La gente que ya no ve la tele

La gente que ya no ve la tele

Tan antigua como la propia televisión es una categoría de espectador que no se agota nunca: las personas que dicen que ya no ven la tele. Están en todas las familias, en todas las cenas de trabajo, en cualquier primera cita. No son personas que simplemente no vean la tele, como las que no hacen paddle o las que no leen biografías. Las de esta categoría son personas que advierten, siempre que pueden, que ya no ven la tele. Llevan el adverbio grapado en la lengua. ¿Unos amigos en una cena describen un programa nuevo en el que los tertulianos van completamente desnudos? El novio de alguien contesta “es que ya no veo la tele”. ¿Se desmiga en la oficina el trasfondo filosófico de un anuncio de desengrasante de cocina? Tu jefa radiante replica “no sé, yo ya no veo la tele”. El ya quiere ser definitivo, eterno, pero se parece más al ya de la gente que ya no come patatas fritas.

Las personas que dicen que ya no ven la tele, por supuesto, sí ven televisión. En el cisma ecuménico entre la tele del siglo XX y la televisión con mayúsculas del XXI, ellos sólo quieren que se les vea en el bando de las grandes series de ficción. Lo que ellos repiten que ya no ven es la tele, es decir, la parrilla televisiva nacional. Les gusta tanto decir “¿siguen haciendo ese programa?” como a ese primo que se fue del pueblo a prosperar lo de “¿seguís yendo a ese bar?”. Como en los pueblos, han aprendido que hay sitios donde no está bien que te vean. Para ellos la tele es uno de esos sitios, un lugar de dudosa reputación.

Bien pensado, quizá esta categoría pertenezca a un género mayor que podríamos denominar gente que ya no, gente que se define por lo que rechaza. Esta gente tiene un problema esencial. Como cualquiera que relega un aroma antiguo, un lugar familiar, una papilla que le alimentó, la gente que ya no ve la tele, no puede dejar de encontrársela en todas partes, en la casa de sus padres, en los bares, en su propia pantalla antes de acceder a Netflix. Durante esos minutos, la vida que a veces es un camarero muy tentador, les da de picar un poquito de tele y no pueden decir que no. ¡Qué rico les sabe un rato de lo que ellos ya no prueban! El agridulce de un programa de debate con señores insultándose con confianza, el extraño empacho de un reality show con gente deseándose extremadamente, el concurso saleroso para llevarse el dinero de una caja. La gente que ya no ve la tele disfruta así un doble placer: el de meter el dedo en el pastel sin que nadie les regañe y el de cerciorarse de que el pastel es demasiado empalagoso para ellos. En la próxima cena, podrán decir que, visto lo visto en casa de su madre, ellos ya sí que no ven la tele.

Alberto Otto es autor de Un chalet en la Gran Vía (Terranova)

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