La globalización y la crisis europea

A medida que persiste la crisis económico-financiera, crece entre los europeos la alarma de que nuestros valores y bienestar peligran ante amenazas externas y fenómenos internos. Según las encuestas, los jóvenes tendrán una vida más difícil que la que han disfrutado sus padres. Tras más de seis décadas sin guerras a escala continental ni hecatombes de ningún tipo pareciera que la Edad dorada de Europa se hubiera terminado.

El malestar se transmuta en rivalidades internas y en odios proyectados hacia adentro y afuera. ¿Cómo de la euforia del final de la Guerra fría y la consiguiente expansión de los valores occidentales a finales del siglo XX hemos pasado a esta situación?

Quizá porque la sociedad europea no está preparada para competir en la globalización en la que vivimos, propulsada, paradójicamente, desde Occidente. El economista Branko Milanovic (Global Inequality. A New Approach for the Age of Globalization, 2016), uno de los mayores expertos mundiales en desigualdad, ha estudiado quién ha ganado con la globalización. Según datos del periodo 1988-2008, han sido la clase media asiática y el 1% de los que ya eran los más ricos del planeta. Los mayores perdedores en términos relativos son las clases medias y bajas de Europa y de los EEUU.

En la era de la globalización, el peso relativo de Europa continuará reduciéndose en la economía mundial, en el comercio internacional, en los flujos de inversiones, en las instituciones internacionales, en el debate de ideas, o en el mercado del arte, por citar sólo algunos ámbitos, mientras aumentará el de regiones de mayor volumen demográfico, creciente clase media y dinamismo social. Sólo impedirían este escenario una oleada general de proteccionismo (peligro del que China alertó en la reciente cumbre del G20 en Hangzhou) o de conflicto bélico mundial, que el proteccionismo podría desencadenar. Nada de ello es deseable.

En este marco, los objetivos de la sociedad europea serían conservar nuestros niveles de bienestar y de justicia social, ambos íntimamente vinculados, y competir con el resto del mundo para que las pérdidas relativas no se conviertan en absolutas. Si estos fueran nuestros principales objetivos comunes, deberíamos elaborar una estrategia de la Unión Europea y planes sectoriales para lograrlos. Pero, para empezar, tras ocho años de medidas anticrisis, habría que buscar respuestas coherentes con lo que queremos alcanzar, en lugar de perseverar en nuestro debilitamiento.

Seríamos consecuentes con este enfoque si tomáramos conciencia de que para competir en el mercado globalizado debemos apostar por aquello en lo que Europa ha destacado y a lo que antes o después aspirarán las sociedades de los países emergentes: la justicia social y los mecanismos de redistribución de la riqueza. No es coherente continuar incrementando las desigualdades y empobreciendo a las clases bajas y medias.

Si los discursos xenófobos y de identidades excluyentes movilizan pasiones es porque atienden a las inquietudes de esos europeos cada vez más perjudicados. La UE y sus gobiernos nacionales deberían contrarrestarlos, ofreciéndoles soluciones coherentes al tiempo que radicalmente reformistas. Si no, entre todos contribuiremos a una Europa menos competitiva y a un mundo peor.

Alberto Virella Gomes es diplomático español

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