La fuerza que mueve al mundo

Gabrielle-Émilie Le Tonnelier de Breteuil nació en París el 17 de diciembre de 1706, en el seno de una familia ilustrada. Todos los testimonios coinciden en que era brillante y aplicada desde su más tierna infancia. A los tres años le dieron para jugar un compás de madera vestido de muñeca, que inmediatamente desnudó y, abriendo y cerrando sus brazos en uve, empezó a utilizarlo para trazar círculos. Fue su juguete favorito. Ya de adolescente, apostaba en los juegos de naipes sacando partido de su habilidad para contar y calcular. Una semana, después de ganar más de dos mil luises de oro, gastó la mitad en libros de estudio. Su padre se quejaba de lo que juzgaba una locura. Voltaire elogió su temprano gusto por las letras, capaz de recitar pasajes enteros de Horacio, Virgilio o Lucrecio, de iniciar una buena traducción de la Eneida y de aprender algo de español, como luego, en poco tiempo, dominaría el inglés. En 1739 tradujo La fábula de las abejas, de Bernard Mandeville, un opúsculo de moral social con subtítulo eterno: vicios privados; beneficios públicos. En su Prefacio de traductora, Émilie desdeña la educación típicamente femenina: «desde que empecé a vivir conmigo misma, y a prestar atención al precio del tiempo y a la inutilidad de las cosas con que lo gastamos, me admiro de mi antiguo comportamiento: tanto cuidado de mis dientes y mi pelo, descuidando mente y entendimiento, cuando la mente se oxida más fácilmente que el hierro y cuesta más devolverle su brillo original». Acaba observando que la injusticia de los hombres excluyendo a las mujeres de las ciencias, debería servir, al menos, para prevenirnos a nosotras de escribir libros malos. Una mujer irreductible que con 16 años fue enviada a la corte a buscar marido y no tuvo mejor ocurrencia que retar a duelo al jefe de la guardia real. El duelo fue simulado, pero su destreza en la esgrima quedó patente: maneja la espada como un húsar, dicen que dijo un viejo soldado. Se casó de conveniencia a los 19 años con el coronel Florent-Claude, marqués de Chastellet-Lomont. Pronto se quedó embarazada del primero de sus cuatro hijos.

Pero su terreno eran la geometría, las matemáticas, la física y el amor. Del viejo compás y el cálculo de probabilidades en los juegos de azar a la geometría analítica de Descartes, al Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, a la astronomía de Galileo, Cassini o Halley, a la Óptica y los Principia mathematica de Newton, y al Leibniz que leía en las Acta eruditorum. En 1737, después de colaborar con él en sus Elementos de Filosofía de Newton, Voltaire le propuso participar en el premio de la Real Academia de las Ciencias de 1738, e iniciaron un trabajo conjunto sobre la Naturaleza y propagación del fuego, hasta que Émilie, incómoda con toda concesión, decidió concurrir sola al premio presentando en secreto su propio trabajo. Fue la primera mujer en hacerlo para una institución que en el siglo XX todavía le negaba la entrada a Madame Curie. No ganó, pero su tratamiento del fuego como energía era claramente superior al de Voltaire, según él mismo reconoció. Ambos trabajos se publicaron conjuntamente en 1739 con los de los vencedores. En 1740 aparecieron sus Fundamentos de Física y muy poco antes de morir, en 1749, corregía las pruebas de su última obra, los Comentarios a los Principia de Newton, cuyos dos volúmenes no llegó a ver impresos.

De Émilie, marquesa de Châtelet se conoce mejor su relación con Voltaire, el gran affair amoroso de la Ilustración entreverado de cuestiones académicas. Pocas veces el amor ha quedado tan retratado. Radicalmente libres de espíritu ambos, ella apasionada, él más calculador y contenido, quizás ambiguo en sus inclinaciones, no se recataron; ni en su vida pública, ni en las cartas. Hasta en su literatura desvelaron unos sentimientos que duraron más de quince años. Sobre todo Émilie, en su Discurso sobre la felicidad, que sólo fue publicado 30 años después de su muerte. Sincera y atrevida, es inquietante comparar sus reflexiones valientes sobre el amor con sus cartas angustiadas. Es el contraste entre lo que se vive y lo que se quiere vivir; entre quien se es y quien se sueña. «El camino a través del mundo es más difícil de encontrar que el camino más allá del mundo», dice el verso de Stevens. Lo que no llegamos a ser. La diferencia –tantas veces el amor– mueve la historia con una energía que también se disipa en forma de sufrimiento.

Émilie sufrió esa diferencia hiriente del amor y la pérdida, que sublimó en el estudio hasta hacer mejor su pequeño mundo y el nuestro. En 1743 Voltaire prolonga su estancia en Berlín, lejos de ella, y en un mes sólo le escribe una nota de cuatro letras sin contar cuándo va a volver, «como si estuviera en la habitación de al lado», dice Émilie, lamentándose ante el conde de Argental de que Voltaire no pudiera amarla con más ternura ni ella ser más desgraciada. Siente fiebre y ganas de morir. Días después sigue quejándose: «Le he procurado a Voltaire una vuelta honorable a la patria, le he reabierto el camino a las Academias, le doy en tres semanas todo lo que él ha arriesgado en seis años». Y no encuentra la recompensa a su celo; sólo sequedad «sabiendo que traspasará mi corazón y me abandonará a un dolor sin igual». Sin embargo, sólo tres años más tarde, en 1746, Émilie recomienda lo contrario al redactar su Discurso sobre la felicidad: «El gran secreto para que el amor no nos haga desgraciados es tratar de no equivocarnos con nuestro amante, nunca mostrarnos apresurados cuando su temperatura desciende, y estar siempre un grado más frío que él». Un secreto difícil de practicar –dice– para «las almas tiernas y auténticas». Como la suya. Otros tres años después, aunque Voltaire sigue atendiéndola fraternalmente, su relación es otra y su más querido es entonces el marqués de Saint-Lambert, diez años más joven que ella y responsable de su embarazo tardío. A él dirige sus últimas cartas con el temor de sentirse culpable «a la menor disminución de sus sentimientos». Hay cosas que no se aprenden; sólo se sobrellevan a base de convivir con uno mismo. Murió el 10 de septiembre de 1749, una semana después del parto. En su Discurso sobre la felicidad citaba a Gresset: «El dolor es un siglo y la muerte un momento». Lo aguardaba. Voltaire le dedicó versos como éstos: «Te esperaré tranquilamente / en mi meridiano, en los campos de Cirey / vigilando sólo una estrella / vigilando a mi Emilia». Poco consuelo.

El amor, decía Gandhi, es «la más sutil de las fuerzas que mueve el mundo». Émilie estaría de acuerdo, con su ejemplo y en sus palabras: «quizás la única pasión que nos puede hacer desear la vida, decía del amor, la gota celeste en el cáliz de la vida que nos da valor para soportarla» . Otra gran fuerza es el azar. Al escribir estas líneas, tratando de conjurar el desorden del verano, no dejan de sorprenderme los quiebros de la fortuna: conozco a una Emilia de hoy, radicalmente libre, francesa de adopción tras años de dedicarse a la investigación en el país vecino, brillante profesora, matemática y física que ha roto el techo de cristal que aún aprisiona a tantas mujeres y esgrime una dialéctica punzante, capaz de vencer en casi cualquier polémica. Ella es mi amor y yo no soy ninguno de los muchos hombres que Voltaire fue.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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