La gobernabilidad a «tercera vista»

Por desgracia, la sensatez no primó en nuestro último plebiscito y los que decidieron acabar con el bipartidismo, nos dejaron en tierra de nadie. A «primera vista», los comicios de diciembre los ganaron el Partido Popular y Podemos. De producirse una segunda vuelta, los resultados de ambos podrían incluso ser mejores gracias al aprendizaje del electorado. Esa impresión parecen asumirla PSOE, Ciudadanos e Izquierda Unida cuando en plural mayestático afirman que «España no quiere otras elecciones»; recuerdan así aquel grito entre divertido y exasperado de «no corráis que es peor».

El pensamiento convencional ha augurado desde el principio para este impasse un gobierno de izquierdas. Se basaba en que sumando los unos eran pocos más que los otros. Cuesta creer, sin embargo, que puedan adicionarse determinadas formaciones a un PSOE teóricamente socialdemócrata. Pero a corto plazo la apreciación convencional es acertada (las bases del PSOE están más cerca de Podemos que del partido de Merkel), de ahí que se ofrezca a Sánchez la posibilidad de ser presidente del Gobierno en contra de los barones de su partido y de su añorada vieja guardia.

La gobernabilidad a «tercera vista»Parece concebible pensar que para las bases socialistas Felipe González sea como el abuelete a quien todos quieren pero ya no escuchan y que los partidarios de Susana Díaz sean unos retrógrados por predicar la unidad de España o una gran coalición. Se entiende ello porque han demonizado tantas veces el concepto de «mayoría absoluta» atribuyéndole el perfil de una señora enjoyada, que ahora no pueden aceptar una realidad aún menor como es que el partido de los potentados –después de haber destrozado España– siga contando con siete millones de ciudadanos «ricos», mientras que el suyo, en pleno éxtasis de palabrería, hasta de «pobres» languidece.

Claro que a «segunda vista», investir a Sánchez no es aconsejable para Podemos que tiene la llave de unas nuevas elecciones. Su aparatoso anuncio de formar un gobierno con el PSOE pidiendo cosas desproporcionadas, es una coartada para que le digan que no. Les preocupa respaldarlo porque: a) los socialistas una vez en La Moncloa, presionados por Europa, tal vez sacasen adelante proyectos de centro apoyado por la derecha; b) gobernar les consolidaría como partido, y de paso impediría su ambigüedad ante un referéndum de autodeterminación que Podemos ha prometido a sus asociados; y c) un PSOE en el poder se tomaría en serio acabar con ellos, empezando por su importada amebiasis.

Aun así, la posibilidad de un gobierno de izquierdas es real, pero tan real como sería su exigua duración. Habría gobierno pero no gobernabilidad. Cuantos más grupos sumaran más difíciles serían de satisfacer sus «derechos de pernada». La pretensión de Sánchez de gobernar con 90 diputados es irracional. Lo sería aún más si Europa exigiera profundizar en recortes, disciplina, o reforma laboral. O si, como es de esperar, los independentistas catalanes pasaran una factura inasumible, haciéndole «un Patxi López» a la hora de agradecer los servicios prestados. Ese gobierno de Sánchez sería de izquierdas, pero no de progreso: ni crearía empleo, ni reduciría el déficit, ni traería inversión. Aun así, su objetivo vital se habría conseguido. Con seis meses en La Moncloa habría resuelto su porvenir, lo que le elevaría al «parnaso» de los «progres cool» que invierten en capital riesgo, mientras imparten doctrina remunerada sobre la redefinición del socialismo en los tiempos del ébola.

A «tercera vista», la facción socialdemócrata del PSOE, bien porque Sanchez tuviera que ir a unos nuevos sufragios, bien porque de gobernar hubiera durado poco, se habría cargado de razón y le hubiese apartado, muy en la línea de lo ocurrido con Artur Mas. Entre tanto, Albert Rivera, que experimentó la gran debacle en su tierra natal –tal vez por dejarla antes de conquistarla– sueña por las noches con Rosa Díez, que desde su infierno particular parece decirle: «¡Albert, llega a acuerdos con el PP o te pasará como a mí por no entenderme contigo!». Sea por esta aparición onírica inquietante o porque en las próximas elecciones podría perder de quinientos mil a un millón de votos, Ciudadanos será un compañero fiable para cualquier tipo de pacto que sea constitucional. ¿Podría ser «el tercer hombre» para ostentar una presidencia interina? A primera vista sí, a segunda quizá y a tercera…, no lo sé.

Claro que otros protagonistas acaso vieran a Rajoy y a su partido no como la suma de todos los males y sí como una oportunidad de mantener la estabilidad y ganar un tiempo para reorganizarse. No sabemos si entre tanto, don Mariano, a quien nadie en el PP le va a mover la silla, pues ha ganado las elecciones, podría decidir su retirada a medio plazo y quedar como un señor. La diferencia entre Sánchez y Rajoy, sobre ese particular es que el primero está desatado, porque o es presidente o no tiene a dónde ir, sin que quepan en su mentalidad las zonas intermedias, y el segundo refleja su permanente serenidad, ya que lo ha sido todo y en el peor de los casos… bueno, es registrador de la propiedad.

¿Qué procedería entonces para lograr algún tipo de entendimiento, cuando todo lo previsible fracasase? Ante todo, contar con el efecto sanador del tiempo, máxime como se presenta la nueva crisis de 2016 con la que ningún inexperto sensato desearía debutar. Y después, llegado el caso, y como cuenta un amigo socialista, habría que imitar a los sindicatos cuando en sus negociaciones proponen: «¡Hay que escenificar el acuerdo!». Escenificar el acuerdo posibilitó en su día el bandazo del PSOE desde el «OTAN de entrada no» al «de salida, tampoco». Si un partido es capaz de esos juegos malabares sin apuntar un sofoco, es el de los socialistas. Desempolvarían la bandera española, aplicarían el diálogo –su engrudo para todo, cuando quieren– y explicarían lo pactado con la convicción de una madre carmelita. A tercera vista esto último, por grande que fuese la rectificación o el encono, sería algo más aconsejable para ellos que abordar unas nuevas votaciones.

El drama que en el fondo nos preocupa es si esta ambición obsesiva de Sánchez de ser presidente de Gobierno, nos podría salir tan cara como la escolarización de Zapatero. La respuesta es que sí. No hay ni programa ni oportunidad visible de prosperidad en ella. El problema del PSOE desde que se fueron González, Guerra, Solchaga…, es un problema de banquillo. Y lo terrible es que este problema ha excedido los límites del partido para adquirir dimensiones nacionales.

Hace unos días alguien me preguntó: «En esta tesitura, ¿en qué zapatos desearía estar?» Contesté que en ningunos, pero obligado a punta de pistola a decir un nombre, diría que en los de Rajoy.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

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