La globalización en terreno desconocido

Cada época obedece a un principio. Y el principio de la historia del siglo XXI reside en la globalización. Una globalización estructurada en torno a un movimiento dialéctico: por un lado, la dinámica de la integración, sostenida por el mercado y la tecnología; por el otro, la dinámica del caos, avivada por el conflicto entre el sistema de valores y el aumento de la violencia hasta el límite. En la actualidad, la globalización está expuesta. Conserva su potencial de innovación tecnológica y de apertura de la economía, pero las sucesivas rupturas violentas desde el 11 de septiembre de 2001 hasta el 15 de septiembre de 2008 la han hecho oscilar hacia lo desconocido.

Las revoluciones, las guerras y las crisis económicas no han abandonado la vida de los hombres del siglo XXI; han cambiado de naturaleza. Las revoluciones ya no están guiadas por las ideologías de clase o de raza, sino gobernadas por las identidades y los mitos religiosos, étnicos o nacionalistas. La guerra escapa a los Estados y a las fuerzas militares, a medida que la violencia se independiza del marco institucional y arraiga en la población civil, la cual se convierte en el medio, en lo que está en juego y en el protagonista de los conflictos armados. Las convulsiones económicas se suceden y se aceleran. Así, el estallido de la burbuja especulativa de los créditos en Estados Unidos ha desencadenado una crisis financiera mundial y una recesión en el mundo desarrollado, hasta convertirse en la más peligrosa crisis del capitalismo desde la deflación de los años treinta. La suma del hundimiento del crédito y el consiguiente bloqueo del mercado interbancario, con la quiebra inmobiliaria, la caída de los mercados bursátiles, y el conflicto del petróleo y las materias primas es un fenómeno sin precedentes.

Asistimos al final del ciclo económico que comenzó en los años ochenta y que ha estado marcado por tres signos: la apertura de las fronteras, la liberalización y la innovación financiera. La consecuencia ha sido la descomposición de un modelo económico que mezcla naciones -como Estados Unidos, Reino Unido o España- que importan por medio de créditos, y naciones -como Alemania, China, Japón o Corea- que ahorran, invierten y exportan masivamente. Pero, sobre todo, estamos viviendo el fin de un mundo caracterizado por el monopolio de la historia por parte de Occidente, y por la supremacía absoluta de Estados Unidos desde principios del siglo XX. Estados Unidos sigue siendo la primera potencia del mundo, pero es una potencia relativa que, de momento, está en una situación de quiebra moral, política y económica de la que tardará mucho en recuperarse. Desde que Roosevelt fue elegido en 1932, ningún futuro presidente se ha enfrentado a una situación tan difícil.

Por el momento, en el ámbito económico, la crisis financiera hace que fracasen los instrumentos tradicionales de la política económica. No se consigue rescatar el sistema bancario y el hundimiento del crédito continúa a pesar de la inyección masiva de liquidez, de la reducción concertada de los tipos de interés por parte de los bancos centrales, de la ampliación de la garantía de los depósitos, y de la recapitalización y/o la nacionalización de las grandes instituciones financieras por parte de los Estados desarrollados. La recesión y el desempleo se resisten a las medidas de apoyo presupuestario. En suma, la crisis pone de relieve la debilidad de la regulación y la peligrosidad de las normas del capitalismo financiero, pero también la ausencia de instituciones capaces de hacer frente a las crisis mundiales, por falta de cooperación internacional. Así pues, mientras que la salida de la crisis financiera implica estrategias concertadas entre el norte y el sur o dentro de la Unión Europea, prevalecen el nacionalismo económico, las tentaciones proteccionistas y las medidas de dumping, que aceleran la contracción de los intercambios y fomentan la desconfianza.

Las democracias, en lugar de estar a salvo, se ven especialmente afectadas. Después de la Guerra Fría, se lanzaron sobre los pseudo-dividendos de la paz y del crecimiento intensivo, sin tomar conciencia de los riesgos de la globalización. Después de 2001, cedieron a los impulsos nacionalistas y de protección de la seguridad, y hasta olvidaron sus valores, igual que el Estados Unidos de la Administración de Bush. En lugar de aprender las lecciones de la crisis de las nuevas tecnologías o del hundimiento de Enron, respondieron a la burbuja de Internet con la creación de una burbuja del crédito aún mayor. Actualmente, las democracias del mundo desarrollado deben afrontar tres retos fundamentales. La deslegitimación de los dirigentes -por ejemplo, el vacío de poder que acompaña la agonía de la Administración de Bush-, y la impotencia de las instituciones, debilitadas tanto en el plano mundial, con el arcaísmo impotente de la ONU y de las organizaciones multilaterales de Bretton Woods, como en el plano europeo, con la ausencia de una Europa política y de un Gobierno económico de la zona euro.

Sin embargo, no estamos predestinados a la violencia y el caos. No hay que desesperar de esperar. La globalización puede emprender un nuevo rumbo, más estable y menos caótico, siempre que se dote de instituciones políticas que permitan amortiguar los conflictos que genera. Independientemente de que la cuestión sea la seguridad, el desarme o la lucha contra la proliferación, las negociaciones comerciales o la estabilidad financiera, el desarrollo o los flujos migratorios, los países del norte ya no pueden tomar sus decisiones en solitario.

En el plano geopolítico, la defensa de la libertad pasa por el refuerzo de las libertades individuales y del Estado de Derecho en las democracias. A continuación, por la reactivación de la unidad política y las alianzas estratégicas de las naciones libres. Finalmente, por la multiplicación de las iniciativas diplomáticas, de las organizaciones regionales, y de los mecanismos de concertación que permiten frenar los arrebatos de violencia o las crisis. En el plano económico, en cuanto pase la urgencia ligada a la protección del sistema bancario y la reactivación del crédito, se planteará la cuestión del nuevo rostro del capitalismo. Este capitalismo, más estable y menos predispuesto al riesgo, más dirigido por el poder político y menos entregado a la autorregulación, más orientado hacia la producción que sostenido por las transacciones con activos, más equilibrado entre el sur y el norte, exigirá un poder político legítimo y eficaz que aún está por inventar. Sin embargo, la amenaza del hundimiento del sistema bancario y las fuertes intervenciones públicas requeridas para encauzar el hundimiento del crédito no justifican el retorno a la economía dirigida ni la recuperación de las barreras proteccionistas.

La Humanidad entra en la era de una Historia universal. No tiene que ser forzosamente pacífica y próspera, feliz y tranquila. Se puede decir cualquier cosa del destino del siglo XXI, pero no que está estipulado. Dependerá en gran medida de la voluntad, la lucidez y la sabiduría de las naciones y de los pueblos libres. Depende de ellos el entregarse a un examen de conciencia indispensable acerca de los errores que presidieron la gestión de la posguerra fría y posteriormente de las crisis de 2001 y 2007. Depende de ellos conjurar las pasiones colectivas regresivas, que toman la forma de nacionalismo, proteccionismo o xenofobia. Depende de ellos imaginar y promover las nuevas formas políticas de una sociedad abierta.

Depende de ellos mantener las promesas de la globalización y convertirla en una nueva revolución de la libertad.

Nicolás Baverez, historiador y economista.