yo era un gilipollas y él un listo; lógicamente ahora él es un banquero de inversiones y cada vez que lo veo en los papeles me entra una risa tonta que no puedo contener. Risa de mí mismo. ¿Acaso hay algo más ridículo que haber sido estudioso de Marx y tener delante un caso típico de acumulación primitiva del capital y no enterarse?

La fuerza del cinismo corta de raíz cualquier apelación a la cadena de confianzas. ¿Quién es capaz hoy de decir que no a la unión de los europeos en una estructura supranacional e integradora? Luego vienen los matices y si la Unión Europea, tal y como está, es eso o le falta lo otro. Ahí tenemos como ejemplo y paradigma a José Manuel Durão Barroso, un político profesional, con una carrera estelar desde el maoísmo de su juventud al cinismo de su madurez, sin que se le despegue un pelo a su cabeza almidonada. En una situación normalizada, es decir, aquella que apela a la cadena de confianzas, el señor Durão Barroso debería dimitir por desvergüenza propia. Sin embargo henos aquí asumiendo la vergüenza ajena. En tan infausta ocasión como la reunión de los Veintisiete sobre problemas de la energía y el cambio climático, a unos periodistas se les ocurrió preguntarle si el uso particular de su coche - un 4x4 VW Tuareg, uno de los vehículos más contaminantes del mercado, que emite 265 gramos de CO por kilómetro, cuatro veces por encima 2 de lo recomendado por su Gobierno europeo- no le resultaba engorroso o contradictorio. Y he aquí que el cínico descubierto se blinda y lanza la siguiente perorata transcrita por nuestro corresponsal en Bruselas: "No pretendo ser un ejemplo para nadie... El enfoque moralista no va conmigo. No veo legítimo hacer exigencias personales". A esto se le llama rostro de cemento armado. Y además se cabrea. Lo más sorprendente es que los golfos, los delincuentes, los listos de la ley de plomo de la vida económica, se indignan si alguien les señala con el dedo. Quieren ser ricos, tramposos y alabados... pero anónimos a efectos legales. O sea, que el máximo líder de la Comi Europea "no está para dar ejemplo". ¿Y entonces para qué está? Para decir lo que debemos hacer los demás. Esta impunidad del cinismo se traducía en otra época como impulsora del terrorismo anarquista. Ahora lo encajamos con una sonrisa cómplice.

Acabo de leer una sentencia del Tribunal Supremo, redactada por el eminente jurista Perfecto Andrés Álvarez - que un magistrado se llame Perfecto es una ironía del destino que probablemente alguno creerá que fue designio-. Llegué a ella por una casualidad y fue gracias a un brevísimo suelto periodístico donde se decía que 14 narcotraficantes habían sido absueltos porque según tan alto magistrado los móviles que habían servido para la detención y aprensión de los alijos no habían sido debidamente controlados por la autoridad judicial competente. He leído atentamente la sentencia, escrita con ese estilo pretendidamente científico - ¿quién dijo que el derecho no era una ciencia oculta?- que me recuerda tanto el de los profesores de filosofía con ambición de trascendencia, que escriben con el cerebro lo que piensan con los pies. Como lego en la materia me he quedado de un pasmo en el juego legal entre las "tarjetas de pago" y "los móviles con registro", ejercicio de escolástica legal que significa un elogio de la tecnología informática y jurídica de los letrados que avalaron a los narcotraficantes - curiosamente en las sentencias del Supremo sólo aparecen los procuradores; los que menos cobran, ¿y los letrados? ¿No están porque no cobran, o no están porque cobran? Lo digo sin rubor, la lectura de la sentencia 130/ 2007 del Supremo firmada por su ilustrísima don Perfecto, donde se recogen los hechos probados que se disuelve luego ante la prestidigitación dialéctica de las tarjetas y los móviles, me parece una parodia de justicia que deja en la calle, y para seguir usando tarjetas de pago, a media docena de traficantes, dicho sea sin ningún respeto hacia el tribunal que avaló la sentencia, donde hay algún viejo amigo mío y donde dos magistrados discrepan con rotundidad de la singularidad del fallo. Si fuera policía de la lucha contra la droga me acogería al departamento de cínicos o pediría ser escolta de don Perfecto.

En el fondo de esta cadena de inconsecuencias late la eterna cuestión de la doble moral. O triple, que cada vez el asunto se vuelve más sofisticado. Yo no tengo ningún rubor en admitir que para mí la democracia norteamericana me produce escozor. No encuentro ninguna razón para admirarla y menos aún para considerarla como un modelo. Y en eso soy fiel seguidor de los demócratas yanquis que admiro, Thoreau y Whitman, por ejemplo. La doble moral en el mundo norteamericano ha alcanzado lo inmarcesible, la voluta imposible, con el caso del diputado republicano Newt Gingrich.

Por si no lo recuerdan, este líder evangelista, cristiano medular, prohombre de las buenas costumbres, fue el promotor de la destitución - impeachment-del presidente Bill Clinton por escenas de sexo en la Casa Blanca con una becaria. "Un líder de un país y de un Gobierno no puede estar fuera del imperio de la ley jugueteando y mintiendo sobre unas relaciones extramatrimoniales", exclamaba ante los grandes medios de comunicación que le dieron pábulo y consiguieron su éxito. Ahora, el despreciable Gingrich ha reconocido, porque no le ha quedado más remedio, que mientras él denunciaba a Bill Clinton y su sórdida escena con la becaria, él vivía una intensa relación de adulterio con una ayudante mucho más joven que él.

Lo que me provoca náuseas no es el hecho en sí, sino la argumentación de este cristiano evangélico convicto y confeso: "Aunque me descubrieran y me humillaran en público, yo no podía permitir que un presidente cometiera perjurio". La fuerza del cinismo es tan espesa que nos deja indefensos. No hay argumento contra ella, sólo la perplejidad.

Gregorio Morán