La generación de 1914

Desde joven me he acercado a la historia con un único objetivo: entender el presente. Quizá porque el presente de mi patria española siempre me ha parecido –en sobados términos jurídicos– manifiestamente mejorable. Y utilizo esta expresión por ajustarse a lo que quiero decir: que mi disgusto por los aspectos negativos de este presente es compatible con el reconocimiento de cuanto de positivo hemos conseguido conformar entre todos a lo largo de los siglos. Por eso hoy, cuando considero que la Segunda Restauración alumbrada por la transición está agotada (por una erosión imparable del Estado como sistema jurídico, por un desprestigio creciente de todas las instituciones y por una corrupción rampante), vuelvo los ojos a lo que sucedía hace cien años, cuando la Primera Restauración comenzaba también a tambalearse, una vez automarginado Maura y asesinado Canalejas. Era un momento tan crítico como el actual, pero se diferencia por un rasgo trascendental: había entonces un amplio grupo de intelectuales que, preocupados por la situación de su patria, reflexionaban sobre su pasado y proyectaban su futuro con vocación de acción política, mientras que hoy España se ha convertido en un páramo, donde parece imposible hablar de ideas generales –las únicas operativas– y todo se agota en un deambular cansado sobre tópicos repetidos hasta la saciedad y arrojados al contrario como lo que son: piedras de ideología y adoquines de autocomplacencia.

La generación de 1914, en cambio, trabajaba con ideas. Fue José Ortega y Gasset –su representante máximo– quien dio la señal de partida con una conferencia pronunciada en la sociedad El Sitio, de Bilbao, el 12 de marzo de 1910, bajo el título de La pedagogía social como programa político, en la que partía de la constatación de que “España no existe como nación”, a resultas de “tres siglos de error y de dolor” que la han convertido en un problema político. Estas ideas cuajaron en un libro – Meditaciones del Quijote– y en la fundación –en 1913– de la Liga de Educación Política, cuyo primer acto público fue la conferencia que, bajo el título Vieja y nueva política, Ortega pronunció en el teatro Comedia de Madrid, el 23 de marzo de 1914. Pertenecían a esta Liga, entre otros, Fernando de los Ríos, Antonio Machado, Manuel Azaña, Américo Castro, Ramiro de Maeztu, Ramón Pérez de Ayala, Salvador de Madariaga, Manuel García Morente y Gustavo Pittaluga. Azorín dijo de ellos: “Otra generación ha llegado. Hay en estos jóvenes más método, más sistema, mayor preocupación científica. Son (…) críticos, historiadores, filólogos, eruditos, profesores. Saben más que nosotros (la generación del 98). (…) Dejémosle paso”. De clase media, universitarios, viajados y con estudios en Europa, con predominio de humanistas sobre científicos, conscientes hasta el dolor de la postración de una España a la que se sentían irrevocablemente unidos, ansiaban regenerarla. Azaña lo expresó así con su contundencia habitual, en el discurso que pronunció en Alcalá de Henares en 1911: “Nos horroriza el pasado, nos avergüenza el presente; no queremos ni podemos perder la esperanza del porvenir (…) Hay una patria que redimir y rehacer por la cultura, por la justicia y por la libertad”.

El ideario de aquellos jóvenes se concretaba en un liberalismo abierto a nuevas formas de organización social, opuesto al individualismo y compatible con una fuerte intervención del Estado, si bien refractario a cuanto sonase a lucha de clases, dictadura del proletariado o abolición de la propiedad privada. Este ideario se expresaba en un programa político demócrata, accidentalista en las formas de gobierno y europeísta, pensado para una pequeña burguesía urbana y rural, con la educación como vía hacia el progreso, las infraestructuras como factor indispensable de dinamización económica, y la desarticulación absoluta del tinglado político-caciquil de la Restauración como factor básico de regeneración.

A lo largo de los años, este movimiento se dividió en tres corrientes: una se integró en el Partido Socialista, otra alumbró Izquierda Republicana y la última se diluyó en la Agrupación al Servicio de la República. Se podrá objetar que el esfuerzo de todas ellas, cristalizado en la Segunda República, resultó baldío, al ser barrida esta por una guerra atroz.. Quizá –apunta Laín– existía entonces un foso infranqueable entre una élite de notable calidad y gran ambición, y un pueblo inmerso en un gran atraso cultural y económico. Hoy, la sociedad española es bien distinta, tanto en situación económica como en nivel cultural. Pero quizá, a diferencia de hace un siglo, sea hoy nuestra clase dirigente la que no esté a la altura de las exigencias del momento. Porque la capacitación política no se adquiere sólo en la rutina de la vida de partido ni en los programas de las oposiciones a los cuerpos de élite. Hace falta creer en algo y, a ser posible, quererlo. Y sobran el egoísmo y la soberbia.

Juan-José López Burniol, notario.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *