La gran apuesta de Macron

La reacción del presidente francés, Emmanuel Macron, a la revuelta en curso de los “Chalecos Amarillos” en Francia ha sido la decisión de llevar a cabo un “gran” debate nacional. En los próximos meses, talleres organizados localmente, consultas basadas en Internet y conferencias de ciudadanos regionales evaluarán las opiniones del público francés sobre cuatro cuestiones: política medioambiental, democracia e identidad, impuestos y la organización del estado.

Pero el plan de Macron enfrenta tres obstáculos. Por empezar, la opinión pública francesa está llena de contradicciones. Los chalecos amarillos, por ejemplo, quieren impuestos más bajos y más servicios públicos. Ninguna de las dos demandas es irrazonable. Pero una estrategia fiscal de estas características tampoco es sostenible en un país donde el gasto público representa el 57% del PIB y donde el ratio de deuda, que oficialmente ya se estima próximo al 100%, no incluye grandes compromisos públicos fuera de balance como las pensiones sin financiamiento.

Para complicar un poco más las cosas, existe un amplio respaldo en Francia tanto de los chalecos amarillos, cuya rebelión comenzó con un reclamo en rechazo de un impuesto al carbono sobre el consumo de combustible, como de una iniciativa para demandar al gobierno francés por no ocuparse del cambio climático.

Es más, cuando los chalecos amarillos se quejan de la desigualdad, tienden a focalizarse en la eliminación por parte de Macron del impuesto al patrimonio, que anteriormente aportaba 5.000 millones de euros (5.700 millones de dólares) por año –una miseria en comparación con los 188.000 millones de euros (214.000 millones de dólares) generados anualmente por el impuesto al valor agregado (VAT)-. O se quejan de los salarios de los altos funcionarios del gobierno. Pero no ofrecen ninguna propuesta concreta que encare los dos factores clave que generan la desigualdad en Francia: la educación y el acceso al mercado laboral.

Según el Programa para la Evaluación Internacional de los Alumnos, la brecha en el desempeño educativo entre los estudiantes de contextos desventajados y el resto de la población es más alto en Francia que en cualquier otro país de la OCDE. Y no sólo la tasa de desempleo de Francia ronda el 10%; su mercado laboral de dos niveles canaliza más del 90% de las nuevas contrataciones –particularmente los trabajadores más jóvenes y no muy capacitados- en contratos cortos y por términos fijos.

Además de demandas contradictorias, Macron también tendrá que enfrentar obstáculos arraigados en la percepción pública. La manera en que los ciudadanos franceses ven las condiciones económicas rara vez concuerda con la realidad. Uno muchas veces escucha decir que Francia no es un país particularmente igualitario, donde los ricos no pagan impuestos, donde siempre se perjudica a los jubilados y donde la evasión impositiva y los salarios de los políticos consumen vastos recursos. Ninguno de estos argumentos se sostiene ante un examen a fondo.

Sin duda, el gobierno de Macron fue demasiado lento a la hora de diseñar medidas compensatorias que contrarresten el impacto combinado de precios más altos del combustible, el aumento programado del impuesto al carbono y el rechazo de subsidios para vehículos diésel. Pero los franceses también lo están culpando por los efectos de políticas irrazonables que se remontan a décadas, incluidos los subsidios al diésel (sostenidos durante más de 20 años para respaldar a la industria automotriz francesa) y medidas para promover las altas rentas de la tierra en zonas urbanas.

El tercer obstáculo para el progreso es la violencia. En las últimas semanas, ha habido un asombroso incremento de las amenazas de los chalecos amarillos contra legisladores, periodistas y hasta otros manifestantes como ellos que han expresado un deseo de negociar con el gobierno.

El gobierno de Macron, por ende, se encuentra entre la espada y la pared. Sin embargo, una consulta pública bien podría generar daños aún mayores. Siglos de historia política sirven como advertencia contra el entusiasmo actual por entablar un “referendo de iniciativa ciudadana”.

Después de todo, la mayoría de las democracias han optado por un gobierno representativo, en lugar de un régimen por referendo, y por buenos motivos. Al menos en teoría, los representantes del pueblo pueden dedicar más tiempo a pensar en los pros y contras de las diferentes opciones políticas y tener más acceso que los ciudadanos comunes a una especialización. Y, a diferencia de los ciudadanos que debaten en cafés o en Facebook y Twitter, los argumentos de los representantes electos son escudriñados y revisados públicamente.

Es más, existen buenas razones para delegar ciertas formas de toma de decisiones pública en jueces independientes, bancos centrales y autoridades regulatorias. En la medida que estén aislados del lobby político y de las elecciones, esos actores pueden tener una visión de más largo plazo y proteger los derechos de las minorías.

Al evitar esos controles, los referendos en Francia podrían abrir la puerta a la derogación de leyes que permiten el aborto, que prohíben la pena capital y que reconocen el matrimonio homosexual. También podría derivar en todo tipo de políticas económicas demagogas –desde una edad jubilatoria más baja hasta medidas anti-inmigrantes o incluso un “Frexit” de la eurozona o de la Unión Europea.

Por otro lado, si el gobierno de Macron simplemente habla de la boca para afuera respecto de la consulta cívica, el malestar se profundizará; los chalecos amarillos habrán recibido una “confirmación” de que las elites no escuchan cuando los ciudadanos expresan lo que necesitan.

¿Qué cosa positiva, entonces, podría surgir de una consulta? Un debate exitoso volvería a comprometer a los franceses en la vida política de su país. En Francia, la toma de decisiones es altamente centralizada, las políticas son uniformes (a pesar de ciertos intentos tímidos de parte del gobierno de Macron de promover la flexibilidad) y la participación cívica es débil. La renuencia por parte de la elite de confiar en los ciudadanos, junto con la propia falta de compromiso y ocasional puerilidad de los ciudadanos, crea una profecía autocumplida.

En este contexto, no asombra que el sentimiento de “existir” –de participar en una aventura y que su voz se haga oír en los medios- se ha vuelto una característica palpable de la experiencia de los chalecos amarillos. El problema es que la falta de compromiso previa y la mala comprensión de las realidades económicas de los ciudadanos franceses los predispone a formular demandas categóricas, en lugar de presionar por reformas realistas.

Una consulta correctamente estructurada en la que los ciudadanos franceses reflexionen sobre las ventajas y desventajas, reconozcan datos objetivos y vuelvan a descubrir una sensación de comunidad podría ser un éxito inmenso. Por ejemplo, una vez que todos acepten que existe una tensión entre reducir impuestos y mejorar los servicios públicos, se puede llevar a cabo un debate sobre la mejor manera de alcanzar una combinación de políticas óptima.

Se debería poner todo sobre la mesa. Los franceses deben considerar el objetivo de cada uno de los servicios públicos; si esos servicios están cumpliendo sus objetivos, y a un costo razonable; y si existen mejores alternativas a la vista. Esto es lo que hicieron los canadienses y los escandinavos en los años 1990 cuando ellos también enfrentaban sectores públicos disfuncionales, crecientes deudas públicas y un alto desempleo.

Francia finalmente está entablando un proceso para modernizar la economía protegiendo a la vez a sus ciudadanos. Pero el país está en una encrucijada y sus ciudadanos todavía podrían arrastrar a su país por el sendero del antiliberalismo y la demagogia.

Jean Tirole, the 2014 Nobel laureate in economics, is Honorary Chairman of the Toulouse School of Economics and Chairman of the Institute for Advanced Study in Toulouse. His most recent book is Economics for the Common Good.

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