‘La Gioconda’, revisitada

La primera vez que contemplé la escena fue hace veinte años. En el Museo del Louvre, unos quince japoneses esperaban pacientemente en fila ante La Gioconda. Cuando llegaba su breve instante de intimidad frente al cuadro, sacaban su cámara, tomaban una fotografía e inmediatamente después seguían la visita sin detenerse. Qué rápido lo bizarro se vuelve familiar. Aunque no hay que equivocarse: lo que convertía esa escena en bizarra en 1998 no es exactamente lo mismo que la convierte hoy en familiar. Hace veinte años nos sorprendía que alguien sustituyera el acto natural en un museo (mirar) por el acto artificial de generar una imagen; hoy casi nos resulta una impertinencia que alguien esté plantado demasiado tiempo frente a un cuadro sin hacer otra cosa que mirar y nos impida hacernos un selfi. Con un poco de pesimismo podríamos pensar que crear una imagen de La Gioconda en nuestro móvil no es más que un subterfugio para protegernos de la realidad de La Gioconda. A diferencia de lo que opinaba Barthes —que afirmaba que tomábamos fotografías para mirar con una “impunidad” que en la vida normal no era posible—, nuestra generación parece hacer fotografías para evitar precisamente esa “intensidad” de lo real, para esquivarla. Una fotografía de La Gioconda es justo el lugar donde La Gioconda se aplana, el espacio en el que se vuelve “inofensiva”. Pero aunque ese poder de La Gioconda haya quedado visto para sentencia, hay algo que no solo no se ha perdido, sino que parece manifestarse todavía más: su “aura”. Puede que haya desaparecido La Giocondareal, que resulte casi imposible observarla y haya que abrirse paso a golpes para apreciar una esquina del marco, pero su “aura” está ahí más que nunca.

Hay una escena maravillosa de La señora Dalloway en la que la protagonista camina por la calle y ve pasar a su lado, a muy pocos metros de distancia, el coche oficial de un miembro de la realeza. Ni siquiera sabe quién va en el interior, pero su presencia basta para electrizar la calle: el automóvil se había ido, pero había dejado una leve estela a ambos lados de Bond Street. Algo había ocurrido. Algo tan nimio que ningún instrumento de precisión habría podido registrarlo, pero formidable en su plenitud y emotivo en su poder de atracción. La agitación producida por el paso de ese automóvil había rozado, al descender, algo muy profundo. Al igual que ese miembro de la realeza que iba oculto en su coche, algo ha “descendido” también aquí hasta nosotros: la imagen de La Gioconda ha dejado paso, más que a su realidad, a su espectáculo. La obra de arte, lo “memorable” ya no está tanto de ese lado de la pared, como de este, en el interior del coche. Muchas de las personas que entran en el Louvre ya no desean tanto ver La Gioconda, como formar parte de la energía que emana. “Presenciar” esa energía no está tan lejos al fin de la experiencia de lo sublime que nos vendieron los profesores de estética y es, desde luego, más democrática. Que sea mejor o peor es otra cuestión. Como también es otra cuestión que sea o no más “elevada”, pero ya nadie pretende “prestigiarse” visitando un museo —al menos no tanto como lo pretendíamos antes con una ingenuidad enternecedora— y unos cuantos dictadores amantes del arte nos han dejado claro que las pinacotecas no mejoran necesariamente el espíritu. Los cambios de paradigma no se han medido nunca en términos morales. Cuando algo es un cadáver se sabe generalmente por la vía de los hechos: no huele bien. Pero ahora sabemos que vamos a los museos por otra cosa. A ver otra cosa. A experimentar otra cosa.

Los museos se abrieron para democratizar la experiencia de lo sublime, pero esa misma aproximación implicaba ya una estructura “vertical”, pedagógica: alguien que sabía más decidía sobre otro que sabía menos, qué debía mirar y cómo debía hacerlo. Pero nadie contaba con que la gente acudiera verdaderamente en masa. La masificación de los museos tiene en realidad toda la ominosidad de las plegarias atendidas. ¿A quién tendremos que atribuir entonces ese aparente fallo del sistema: al pedagogo que no ha conseguido generar unas condiciones de aprendizaje adecuadas o al alumno que no desea experimentar la realidad por el único canal que le ha impuesto el maestro? ¿Es de verdad un fracaso que no podamos ver La Gioconda como antes o una nueva e inesperada forma de éxito? ¿Se ha acabado la experiencia estética de los museos o ha empezado una experiencia perfomática que aspira —por qué no— a su propia sublimidad? Como con todas las preguntas complejas, tampoco aquí es fácil dar una respuesta. Más pequeña de lo esperado, más oscura, menos sonriente, más fea o menos enigmática, La Gioconda real estará en un lugar distinto, nunca, desde luego, donde se la esperaba: enmarcada y detrás del cristal antibalas. Y lo que está claro es que ya para siempre tendremos que gestionar nuestro deseo de sacar el móvil.

Andrés Barba es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *