La goma de borrar

En un tiempo de confusiones y de vacíos, con una crisis económica que los españoles desde sus sacrificios tratan de desactivar, una crisis territorial abierta por obcecaciones mesiánicas centrífugas y una crisis de valores que a menudo, pese a su evidencia, no recibe la atención ni mueve las alarmas suficientes, España padece, además, una descarada manipulación de su Historia que no pocos eruditos a la violeta, según la definición satírica de Cadalso, asumen y proclaman como artículo de fe.

En ese marco de falsificaciones históricas hay que considerar los pintorescos contenidos del aireado conciliábulo seudocientífico «España contra Cataluña», el abracadabrante librito «Catalonia calling. El mundo tiene que saber», editado por la revista «Sàpiens» que, según su propia benevolencia, es «la publicación de historia más leída en Cataluña», y el conjunto de las celebraciones anunciadas en el tricentenario de la toma de Barcelona por las tropas de Felipe V el ll de septiembre de 1714. La guerra de sucesión a la Corona de España entre los partidarios de Felipe de Borbón y los de Carlos de Habsburgo había concluido años antes, Carlos era emperador del Sacro Imperio Romano Germánico desde la muerte de su hermano en 1711, y sólo la obstinación de los barceloneses mantenía un conflicto bélico formalmente cerrado por los tratados de Utrecht y Rastatt. Ni aquella fue una guerra entre Cataluña y España, ni nunca existió un Estado catalán, y ni siquiera fue una guerra civil entre españoles de diferentes preferencias dinásticas puesto que fueron beligerantes hasta trece naciones además de una España dividida en dos bandos.

La Historia está escrita aunque le pese al independentismo catalán. El matrimonio de Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, con Petronila de Aragón en 1150, plasmación de un compromiso alcanzado años antes, transmitió los derechos de los condados catalanes a la Corona de Aragón. Nada que ver con el caso de Escocia, como quieren hacernos creer los eruditos a la violeta. Ni por origen, ni por realidad política e histórica, ni por la legislación aplicable. El acta de integración de Escocia de 1707 no tiene similitudes con la integración de los condados catalanes en el Reino de Aragón ni nunca existió como tal ese Reino catalán-aragonés que se inventa el independentismo rampante. Los Reyes de Aragón pasaron a ser condes de Barcelona, no se estableció derecho alguno de retroactividad, y alrededor de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, como Reyes de ambos Reinos desde la Concordia de Segovia de 1475, se construyó España como Estado unitario.

Otra de las notables falsificaciones históricas que padecemos tiene como protagonista a la Segunda República, cuya breve existencia no constituyó el sistema angélico, benefactor e impecablemente democrático que a menudo se nos presenta. Su origen en unas elecciones municipales mayoritariamente ganadas en el conjunto de España por las candidaturas monárquicas, que el propio Manuel Azaña desde su sensibilidad de jurista deploró ya entonces, y su desembocadura electoral en la convocatoria del 16 de febrero de 1936, cuyos resultados considera fraudulentos la historiografía más fiable, no ya por los numerosos pucherazos que se produjeron sino por la actuación posterior de la Comisión de Validez de Actas del Congreso de los Diputados, presidida por Indalecio Prieto, que distribuyó actas en beneficio de los partidos del Frente Popular y restó escaños a las candidaturas del centro y la derecha hasta conseguir una holgada mayoría. El propio presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, después víctima de un golpe de estado parlamentario, denunció ya en el exilio que los comicios habían sido un fraude. Y ahí están los recuperados «papeles de Alcalá-Zamora».

La «legalidad republicana» y la «normalidad democrática» dejaron de existir por el creciente deslizamiento hacia los radicalismos y la violencia de unos y de otros extremos. La izquierda entendió que la República o era suya o no era. Cuando en 1933 el centro y la derecha ganaron las elecciones, la izquierda, y en vanguardia los socialistas y los sindicatos, amenazaron con una oleada de violencia si entraban en el Gobierno ministros de la derechista CEDA y mucho más si ese Gobierno lo presidía su líder, pese a ser la coalición que había ganado las elecciones. Este insólito secuestro de la democracia sorprenderá a muchos jóvenes lectores sometidos a la falsificación histórica desde la escuela. Un año después el presidente del Gobierno, el radical Alejandro Lerroux, nombró tres ministros de la CEDA y socialistas, comunistas, anarquistas, sindicalistas –y en Barcelona los nacionalistas de izquierda– cumplieron su amenaza sublevándose en veintiséis provincias contra el Gobierno legítimo.

La izquierda entendió que la República o era suya o no era. «El Socialista» proclamaba en su editorial del 30 de septiembre de 1934: «Nuestras relaciones con la República no pueden tener más que un significado: el de superarla y poseerla». Unos días después, el 6 de octubre, se vivió la insurrección más grave, la llamada «revolución de Asturias», que produjo casi 2.000 muertos, entre ellos guardias civiles, sacerdotes y religiosos, y la destrucción de edificios históricos, archivos y bibliotecas. Una dura represión convirtió aquel episodio en una experiencia de guerra civil», como escribió Josep Pla, republicano moderado, un cronista señero al que hay que seguir como testigo directo de aquel periodo. Es esclarecedora la lectura tanto de su libro «Madrid. El advenimiento de la República» como del conjunto de sus crónicas para «La Veu de Catalunya» desde el 14 de abril de 1931 al 2 de abril de 1936. Pla escribiría: «La revolución y la guerra civil son inminentes».

Aunque no lo comparta, el deseo de una República para España es una opción que ampara la Constitución. Lo que no puedo entender, por lógica histórica, es que estos republicanos de 2014 tomen como modelo la Segunda República Española de hace más de ochenta años, que fue una experiencia fallida y trágica. Tampoco entiendo la proliferación de banderas tricolores, venga o no a cuento, en actos tan ajenos a lo ideológico como la protesta contra las obras de un bulevar en Burgos. No era la bandera que quería, por ejemplo, Largo Caballero. Ya el 8 de noviembre de 1933 el llamado «Lenin español» dijo, según recoge «El Socialista» del día siguiente: «Tenemos que luchar como sea hasta que en las torres y en los edificios oficiales ondee no la bandera tricolor de una República burguesa sino la bandera roja de la revolución socialista».

Que los secesionistas y los republicanos nostálgicos de fórmulas fracasadas pasen una goma de borrar por las páginas de la Historia que no les gustan es como si se hiciesen trampas en un solitario. La Historia, salvo para la vacía autocomplacencia del consumo sectario, ni se reescribe ni se borra.

Juan Van-Halen, escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.

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