La furia de las madres que exigen justicia crece en México

Dos mujeres se abrazan al interior de la toma de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en la Ciudad de México, el 10 de septiembre de 2020. (Sashenka Gutierrez/EPA-EFE/Shutterstock)
Dos mujeres se abrazan al interior de la toma de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en la Ciudad de México, el 10 de septiembre de 2020. (Sashenka Gutierrez/EPA-EFE/Shutterstock)

Las madres de víctimas de la creciente violencia patriarcal en México —feminicidios, violencia familiar, agresiones sexuales, desapariciones, asesinatos—, furibundas ante la crisis humanitaria nacional y el desamparo del Estado, comienzan a estar dispuestas a respaldar o participar en acciones radicales feministas para exigir justicia.

Son transgresoras que resquebrajan el estereotipo materno de la abnegación y, acompañadas de colectivos feministas marginales, intervienen en “acciones directas”: actos fuera de la institucionalidad o legalidad, algunos violentos, a los que recurren movimientos de emancipación para confrontar el orden social.

Ellas ganaron notoriedad en las tomas de las oficinas de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) del 3 y 7 de septiembre —en la primera, Marcela Alemán se amarró a una silla por 24 horas para exigir la detención del violador de su niña; en la segunda hubo apropiación de alimentos, quema de mobiliario e intervención de pinturas con personajes históricos—, lo que ha provocado que más mujeres realicen tomas o clausuras simbólicas de instituciones de derechos humanos y fiscalías en al menos 25 de los 32 estados del país.

La cuarta ola feminista mexicana, surgida en 2019 como parte de una rebelión de mujeres, inédita y diversa, contra la violencia patriarcal, resumió su admiración por ellas en una consigna: “El punk no ha muerto, son las mamás”. Pero para el presidente Andrés Manuel López Obrador, sus acciones en la toma de la CNDH son vandálicas, han sido magnificadas por la prensa y están “abrazadas” por intereses políticos y empresariales de la derecha.

La reciente combatividad de las madres tiene correspondencia con el incremento de la violencia de género y el recorte de programas para atenderla durante la contingencia sanitaria por el COVID-19.

El Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, Católicas por el derecho a decidir y la Red Nacional de Refugios, advierten que en los primeros cinco meses del confinamiento —de marzo a julio— hubo 1,580 asesinatos de mujeres, de los cuales 384 se investigan como feminicidios; 550 desapariciones de mujeres y menores de edad que, en conjunto, representan 41% del total de casos de personas desaparecidas en el país; 21,292 delitos sexuales; y un aumento de 71% de personas atendidas en la Red Nacional de Refugios por violencia familiar.

Sin embargo, la radicalidad materna en México no es nueva. Brotó hace cinco décadas y ha escalado en los momentos de mayor violencia estructural, en los que las madres han puesto el cuerpo en desafío del Estado y la violencia organizada, provocando puntos de inflexión históricos en las luchas antisistémicas del país.

Durante la Guerra Sucia —un período de represión estatal a grupos guerrilleros y movimientos opositores, entre 1965 y 1985— Rosario Ibarra de Piedra, madre de Jesús Piedra Ibarra —desaparecido en 1975 por agentes de la Dirección Federal de Seguridad—, logró interceptar 38 veces al entonces presidente, Luis Echeverría, en actos públicos para indagar por la suerte de su hijo.

Ante el silencio presidencial, ella y otras madres en igual circunstancia —amas de casa y campesinas— fundaron el Comité Eureka, que terminó agrietando el cerco nacional represivo, político y mediático de la época. Solas hicieron plantones y una legendaria huelga de hambre afuera de la Catedral Metropolitana, en Ciudad de México, y de forma precursora denunciaron las desapariciones forzadas, así como los centros militares y policiacos clandestinos de reclusión y tortura.

Su lucha concretó la reforma política de 1977 a través de la cual la izquierda pudo, finalmente, ser votada en comicios electorales, y generó un frente social de oposición en 1979, que es el gran precedente de la defensa de los derechos humanos en el país.

Otra madre desmoronó, en un acto, la omnipotente figura presidencial. Fue en 2010, cuando el presidente Felipe Calderón desgarraba el país con su estrategia militar de la “guerra contra el narcotráfico”, que dejó en su gobierno más de 120,000 muertes violentas y 26,000 casos de desaparición.

Luz María Dávila, madre de dos jóvenes estudiantes que fueron acribillados en Villas Salvárcar, en el estado de Chihuahua —señalados por Calderón como pandilleros—, se coló a un importante evento local de seguridad encabezado por el presidente. Durante su intervención, ella se puso de pie y le dio la espalda, luego lo encaró, le reclamó haber difamado a sus hijos y le exigió justicia ante un público perplejo.

Un año después, en 2011, señoras de Cherán, Michoacán, detonaron el surgimiento nacional de las autodefensas comunitarias contra las mafias criminales. Hartas de ver cómo sus maridos e hijos eran asesinados o desaparecidos por talamontes armados, se interpusieron en su camino y quemaron sus vehículos. Su arrojo llevó al pueblo a tomar las armas en defensa de sus bosques, lo que sacudió al país y despertó un proceso de expansión de autodefensas en 22 de los 32 estados del país durante el gobierno de Enrique Peña Nieto.

En el gobierno de López Obrador ha escalado su radicalidad, pues las madres de las víctimas de violencia patriarcal están pasando de las vías pacíficas de protesta a realizar acciones directas sin antecedentes, como la citada toma de oficinas públicas —el caso de la CNDH— para convertirlas en refugio de mujeres violentadas.

Dos madres atrajeron la atención durante la toma: Yesenia Zamudio, cuya hija María de Jesús fue víctima de feminicidio, y Erika Martínez, quien exige el encarcelamiento del abusador sexual de su niña.

Si bien entre ambas hubo una ruptura por diferencias personales, ellas representan la emergencia de una nueva y combativa actora social: la madre que asume un feminismo urbano popular, en este caso de “la periferia”, la zona marginal del Estado de México circundante a la capital mexicana, una de las más azotadas por la violencia patriarcal del país.

Erika Martínez me dice que hoy las madres radicales son la minoría, pero porque a otras les falta informarse y “erradicar el miedo” para salir a protestar. Ese miedo no es fortuito. Ella también participó en la toma de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México, en Ecatepec, uno de los municipios con más feminicidios en el país, la cual después fue desalojada por la Policía.

“Pero esta sí la tenemos ganada”, asegura sobre la toma de la CNDH, convertida en el actual epicentro de lucha para otras mujeres violentadas en el país.

Si el Estado mexicano sigue abandonando a las mujeres que enfrentan la violencia de género habrá más madres que, movidas por el hartazgo y la rabia, también estarán dispuestas a nutrir la beligerancia de la cuarta ola feminista.

Laura Castellanos es reportera feminista mexicana que escribe sobre subversión social, autora del libro ‘Crónica de un país embozado 1994-2018’.

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