Las ‘medidas de gracia’ -de indulto o, con mayor razón, de amnistía- son, en la política moderna, un misterio y una anacronía. Cuya clave no es, sin duda, política. Sí teológica.
En el rigor de la política -y de una política constitucional-, la ‘gracia’ destruye los fundamentos de lo que llamamos democracia. Que no son otros que los que asientan la separación y blindaje mutuo de los tres poderes del Estado: judicial, parlamentario y ejecutivo. Si es necesario que, por la disposición de las cosas, ‘el poder contrarreste al poder’, ninguna intervención de uno de los tres poderes estaría autorizada a alterar en un solo átomo la decisión de otro. Las interferencias no son aquí contemplables, ni las excepciones: un poder que anula la decisión de otro lo destruye. Aunque la fuerza del poder de juzgar sea tan endeble frente a la de los otros dos -se duele Montesquieu-, que «llega a hacerse, por así decir, invisible y nula», si consideramos la acumulación de fuerza que legislativo y ejecutivo pueden desplegar. Y que despliegan, cuando así les conviene, contra las decisiones de los jueces.
No hay Constitución que no roce ese cortocircuito del Estado: es la más delicada y la más paradójica última herencia de aquellas monarquías absolutas, que al cabo fueron -a partir de Richelieu y Mazarino- los gérmenes del Estado y la política modernos. La monarquía absoluta -esto es ‘indivisa’, que es lo que ‘ab-soluta’, en rigor etimológico, significa-, una vez identificados la nación y el Estado, preservaba un rescoldo de trascendencia, mediante el cual una figura separada -el monarca- mantenía abierto el canal de comunicación que, en las ya preteridas teocracias, permitía al rey transmitir la palabra del Dios, de cuya portavocía se declaraba depositario. Era, ya entonces, un anacronismo. Pero su funcionalidad resultaba tan preciada como para servir de garante al cuño de las monedas, en cuya efigie no se olvidaba recordar que el monarca lo era «por la gracia de Dios». «¿Qué era un rey», se preguntaba Louis Marin. «El retrato de un rey… El rey es sólo su imagen». Sobre la faz de una moneda de curso legal, ante todo. Los de mi edad han visto aún eso materializado -más en ridículo que en teología- sobre las calderillas de un ‘Caudillo de España’.
La pervivencia anacrónica de la gracia como fundamento político permitía, además, a un sujeto agente por encima de la ley operar correcciones sobre las trabas que pudieran bloquear los engranajes del Estado. Las ‘medidas de gracia’ -ya sean de indulto, ya de amnistía- dan el modelo en su límite. Porque liberar por decisión política de la pena a aquel que en buen ejercicio judicial la ha recibido es, se mire como se mire, suspender la autonomía del poder judicial. En las monarquías absolutas, era esa una atribución que legitimaba el canal directo entre Dios y el monarca. Indulta Dios: el rey sólo transmite. El dilema, en un Estado constitucional, es este: ¿quién está legitimado para otorgar la gracia?
No hablo de un problema jurídico, sino ontológico, teológico en última instancia. La gracia, categoría cuyo origen sagrado está fuera de duda, es necesariamente desmedida porque revierte el tiempo. Y, en su rigor, concierne al Dios único, cuya omnipotencia viene definida por su exención al curso de las horas. Porque la eternidad, que define lo divino, no es la sucesión sin límite de los momentos, es la no sucesión, el instante perpetuo. Y, desde la perspectiva de ese absoluto al que se exime de relojes, el ayer y el mañana son sólo juegos de niños: de hombres. Y lo mismo sucede con el hoy. Y lo mismo con todo cuanto es materia de pauta y calendario. Por su gracia, Dios sana el pasado. Y anula el delito cometido.
En la gracia, el Intemporal pasea su mirada por el acongojado paisaje de los efímeros humanos. En rigor, debiera estar tan exento de contacto con ellos cuanto lo está de sus vértigos de bestias transitorias. A la manera de las ajenas deidades de Epicuro y de Lucrecio: «Tal vez haya dioses, pero moran lejos y en nada les afecta lo nuestro». Ni para bien ni para mal, conmoverían nuestras dichas y desdichas al que nada de todo eso -por la condición inamovible propia a un infinito- puede experimentar. De ese modelo epicúreo -y sobre todo lucreciano- toma pie, en el inicio de la edad moderna, el ‘libertinismo’ que, antes de derivar hacia horizontes privados menos peligrosos, fue, en el primer tercio del siglo XVII, una afirmación política de la separación entre divino y humano: entre los mandamientos de la fe y los dictados del Estado. Desarraigado muy pronto en Francia, triunfante en Ámsterdam un tiempo, el libertinismo pudo haber sido el asiento de una sociedad pragmáticamente libre. Su destrucción en 1672, tras la derrota militar y el linchamiento de Jan de Witt, debiera ser recordada como la clave lejana de cuatro siglos de horrores europeos.
Si uno de los tres poderes que Montesquieu pergeña tomase sobre sí la potestad de suprimir a su arbitrio la aplicación de las decisiones de otro, la democracia quedaría automáticamente destruida. Se recurre, pues, a una astucia. La atribución, que la Constitución del 78, en su artículo 62 i, hace ‘corresponder al rey’, de la trascendente potestad de ‘ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales’.
Es una astucia. Conceptualmente poco consistente. Contradictoria, por definir -conforme a la tradición- la gracia como potestad real, pero, al mismo tiempo, someterla a la superior regla de ‘la ley’. Atentatoria contra el fundamento constituyente por fijar una figura (simbólica, pero no menos mundana), el Jefe del Estado, como legitimada para anular una decisión judicial en forma. Nos guste o no, es el rescoldo de la teología en la tan exhibida laicidad de nuestras leyes. Así opera, la salvación para san Pablo: «Pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia». Mas Pablo sabe que gracia y ley no son armónicas. No lo son salvación y política.
Gabriel Albiac es filósofo