La futilidad del muro antinmigración está demostrada

 Una valla fortificada separa Ceuta, al norte de España, de Marruecos Credit Juan Medina/Reuters
Una valla fortificada separa Ceuta, al norte de España, de Marruecos Credit Juan Medina/Reuters

Con tres vallas, dos de ellas de hasta seis metros de altura, cuchillas cortantes, un foso para dificultar el paso, torres de control a ambos lados de la frontera y sensores que detectan cualquier movimiento, el muro que separa África de Europa en los enclaves españoles de Ceuta y Melilla podría ser la envidia del presidente estadounidense, Donald Trump. Ha sido reforzado en media docena de ocasiones y puesto a prueba con alpinistas.

España lleva décadas tratando de sellar su frontera terrestre con Marruecos, una misión en teoría sencilla. Pero más de setecientos migrantes la han traspasado en dos asaltos masivos desde el 26 de julio.

Las vallas de Ceuta y Melilla serpentean a través de perímetros de poco más de ocho y doce kilómetros respectivamente, muy lejos de los 3.142 kilómetros que Trump pretende crear entre México y Estados Unidos. Y, sin embargo, las defensas españolas se erigen sobre la frontera como símbolos del fracaso de la política migratoria europea y como un recordatorio permanente de la futilidad de los muros. Ninguno ha demostrado ser lo suficientemente alto frente a la determinación de quienes escapan de la pobreza, la guerra o la falta de oportunidades. Ha llegado la hora de admitirlo y buscar otras soluciones.

La historia de las vallas de Ceuta y Melilla es la crónica de un pulso de voluntades en el que las autoridades siempre han ido un paso por detrás. La segunda de las barreras españolas, por ejemplo, fue levantada en 1971 para evitar la llegada de enfermos de cólera procedentes de Marruecos. En su primera versión solo tenía un metro de altura. Cuando se aumentó su altura, los inmigrantes construyeron escaleras con ramas de los árboles para saltarla. Cuando se reforzó con material deslizante, improvisaron garfios para treparla. Y cuando se enviaron refuerzos policiales, se organizaron asaltos masivos que cada poco tiempo desbordan a las autoridades y que este verano han estado acompañados de actos violentos.

Donald Trump utilizó imágenes de una de esas incursiones en Melilla en un vídeo promocional de su campaña en 2016, como si se tratara de la frontera con México. El vídeo pretendía alertar sobre los supuestos peligros de la inmigración y la necesidad de construir barreras más altas y fortificadas para frenarla. En realidad estaba mostrando justamente lo contrario: medio siglo de fracasos del muro español.

Los obstáculos levantados por España y otros países europeos en sus fronteras no reducen el número de inmigrantes —el número de llegadas por mar ha aumentado un 163 por ciento en España en el último año—, solo hacen su viaje más costoso y arriesgado. Personas y niños que no tienen la fortaleza física para saltar las vallas optan por pagar a traficantes para intentarlo por mar en embarcaciones débiles.

El Mediterráneo, uno de los símbolos culturales de la Europa clásica, se ha convertido en uno de los grandes cementerios de nuestro tiempo: una de cada dieciocho personas que intentan cruzarlo mueren ahogadas, según Naciones Unidas.

“Las barreras arquitectónicas no impiden el paso de la gente”, me dijo Lucila Rodríguez-Alarcón, directora general de la Fundación porCausa, una organización dedicada a la investigación social sobre migraciones, pobreza y desigualdad. “Lo que hacen es desviar esos flujos a lugares más peligrosos”.

Es difícil imaginar un obstáculo más disuasorio que un mar en el que han muerto más de 9000 personas en los últimos tres años, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Europa sigue enfrentándose a esa tragedia diaria dividida, indiferente y desmemoriada, olvidando que entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XX fue un continente de emigrantes. Millones de irlandeses huyeron de la hambruna para buscar el sueño americano. Miles de españoles dejaron atrás la Guerra Civil y la dictadura franquista para buscar refugio en países latinoamericanos y cientos de miles de judíos escaparon de la persecución y el genocidio de distintos países de Europa.

Los europeos podrían hacer un ejercicio de memoria histórica para entender qué lleva a una familia de Sudán del Sur, un joven de Honduras o una madre de Siria a buscar una nueva vida lejos de su país. Los políticos del continente deberían comprender mejor que otros su obligación moral de ofrecer a quienes emprenden ese viaje algo más que centros de detención, deportaciones y muros. Y, sin embargo, desde los despachos de Bruselas, París o Madrid se escuchan las mismas propuestas fallidas de cada año que han dado la espalda a nuestra propia historia como refugiados.

Si Europa dejó de ser un continente del que la gente quería huir y se ha convertido en uno que atrae a personas de países desbordados por la pobreza o la violencia, fue gracias a la educación, la prosperidad, el comercio y la estabilidad conseguida tras las guerras que la desangraron en el siglo XX. La solución de entonces —ampliar y hacer más inclusiva la prosperidad y optar por los valores democráticos y el respeto de los derechos humanos— sigue siendo válida hoy.

Si de lo que se trata es de reducir la inmigración, a pesar de la evidencia de que Europa la necesita para prolongar su prosperidad, ningún muro será tan efectivo como crear acuerdos comerciales justos que impulsen el desarrollo de los países menos favorecidos, una diplomacia decidida que ejerza presión internacional para terminar los conflictos armados y un apoyo generoso a los agricultores y pescadores de las regiones más pobres, hoy en clara desventaja frente a las subvenciones millonarias que reciben los europeos.

Los campesinos de la Unión Europea recibirán entre 2021 y 2027 cerca de 365.000 millones de euros en asistencia: un porcentaje mínimo de esa cantidad serviría para duplicar la inversión en educación en países menos favorecidos, lo que podría potenciar a nuevas generaciones de estudiantes y profesionistas mejor preparados. Los gobiernos occidentales podrían utilizar otra parte para incentivar fiscalmente a las empresas que inviertan en naciones en desarrollo y generen puestos de trabajo locales. Los programas de ayudas, en los que a menudo el dinero se derrocha en proyectos efímeros, podrían enfocarse en crear mecanismos de largo aliento para que las comunidades aprovechen de forma sostenible sus recursos naturales. Al igual que la Europa de la posguerra, África necesita un Plan Marshall —la iniciativa de Estados Unidos para reconstruir parte del continente después de la Segunda Guerra Mundial— decidido, generoso y de largo plazo.

Pero la idea del desarrollo, la educación y el emprendimiento como estrategias migratorias es desechada con frecuencia por los políticos europeos y estadounidenses. Desde las playas de Cádiz, en el sur de España, donde se alcanza a ver la costa africana desde la que miles de personas esperan para cruzar a Europa, ninguna política se antoja más irreal que la pretensión de que un muro o una valla podrán detener la determinación de quienes buscan alcanzar un lado más afortunado del mundo.

David Jiménez es escritor y periodista. Ha escrito, entre otras obras, Hijos del monzón.

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