¿Existen los colores? La pregunta, que recuerda a Newton y Goethe, tiene que ver con las variaciones de frecuencia en las ondas electromagnéticas de la luz reflejada, refractada o emitida por los cuerpos dentro del continuo del espectro visible para el ojo humano. También con las propiedades de los fotones y de las células que excitan en nuestras retinas; y, en fin, con el sentido de las palabras empleadas: qué sea «existir», a qué llamamos «color». El lenguaje proyecta su red sobre una realidad informe y continua, estructurándola, haciéndola divisible y nombrable, para entendernos. Probablemente no vemos el mismo «blanco» que los esquimales, con numerosas palabras para diferenciar matices inapreciables bajo el sol de Castilla. Ya Aulo Gelio cuestionaba en el siglo II, ante los infinitos tonos de la piel de los animales, que el griego tuviera más nombres que el latín, y relataba el uso por Virgilio de «flavus», un color «al parecer» compuesto de verde, rojo y blanco, aplicado tanto a la cabellera dorada como, sorprendentemente, a las hojas del olivo. No podemos estar seguros de ver el mismo azul, aun utilizando la misma palabra.
Volvamos la mirada a los colores en los mapas escolares y a la naturaleza de sus separaciones. Existen diferencias culturales, lingüísticas y políticas entre las zonas coloreadas, no todas de la misma intensidad. Pero sus límites precisos, su razón de ser y sus consecuencias deben tener, como el lenguaje, un fundamento convencional en algún lugar de la historia y una finalidad de comunicación que, si no se cumple, nada tiene sentido: ni el mapa, ni el diálogo acerca de cómo caminar por él.
Es legítimo hablar tanto del «continuo» de mujeres y hombres, todos iguales sin diferencias de color, como de la singularidad cromática de cada uno de ellos, pasando por innumerables agrupaciones de longitudes de onda: de la pareja a los ámbitos supranacionales. Son partes de espectros más amplios de contorno borroso, porque para compartimentar la realidad es necesario compartir, por pacto o voluntad de entendimiento, una gramática y un léxico comunes. Definimos así espacios de convivencia donde la regla para «dar a cada uno lo suyo» no descansa en la aritmética simple del trueque: tanto aportas, tanto recibes. Hasta en el más elemental dominio de las relaciones familiares las igualdades formales están trascendidas por la equidad, la solidaridad y otros principios axiológicos superiores.
¿Frente a quiénes tenemos el deber de contribuir y hasta qué punto la responsabilidad de su suerte? No es difícil conceder que nuestros recursos deben satisfacer necesidades de ciudadanos de otras comunidades o de no importa qué color, y que la privilegiada posición de quienes tienen mayor capacidad económica debe redistribuirse en favor de los menos o nada capaces. Pero ¿dónde están la medida y los límites? En el marco de Naciones Unidas, la meta de 0,7 por ciento del PNB cumple desde hace más de treinta años un extraordinario papel de referencia (todavía lejana para nosotros y la mayoría de países de la Unión Europea), aunque el porcentaje lleve en sí mismo el estigma de su marginalidad y dibuje el abismo geográfico a partir del cual los Estados no se sienten capaces de aportar más sin contrapartidas.
Las fronteras no pueden seguir justificándose hoy, en una sociedad global, como un factor de exclusión, para dejar fuera al que ha cometido el pecado de quedar del otro lado, sino de inclusión: marcan hasta donde alcanza nuestra capacidad de organizar la república, de atender al interés general mediante la actuación política de quienes tienen acordado orientarse en una tesela de un mismo color. Los trasvases de renta entre comunidades y las desigualdades de aportación, no deberían causar demasiado estrépito. Discutimos a veces en nombre de colectividades lo que no nos atreveríamos a discutir como individuos, cara a cara. Bilateralidad y solidaridad pueden ser, en cierto sentido jurídico, nociones incompatibles para explicar los derechos y obligaciones entre una pluralidad de sujetos; y también nociones insuficientes para explicar la complejidad de las relaciones que hoy hierven en un espacio multidimensional donde la territorialidad empieza a ser anacrónica y surgen en red, frente a los Estados y sus réplicas, múltiples centros de poder interconectados, actores de una sociedad civil que ya no necesitan del impulso oficial o del pago de un alto precio para que su voz sea oída.
En el lenguaje de la Constitución, como pacto que define nuestros espacios de convivencia, la solidaridad personal se entrecruza con la colectiva: el artículo 40 ordena a los poderes públicos promover las condiciones favorables para una distribución de la renta regional y personal más equitativa, y el 131 contempla la planificación de la actividad económica con cargo al Estado para equilibrar y armonizar el desarrollo regional y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución. Hay un matiz de incuestionable progreso social en el recurso al adverbio «más», para denotar, como dice el Diccionario de la Real Academia, la «idea de exceso, aumento, ampliación o superioridad, en comparación expresa o sobreentendida». Al hablar de la «más equitativa» distribución de la renta, o la «más justa» distribución de la riqueza, el elemento de comparación no es la situación anterior a la Constitución; sino cualquier situación, presente o pasada. Claro que la solidaridad (regional o personal) tendrá, como casi todo, un límite; pero la tendencia habría de ser hacia la mayor solidaridad y no a la inversa, aunque no haya un único camino, ni recetas simples, para perseguirla. No parece difícil universalizar este principio, dentro y fuera de los espacios constitucionalmente fijados, aunque sí lo sea establecer la medida y el límite.
En la política y en la vida, necesitamos defender «lo nuestro» para generar equilibrio desde la pluralidad y aproximar esa difícil medida de la solidaridad a los intereses del grupo donde nos ubicamos. Pero no se puede olvidar el valor expansivo y de progreso de los principios de solidaridad y responsabilidad social más allá de estrechos límites territoriales. Esa es, al día de hoy, la gramática de nuestra convivencia. Los pactos en que se asienta, como los nombres de los colores, no son invariables; ni siquiera los vemos del mismo modo. Entre tanto, vale la pena tratar de ser política y gramaticalmente correctos: pasar el paño constitucional por la pizarra para que los colores del mapa se difuminen y recombinen guiados por el valor superior de la justicia en un Estado social y democrático de derecho; y proyectar hacia el exterior esos mismos principios para mejorar las condiciones de vida de comunidades más necesitadas. Wittgenstein decía que, en cierto sentido, las cosas carecen de color. Los flujos económicos, igual que las longitudes de onda de la luz reflejada, no son propiedades ni de las personas ni de sus agrupaciones: son diferencias de medida de una actividad económica que tiene que orientarse a esa más equitativa distribución de la renta; más equitativa en cada momento, también mañana, porque la justicia es esencialmente inalcanzable, siempre por delante de nuestras miserias cotidianas, demandando de todos, ciudadanos y comunidades, hasta mucho más allá de nuestra piel de toro extendida, una conducta cada vez más socialmente responsable y solidaria.
La voz austera y cívica de Espriu pudo acertar, dentro de nuestras fronteras todavía heridas, con el tono justo, adelantarse en años al diálogo constitucional y, probablemente, sobrevivirlo: «Haz que sean seguros los puentes del diálogo/ y trata de comprender y amar/ las razones y las hablas diversas de tus hijos./ Que la lluvia caiga poco a poco en los sembrados/ y el aire pase como una mano extendida/ suave y muy benigna sobre los anchos campos./ Que Sepharad viva eternamente/ en el orden y en la paz, en el trabajo,/ en la difícil y merecida/ libertad».
Antonio Hernández-Gil, decano del Colegio de Abogados de Madrid.