La globalización necesaria de #MeToo

Una protesta en Bhopal, India, en rechazo al manejo de casos de violación por parte de las autoridades Credit Sanjeev Gupta/EPA, vía Shutterstock
Una protesta en Bhopal, India, en rechazo al manejo de casos de violación por parte de las autoridades Credit Sanjeev Gupta/EPA, vía Shutterstock

Era una niña de 8 años que tenía unos enormes ojos color café, abundante cabello castaño, que vestía un vestido púrpura y tenía una fascinación por correr en los campos del norte de India, donde se ocupaba de los caballos.

Ahí, un hombre la llamó desde un bosque cercano, donde la tomó por el cuello y la obligó a tomar pastillas para dormir, según el relato de la policía. El hombre arrastró a la niña, Asifa Bano, a un templo hindú, donde él y otros hombres la violaron de manera tumultuaria durante tres días antes de quitarle la vida, lo que hicieron después de que un hombre insistió en violarla una última vez. Luego abandonaron el cuerpo de Asifa en el bosque.

El asesinato y la violación suceden en todas las sociedades, pero el cuerpo de esta niña fue un campo de batalla: los extremistas hindúes estaban tratando de aterrorizar y expulsar a la comunidad musulmana a la que Asifa pertenecía. El asesinato desató una enorme controversia en India, ya que algunos abogados hindúes y amas de casa protestaron en contra de la persecución de los sospechosos del asesinato y el primer ministro, Narendra Modi, vergonzosamente guardó silencio durante demasiado tiempo. Hay que reconocer que muchos indios de clase media, incluidos hindúes, sí se movilizaron para exigir justicia para Asifa.

Esta historia terrorífica y millones de otras similares nos dan una lección. El movimiento #MeToo, o #YoTambién, ya ha tenido un impacto impresionante en Estados Unidos al degradar la impunidad que permitió a hombres poderosos cometer agresiones sexuales y acoso sin asumir responsabilidad alguna. Sin embargo, ahora necesitamos un esfuerzo mundial, en las naciones ricas y pobres por igual, para hacer que los principios del movimiento #MeToo sean verdaderamente universales.

Veamos algunos ejemplos de la escala de la violencia sexual como uno de los principales retos en materia de derechos humanos de nuestra era:

• Un estudio de las Naciones Unidas en el que se encuestó a 10.000 hombres en seis países en Asia y el Pacífico descubrió que casi una cuarta parte de ellos reconoció haber cometido violencia sexual o física contra una mujer, incluyendo un 62 por ciento de los hombres en Papúa Nueva Guinea. Otro estudio de 2011 descubrió que un 37 por ciento de los hombres en una parte de Sudáfrica dijo haber violado a una mujer.

• Más de 125 millones de mujeres y niñas en África y Asia han sido víctimas de mutilación genital femenina. En Somalia y en algunos otros países, se corta prácticamente toda la piel de la vagina y la apertura vaginal se cose con espinas entre el hilo, para que se mantenga casi sellada hasta que la niña sea casada.

• Cada tres segundos en alguna parte del mundo, una niña menor de 18 años contrae matrimonio, según datos de Plan International y de Unicef (miles de niñas menores de edad se casan cada año incluso en Estados Unidos; algunas de ellas apenas tienen 12, 13 o 14 años). Ya sea en Bangladés o en Texas, en estos matrimonios con niñas, que suelen llevarse a cabo bajo coerción, ellas son especialmente vulnerables a la violación y al maltrato.

Así que hagamos del #MeToo un movimiento mundial por los derechos humanos.

Usualmente se piensa en los derechos humanos en términos de disidentes políticos a los que se tortura, pero la violencia de género no solo es mucho más común, sino que algunas veces se institucionaliza y moldea mediante códigos penales y políticas gubernamentales. De hecho, el año pasado en Birmania, el gobierno parece haber apoyado una política de violación masiva como parte de una estrategia para aterrorizar y ahuyentar a la etnia rohinyá. Las mujeres rohinyás que están alzando la voz para hablar de esto son unas verdaderas heroínas.

Todos deberíamos estar alzando la voz, sin importar nuestro sexo o género ni el lugar geográfico en el que nos encontremos. Estos ataques y vejaciones no afectan solo a las mujeres, puesto que estos patrones de violencia y represión suprimen el talento y retrasan a sociedades enteras. Cuando se veja a millones de niñas y mujeres, se nos minimiza a todos.

El movimiento por los derechos humanos no fue un asunto solo de las personas de ciertas razas o etnias, tal como los derechos de los homosexuales no afectan solo a los homosexuales. La violencia generalizada en contra de las mujeres es una violación a los derechos humanos que constituye un desafío pragmático para todos nosotros, hombres y mujeres. Llevada al extremo, esta es solo otra forma de terrorismo.

Estados Unidos podría mostrar liderazgo enfrentando estos problemas. Un punto de arranque sería que el Congreso aprobara la Ley sobre la Violencia contra la Mujer (Violence Against Women Act, o VAWA), estancada desde hace mucho tiempo, que requeriría que Estados Unidos adopte una estrategia para combatir la violencia de género en todo el mundo y que trabaje para que se reduzca en otros países.

Otro paso útil sería que los países más desarrollados usen con mayor frecuencia los programas de asistencia para poner fin a la impunidad. Podemos capacitar a la policía y a los tribunales extranjeros para que manejen los casos de violencia sexual con mayor seriedad, y a los hospitales y clínicas para tratar a las víctimas con mayor profesionalismo y compasión. Lo más importante es que también podemos apoyar a los grupos de mujeres en otros países en su lucha por incluir estos problemas en las agendas nacionales, ya que este tipo de violencia persiste en tanto sea invisible.

Por último, no hay mejor forma de empoderar a las mujeres y cambiar la dinámica social que educar a las niñas. Los grupos extremistas hacen estallar las escuelas para niñas por la misma razón que debemos apoyar la educación para ellas: con el tiempo, las niñas con educación pueden transformar a las sociedades.

Algunos dirán que estos abusos más allá de nuestras fronteras no son asunto nuestro. Nadie diría eso de haber estado conmigo cuando viajé a un barrio pobre de Kibera en Nairobi, donde un estudio descubrió que el 43 por ciento de las niñas tuvo su primera experiencia sexual mediante coerción o violación (a una edad promedio de 14 años). Ahí conocí a una niña de 4 años llamada Ida que fue violada con tal brutalidad que necesitó cirugía para reparar las lesiones internas.

Los padres de Ida la llevaron ante la policía para denunciar la violación. Y, ¿cuál fue la reacción de la policía? Exigieron un soborno para arrestar al agresor, pero aparentemente la familia de este ya había pagado un soborno mayor. La policía, en mi presencia, les gritó a los padres de Ida, les dijo que se fueran y amenazó con arrestarlos.

Este no es el problema de una niña ni de una familia; es la punta del iceberg de una crisis mundial de derechos humanos.

Nicholas Kristof ha sido columnista para The New York Times desde 2001.

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